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Dejé escapar el aire, muy despacio. Sentía tanto miedo que no estaba segura de pronunciar bien las palabras.

– De acuerdo. Vamos a contárselo al director -propuse.

Ellas se miraron entre sí. Yo me di cuenta de lo profundamente que me había clavado las uñas en la carne. Dudaron.

– Estas cosas las resolvemos entre nosotras. Mira -me dijo, y había hielo en su voz-. Si volvemos a pillarte… si vuelve a ocurrir una de estas historias, te aseguro que…

Cuando se fueron, mi compañera me ayudó a recoger la ropa. Me habían roto el cierre de la maleta.

– No te preocupes -dijo ella-. Cuando la gente viaja, cuando lleva tiempo fuera de casa, tiene la sangre caliente. De todos modos, yo me quejaría al director.

– Sí -asentí- Eso es lo que voy a hacer.

No dije una palabra. Fui más cuidadosa, procuré no quedarme sola jamás, de modo que alguien pudiera siempre dar fe de mis movimientos, cerré con llave mi cuarto y aseguré con un candado la maleta. Cuando la gira finalizó, había decidido que la ópera se había terminado para mí. Me dedicaría a la música antigua, oratorios para loar el nombre de Dios y piezas primitivas y desnudas. No más imposturas.

Medio año más tarde, una de las bailarinas de la compañía también la abandonó. Le habían metido cristal machacado en una de las zapatillas.

Tras sus amigos, Christopher quiso también presentarme a sus padres, como si fuera un requisito sobre el que quisiera pasar cuanto antes: de modo que su madre vivía, no era Frances la única mujer prohibida. Hablaba poco de ella.

En realidad, hablaba poco de lo que no fuera él mismo, sus proyectos, lo que le aguardaba en un momento; pero respecto a su familia se mostraba especialmente reservado.

Vivían en Brighton desde que su padre se había jubilado, en una casa a espaldas del mar, con un jardín inmenso que a veces prestaban a los vecinos para que celebraran en él las bodas de sus hijos.

Durante el viaje, un viernes lluvioso en el que al final asomó el sol, Chris me contó que él no soportaba esas bodas, llenas de encajes, de colores suaves y tiernos y de falsedad, pero a sus padres les entusiasmaban: desde la galería observaban las carpas y las flores que adornaban a las mujeres, y se sentían útiles, pilares sólidos, como siempre habían sido.

– Yo nací ahí. Ni siquiera acudieron al hospital. Todo estaba preparado para dos semanas después, pero me adelanté. Mi madre guarda unas fotos preciosas… sin duda te perseguirá con ellas… Yo, desnudo sobre la cama. Yo, en la bañera. Yo, tomando el biberón. Yo, disfrazado, en mi primer cumpleaños… Luego nos fuimos a Turquía. De esa época no hay fotos.

– ¿Viviste en Turquía?

Se encogió de hombros.

– Destinaron a mi padre a Estambul. Cinco años. Mi hermano era aún un recién nacido, y él marchó primero y luego nos mandó a buscar. Nos quedamos mucho más tiempo del que pensaban. Viví allí hasta los doce años. ¿Conoces Estambul?

Definitivamente había dejado de llover, y en los campos encharcados un puñado de ovejas reunían valor para abandonar el refugio de los árboles.

– No.

– Es una hermosa ciudad. Recuerdo a las mujeres, la presencia constante de las mujeres, en grupos o en parejas, y aquellas gabardinas de colores empolvados que las cubrían de la cabeza a los pies. Y los gatos. Saltaban por todas partes. Maullaban de la mañana a la noche, cortejando hembras o atrayendo machos. Robaban comida; no sentían miedo por los humanos -hizo una pausa-. Enciéndeme un cigarrillo, nena. Busca en mi chaqueta.

Le obedecí con poca pericia. Yo no fumaba. Le di un beso y le alcancé el cigarrillo.

– Recuerdo calles enteras en las que sólo había tiendas con pañuelos, cientos de pañuelos que aleteaban al viento. Todas ellas pertenecían a hombres que aguardaban sentados, o en cuclillas, por los que podrían haber transcurrido años, siglos, sin moverse. Y más tiendas con cuentas, sacos y sacos de cuentas de vidrio coloreado. Te encantarían. Las cosían en algunos trajes, las empleaban para tocados. Y las especias de olor avinagrado y potente. Te revolvía el estómago. Y las mezquitas y sus llamadas. Mi hermano y yo gritábamos imitándoles… a mi madre la sacaban de quicio. Hace un par de años volví allí. A veces es una tontería ceder a la nostalgia: una decepción, salvo por un momento mágico. Me traje semillas de flores, tulipanes, pensamientos y… bueno -dijo, y frenó el coche-, me parece increíble. Han cambiado la señalización. ¿Y ahora qué tengo que hacer? No -hizo un gesto-. No saques el mapa. Tiene que ser posible deducirlo por lógica.

El jardín de Chris, pude verlo en primavera, rebosaba de pensamientos violetas de Estambul.

Eran flores extrañas, mayores de lo normal, completamente blancas, sin las manchas acostumbradas; sólo con una red de venas violetas, como una variz que hubiera estallado violentamente en el centro del pétalo. Decidimos que no era necesario girar, y que en el peor de los casos, perderíamos un cuarto de hora si debíamos retroceder.

– ¿Cuál fue el momento mágico? -pregunté.

– ¿El momento mágico? -volvió la cabeza y miró hacia el cruce, no muy convencido de hacer lo correcto-. Un café. El café turco espeso como el barro, y con el mismo sabor ocre, lleno de posos. Cuando era niño no me dejaban ni probarlo. Creían que nos alteraba los nervios. Lo tomé en un local al aire libre, en un jardín, con los árboles cuajados de bombillas y una hilera de farolillos de colorines.

Entonces, de una mezquita cercana el muecín llamó a la oración, y otro cercano le respondió. El café quedaba a espaldas de Santa Sofía. Puede que cantaran desde allí. Hubiera querido conocer la lengua para poder rezar. No sé qué dirían. Dios es grande, Dios es eterno, algo parecido. Aquel grito paraba el tiempo.

– Nunca he estado en Oriente.

– Ah, pero Turquía no es Oriente. Es Europa. Era lo primero que aprendíamos al llegar. Los ingenieros como mi padre sólo trabajaban en Europa. Formaba parte de sus privilegios. De todas maneras, hubiera sido preferible conservar la impresión de niño. En tonces no me afectaba la basura, ni los críos que esperan en las calles, con una báscula, y piden dinero a cambio de revelar el peso. Es una pena que no haya fotos… recuerdo muy pocas cosas.

– ¿Como qué?

– Como una bicicleta… y el sabor del agua. Mi madre vivía aterrorizada por los gérmenes, y en nuestra casa el agua siempre dejaba en la boca el regusto a desinfectante. Yo era muy pequeño. Ya te digo que regresé a Inglaterra con doce años. Pero con aquella bici tuvimos un accidente. Mi hermano y yo nos empotramos contra un coche. Yo le rodeé la cabeza con las manos para protegerle, porque iba sentado en el manillar. ¿Ves esta cicatriz, la que tengo bajo el ojo? -señaló, y aprovechó para arrojar el cigarrillo por la ventana-. La herida de la batalla. A él no le pasó nada.

– ¿Aprendiste turco? -no imaginaba a Chris de niño, ni con juegos infantiles.

– No. Los dos asistimos al colegio americano. En los recreos comprábamos unos cucuruchos llenos de arroz y garbanzos que vendía un viejo a la puerta. Arrojábamos los restos a las palomas, y luego las espantábamos en dirección a los gatos -hizo una pausa-. Cosas de críos. Gatos y palomas. Por Dios, no había otra cosa en aquella ciudad. Luego volvimos. Mi madre y nosotros. Mi padre aún tardó en unírsenos. Le llamaron a juicio. Esas cosas avanzan despa cio. ¿Sabes qué fue lo único que se trajeron mis padres de allí?

Negué con la cabeza.

– Una lámpara. La tengo yo, en San Diego, en el cuarto de estar. Una enorme lámpara en forma de pavo real, con lirios y ranas de bronce, y flores de abalorios y luciérnagas con ojos rojos. No le falta detalle. Un horror de polvo y alambres, que ha envejecido sin demasiada dignidad junto al piano. La mayor parte del tiempo se me olvida que está allí. Sólo la encendemos cuando llegan niños a la casa, y se empeñan en pasar la mano sobre los cristales de colores. A los niños les encanta…