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Los padres de Chris nos esperaban vestidos de calle, porque acababan de regresar de un bazar de caridad. Lilian, junto a otras voluntarias, servía algunos viernes bebidas y comidas de seis a ocho.

Me saludaron con la mente en otra parte.

– Casi nos perdemos por el camino -se disculpó él-. Han asfaltado un nuevo tramo.

– Prefiero que me lo cuentes luego -cortó la madre-. No he preparado nada de cena. No me marchaba tranquila sin dejar las cosas hechas, les dije que estaría allí para las seis…

– ¿Para qué era? -pregunté.

Ella me miró, sin comprender.

– El bazar. El dinero que se recauda. ¿A dónde va?

– Oh, a los niños. Creo. A los niños. Casi seguro.

No me llamaba por mi nombre.

Me pregunté si lo recordaría. Me arrastró con ella a la cocina, mientras los hombres hablaban, y no me permitió mover un dedo. La observé trajinar sentada a la mesa.

– El jardín -comencé, mirando por la ventana-, es una maravilla.

– Ahora no vale nada -dijo ella-. Agua, barro… Si mañana continúa el buen tiempo, intentaré hacer algo con él. Creo que deberíamos revisar la grava del camino. No es lógico que se encharque de ese modo.

– Chris me ha contado que vivieron muchos años en Turquía -dije, tras un largo silencio, por iniciar una conversación.

– Muchos años, sí. Demasiados. Por suerte, regresamos aquí a tiempo, cuando los niños no se habían acostumbrado al país. Aún estaban en edad de adaptarse bien a su gente y su ambiente. Con Edward lo conseguimos. Con Chris… tengo mis dudas -sonrió-. Siempre ha viajado, siempre ha vivido en un sitio y en otro. Ciertamente el trabajo no le ayuda a asentarse -suspiró- No logro convencerle. Al menos, debería traerse a Frances a Inglaterra. Yo cuidaría de ella con mucho gusto.

Lilian poseía la extraña cualidad de convertir las conversaciones en callejones sin salida.

– ¿Hay fotos de cuando Chris era pequeño? -intenté de nuevo.

Ella se giró en redondo, con una taza de salsa en la mano.

– Por supuesto -dijo, y parecía ligeramente ofendida- Tenemos muchísimas fotos de mis dos hijos.

Salí al cuarto de baño. Me lavé las manos, desalentada. En aquella casa yo no existía. No era más que el último capricho de un hijo veleidoso, al que se esperaba, con una paciencia irreductible, encaminar por la senda correcta.

Yo era un desvío. Citando tuviera ocasión, Lilian me señalizaría adecuadamente y procuraría asfaltar la carretera. Chris asomó la cabeza por la puerta.

– Ven un momento, ¿quieres?

Negué con la cabeza.

– No voy a dejar sola a tu madre.

– No importa -me cogió de la mano y me acompañó hacia el salón-. Sabe mil trucos. Para todo. Se las puede arreglar perfectamente.

Nos marchamos el domingo por la mañana, antes de lo previsto, porque yo no podía disimular mi desánimo, ni Michael su mal humor.

Lilian se enfurruñó: no bajó a despedirnos.

– Nos vamos, mamá -dijo Christopher, dos veces, al pie de la escalera.

Su padre repitió un gesto de hastío.

– Iros. Ya sabes cómo es. No se lo tengas en cuenta -la ofensa, nuevamente, se inflingía al hijo. La extranjera no contaba, no se le suponía sensibilidad para las delicadezas-. Llámanos cuando lleguéis.

Chris no dijo nada hasta que dejamos atrás Brighton.

– Ya sé que ha sido horrible -dijo, atropelladamente, con el ademán fastidiado que adoptaba cuando la razón no se encontraba de su parte-, pero ha pasado. Fin. A otra cosa. Ahora los conoces. Mi madre no me ha perdonado que me divorciara. Tampoco me perdonó que me casara con Karen, por cierto, pero creo que eso lo ha olvidado. Se le acumulan los rencores. La mantienen viva. Le hacen sentirse protagonista.

Lilian tenía que ser el alma de algo. No importaba de qué. Debía ser tenida en cuenta. Los años pasados en el extranjero la habían aterrorizado. Odiaba Estambul.

Aunque en un principio le hizo ilusión, y preparó el viaje con detalle, e incluso se ocupó de pensar en las visitas que pudieran recibir, en cuartos de invitados, y recepciones, y zonas que merecieran una ojeada, pronto la ciudad pudo con ella. A los dos meses ya no sabía qué hacer. La sociedad de Estambul la horrorizaba, y no consideraba que la población inglesa estuviera a su altura.

Perdió las ganas de vivir, y lloraba por cualquier cosa. Abrazaba a sus hijos, se colgaba del cuello de su marido cuando marchaba a trabajar, y a la vuelta del colegio la encontraban en su cuarto a oscuras, con los ojos fijos y una sonrisa de Valium.

Por consejo del médico, regresó a Inglaterra. Poco después, saltó el escándalo de la presa, y antes de que empapara al padre, que se escabulló de la pena en el juicio, recogieron velas y retomaron la vida para la que habían sido educados.

A su juicio, no existía más civilización que la inglesa, ni otros modales que pudieran ser aceptados aparte de los suyos.

Consideraba muy divertido que su nieta hablara con acento americano, pero aquello no variaba ni un ápice sus convicciones: era inglesa, como tal debía ser educada, y a su debido tiempo ella, a través de Chris, se encargaría de ello.

Sólo se sentía cómoda aferrada a normas, regida por leyes que pudiera comprender: las visitas de los jueves, la cita mensual en la peluquería. El viaje anual a Francia, las toallas con las iniciales bordadas, la receta de las galletas de jengibre.

Despreciaba a Karen porque había exhibido su cuerpo semidesnudo, porque no se mostraba moldeable, porque defendía la vulgaridad de algunos concursos de televisión y que los niños se atracaran de patatas fritas cuando les venía en gana. No sé qué encontró en mí que pudiera disgustarle. Tal vez nada, tal vez sencillamente fuera la actitud que aguardara a cualquier mujer que rondara a su hijo.

Karen la odiaba: Lilian, como hacía conmigo, ni siquiera reparaba en ella lo suficiente como para odiarla. No se discute con los que defienden que la tierra gira en torno al sol. Y Karen, clamando que el sol se mantenía fijo, exigía en vano el derecho a discutir.

Cuando hice el equipaje para mudarme a la casa de Christopher, a la habitación con columnas sin techo, desde la cual se observaba el sendero de arena, encontré las cintas de mis ejercicios de canto.

Dejé las cajas y me acerqué a la luz.

No las recordaba, y por un momento no las reconocí: las pegatinas con el contenido y la fecha se habían perdido por el camino. Pero era yo con quince años, cantando con voz firme el llanto de la hija de Jefté, el -Fortunato Angelino-, el “Lamento de Ariadna”, interrumpido, y por un instante me senté en el suelo y sentí que nada importaba y que el pasado me había alcanzado definitivamente.

Chris no sabía nada aún. Había decidido no contárselo.

Los recuerdos de mis años de cantante eran también los recuerdos de Mikel, aquel muchacho que prefería ser llamado Balder, los secretos de Balder, su lado más humano y vulnerable; y también los caprichos de mi profesora, un ser inconstante y voluble que poseía entonces poder para cambiar los destinos y los caminos de las personas.

Si yo hubiese sido otra persona, si mi carácter hubiera sido otro, no hubiera prescindido durante tantos años de las notas de aquella cinta vieja y gastada que escuchaba entonces. Aquella voz, mi voz, era la de una niña de am plias zonas ocultas y de tristezas insondables.

Ahora que Balder no estaba conmigo para compartir sus pasos con los míos, y que de mi profesora y mis compañeros quedaban unos confusos y desabridos sones era hora de romper la maldición y zanjar la pena antes de que se me rompiera definitivamente la entereza. Era tiempo de recordar todo, detalle a detalle.

En la época de esas cintas, cuando conocí a Mikel, yo tenía quince años. Dieciséis en cinco meses. Acababa de olvidarme de las grandes epopeyas musicales. Ni Mozart, ni Puccini, ni Verdi.

Ni siquiera Wagner, con su incansable procesión de valquirias y sonidos inalcanzables. Elegí la música antigua, la que animaba los primeros años del Barroco, más complicada de dominar, la que exigía una pureza de sonido excepcional, unas notas sin vibraciones y un conocimiento profundo de qué perseguían los filósofos, los músicos de aquella época.