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Creía que ya iba siendo hora de enamorarse; como un virus, la obsesión por el romance se extendió aquel año con una energía inusitada. Nadie había elegido enamorarse de mí aún: por más que agitara mi pelo negro con la misma descuidada pereza que las demás, por más que luchara por que la falda de mi uniforme fuera acortada, por más que el espejo me demostrara que no había nada de repugnante en mi rostro, mis amigas tenían citas los viernes, y yo no. Con quince años, sin embargo, los milagros ocurren.

Y yo sabía que el mío aguardaba, a punto de estallar. Era una elegida. A las que destacan, para bien o para mal, princesas o cenicientas, a las que aspiran a ser protagonistas de su historia, los prodigios no les sorprenden.

Las veo ahora, en el colegio; las mayorcitas se reúnen muy cerca de mí para retocarse los labios, y toser el humo del primer cigarro, y charlar de chicos a sus anchas, como siempre han hecho. Odian sus vidas, sus cuerpos, sus familias.

Esperan que alguien llegue, las tome de la mano y cambie la pesadilla en cuento, la angustia en felicidad eterna. Aguardan, aunque no lo sepan, por la decepción. Como las niñas siempre han hecho.

Yo ya conocía a Balder, pero aún no lo sabía: coincidíamos en armonía, era aquel chico alto de pelo largo que acarreaba un violonchelo, y a algunas de la clase les gustaba. No me había fijado en él; tras tanto tiempo en la compañía, rodeada de adultos, me atraían los hombres mayores y morenos, los mismos que no me prestaban atención durante las giras.

Estudiábamos armonía, cadencias perfectas y plagales, quintas, cuartas, intervalos y acordes a cuatro claves, y el profesor nos obligaba a tocar los ejercicios al piano frente a los demás. Odiábamos aquel momento, porque los errores destacaban claramente, y las cadencias no se dejaban domar con facilidad. A los alumnos de cuerda y viento los disculpaba, dejando bien claro que los consideraba poco menos que inútiles. Sin embargo, los ejercicios de Balder, que aún se llamaba Mikel Goienuri, eran, con diferencia, los mejores, y con frecuencia el propio profesor los ejecutaba y nos los ponía como ejemplo.

– Deja el violonchelo -le recomendaba- y dedica más horas al contrapunto. Sobran instrumentistas. Son los compositores los que pasan a la historia.

Me sabía una pianista mediocre y una torpe compositora, y odiaba las clases de armonía por encima de las demás; sin embargo, eran obligatorias, más aún si deseaba especializarme en una época en la que la composición, el esqueleto, se mostraba tan claramente. Cuando me acercaba a los principios de la música antigua me sentía desbordada: las teorías se contradecían entre sí y había que tener en consideración la ciencia medieval y la filosofía teocéntrica y las matemáticas. Jamás había oído hablar de los pitagóricos, y no sabía nada de teología, esencial para entender lo que cantaba, el sentido de las extrañas evoluciones del sonido, debía estudiarlo.

Lo único que me había quedado claro y se había enganchado a mi mente como una rémora desde el primer día era que había que evitar las cuartas aumentadas. Que al componer había que desconfiar de la nota Si, la séptima nota, porque, a poco que nos descuidáramos, podíamos romper el orden: podía aparecer el “diabulus in musica”.

Lo defendían todos los grandes nombres: Cuido D.Arezzo en el “Micrologus”, Ramos de Pareja, en “Musica practica”, Francón de Colonia en “Ars cantus mensurabilis”, el mismo Monteverdi cuyos madrigales yo cantaba. En la escala musical, que los griegos habían intentado depurar, se había deslizado una irregularidad, un error.

Un intervalo no regido por las matemáticas, el recordatorio de que, por mucho que el hombre creara, era mortal y limitado.

Entonces las notas musicales se denominaban mediante letras, y la escala comenzaba en La A (A, vamos, comienza, niña, no tengo todo el día). Así lo habían dispuesto los modos griegos, y así continuó hasta que D.Arezzo decidió que las viejas teorías griegas y ambrosianas erraban el camino: el canto debía comenzar en C. Do, el tono más noble, el más acorde a la naturaleza de los números.

Inventó nuevos nombres para las notas, salvo para la séptima: y, preocupado porque no conseguía que sus frailes coralistas afinaran, inventó un sistema en el que todos comenzarían por la misma nota y que podían pintar en las falanges de los dedos de la mano, basado en escalas de seis notas. Pero no logró que el Si, aún silencioso, encontrara su lugar. Oscilaba, tentaba, incitaba la cuarta aumentada.

Más adelante, cuando las matemáticas perdieron fuerza, la nota diabólica recibió las iniciales de San Juan, Sancte Iohannes, y todos olvidaron qué significaban las notas: la armonía era tan evidente, tan cristalina. Ningún mal podía habitar entre la música.

En aquella clase sólo yo me especializaba en música antigua.

El resto de las chicas pensaban en sacar el curso lo más rápidamente posible: les interesaba el instrumento, no la teoría. Un puñado de ellas aspiraban a aprobar el grado medio de piano. Les daba pereza plantar los estudios sin un título, tras tantas horas y tanto esfuerzo, y soportaban las clases de armonía, de historia, de estética con la mirada puesta en el final de la tortura. De los chicos, dos repetían curso. Y estaba Mikel.

Las chicas comenzaron a hablar mal de él después de Navidad, cuando era obvio que no mostraba interés por ninguna de ellas. Yo le había pedido una vez los ejercicios, y me parecía agradable.

Una de las tardes, un viernes en que sólo tenía diez minutos para ir del viejo edificio de canto al conservatorio, me lo encontré a medio camino. También él regresaba de clase de instrumento: llevaba el violonchelo y una carpeta en la que había enganchado, por el tapón, un boli negro y otro rojo.

– No corras -me dijo- Se han suspendido las clases; aviso de bomba.

– ¿Otra vez?

Cada dos meses, aproximadamente, la Guardia Civil subía hasta el cuarto piso, nos mandaba salir y registraba el edificio: miraban en las chimeneas abandonadas, en el hueco del ascensor. Algunas noches yo deseaba con toda mi alma que las amenazas se cumplieran y que el viejo edificio volara por los aires, y destrozara con él los horarios, las clases, las horas desperdiciadas.

– Yo me quedo -aclaró- Ya llevo dos faltas, y todo sea que den clase al final. Me marcho al Isla de Loto a por un café. ¿Vienes?

La cafetería quedaba a cien metros del conservatorio, y la gente joven no la frecuentaba. Saqué el cuaderno de armonía. Con un poco de suerte, podría comparar los ejercicios.

– ¿Sabes quiénes eran los lotófagos? -me preguntó, cuando regresó de la barra con los cafés.

– Los habitantes de una isla que encontró Ulises. Comían semillas de loto y olvidaban su pasado -contesté. Él levantó la mirada.

Por primera vez observé sus ojos, de un verde irreal, sin trazos de castaño.

– ¿Has leído la “Odisea”?

Dije que sí porque moriría antes de reconocer que lo sabía por un cómic de mis hermanos. Guardamos silencio. Luego hablamos de armonía, de lo que me aburrían las clases, del violonchelo, del camarero calvo que atendía las mesas del fondo. De nuestros compañeros (Mikel los aborrecía, especialmente a las chicas), y de qué pensábamos hacer en Semana Santa, porque ya mediaba marzo y el tiempo volaba. Me contó que iría a Biarritz, como de costumbre. Su madre era francesa, e insistía en mantener la costumbre, aunque sólo ella se divertía allí.

– ¿Hablas francés? -pregunté, pensando en las horas que perdí con la pronunciación de algunas “chansonnes”.

– Un poco -dijo- Mis hermanas y yo tenemos nacionalidad francesa. Y nombres compuestos. Marta Marie, Silvia Sophie y Virginie Ana.

– ¿Y tú? -me había fijado en sus manos, en la red de venas que se translucía bajo la piel y en los finos cartílagos. Una mano de idealista.