Me contó lo que yo ya sabía por Silvia. Su padre vivía ahora en una casa en las afueras, con una novia muy joven. Después de insistirle tanto tiempo con el Derecho, él había abandonado su despacho para vivir. No le guardaba rencor, pero tampoco recordaba que fuera su padre. No había la menor relación entre aquel hombre místico que plantaba marihuana y el que bajaba a fumar al portal de su casa todas las noches, aflojándose la corbata y rebuscando en sus bolsillos. Lo que había era lo que había, y el otro pasado se había esfumado hacía mucho tiempo.
– No has cambiado -me dijo, mirándome muy de cerca-. Eres lo único que en estos dos años permanece igual.
– No he encontrado por quién cambiar -contesté, y creo que en aquel momento hubiera gritado en busca de ayuda.
– ¿Cambiarías, si yo te lo pidiera?
Le sostuve la mirada.
– Dejaría de ser quien soy, con los ojos cerrados, sin pensarlo, si alguien me indicara qué ser.
Comenzamos a salir de nuevo, pero yo nunca confié del todo en él. El orgullo que había tenido que tragarme dos años antes aún dolía, y por encima de todo, había una sensación extraña, retorcida, una tensión oculta en él que no me permitía relajarme. Ya no hablaba de música: de mala gana confesó que debía repetir curso en la universidad, y que, en castigo, sus padres habían acordado que pidiera un año de excedencia en el conservatorio.
El día que nos encontramos había ido a despedirse de su profesora.
Eso había dado al traste con sus nuevos planes. Deseaba estudiar viola de gamba, y resucitar del olvido compositores que la mala suerte hubiera acallado.
Sus planes se extendían entre una pared y otra como las telas de araña, y me capturaron nuevamente.
Sería su musa, su ayudante, transcribiría partituras para él y podríamos organizar conciertos de cámara en iglesias, con entrada restringida a una élite culta. El lenguaje perfecto, aquel que se alimentaba de notas y que ocultaba al diablo en la cuarta aumentada, no podía degradarse.
Mientras asintiera y cediera a la fascinación de sus ojos claros y sus proyectos de futuro, la vida ofrecía su rostro más brillante.
Si hablaba, o le contradecía, discutía conmigo hasta quedarse sin voz. En poco tiempo aprendí a callar. No esperaba otra cosa de mí que escucharle y asentir. Me hablaba de las desconocidas esposas de tantos compositores, del amor secreto que les había devorado, de cómo habían entregado su vida a cambio del triunfo de sus hombres.
Yo imaginaba mi rostro oculto, mi voz silenciada, y en las horas luminosas, nada me parecía más deseable. Otras veces la diva en ciernes, la niña a la que habían enseñado a mantenerse con la cabeza alta frente al piano y con la pose altiva ante el público se revelaba, mostraba los dientes y soportaba de mal grado las riendas de Balder.
Caminábamos sobre los puentes de la ciudad, y al otro lado de la ría una pantera de piedra, en pie sobre el edificio más elevado, abría eternamente una boca amenazante.
El invierno congelaba Bilbao en movimientos prehistóricos, y sólo el viento y el anuncio de un nuevo museo arrancaba del letargo a sus habitantes.
Para diciembre, la atención exclusiva que Balder demandaba me estaba ahogando. Sentía celos de todo el mundo, discutíamos de la mañana a la noche, aparecía a buscarme cuando menos lo esperaba, y tenía la mirada perdida. Me escribió un par de cartas de amor, que llegaron al buzón de mi casa, y me asusté: no les había dicho a mis padres que tenía novio, por la misma desconocida razón por la que no contaba tantas otras cosas, y temía su reacción si se enteraban. Por fin, con la despreocupación con la que a veces se inicia una nueva vida, tomé una decisión: dejaríamos de vernos por algún tiempo, hasta que los dos nos serenáramos. Cuando pasaran las Navidades, hablaríamos. Sentía miedo ante su reacción: esperaba protestas, declaraciones de amor, un estallido de furia y unos ojos verdes desorbitados.
Él no me miró. Sus manos continuaban inmóviles, fijas sobre la mesa, como siempre, en el Isla de Loto.
– No.
– Entonces, deja de discutir conmigo. No luches por convencerme; siento que ya no pienso por mí misma.
– ¿Qué tienes que pensar? Eres mía, y yo soy tuyo. Frente a los demás, y contra la vida. No deberían hacernos falta tantas palabras.
– Las cosas no son tan sencillas -dije, exasperada, y busqué una excusa- Ahora soy yo la que necesita estudiar.
– No sabrás por dónde caminar sin mí. Tú sola no eres más que una voz buscando un instrumento. Vamos: olvidemos esta conversación.
Me conocía bien; pero yo no estaba dispuesta a ceder. Bajo la férrea capa de determinación intuía una duda, incluso cierto alivio ante mis palabras.
– No. No quiero verte por un tiempo. Si tenemos que terminar juntos, así será. Quién sabe. Quizás nos casemos y dentro de unos años contemos esto a nuestros hijos.
Negó con la cabeza. De nuevo, no juró amor eterno, ni me tomó en sus brazos, como esperaba. Tan sólo podía observar sus pestañas, velando los ojos bajos, y las manos muertas junto a las tazas.
– No tendremos hijos. Ni tú, ni yo. No terminaremos juntos -luego continuó en voz baja-. Qué importa. No entiendes nada. Ya entenderás.
Me acompañó hasta la puerta.
Diluviaba, y yo misma deseaba llorar. Hubiera cambiado mi vida por que suplicara más, porque no se diera por vencido tan fácilmente.
Tal vez me había equivocado, tal vez no me quisiera y tan sólo necesitara una marioneta a la que mover y con la que jugar a poseer el mundo; tal vez dibujara mi personalidad en su mano, como había hecho con el pentagrama guideano. Le di dos besos. Por un momento, pareció a punto de preguntarme algo. Agitó su duda como una antorcha para alejar tigres, como las llamas con que se iluminaban los pescadores de Finisterre cuando aquellas aguas aún estaban pobladas de misterio: más allá había monstruos. Pero no dijo nada. Le di la espalda y me fui.
Después de eso, nunca volví a ver a Balder.
La primera noche tardé en dormir. Al día siguiente nadie aguardaría por mí fuera de la cama, y los días se repetirían, simétricos, intervalos matemáticos, hasta que algo me agitara de nuevo. La paz de espíritu se cobraba un alto precio, y me privaba a cambio de sentimientos. Después me olvidé, y dormí sin sueños, y desperté sin ojeras.
El martes, dos días después de mi ruptura con Balder, me llevaron de excursión con el colegio. Perdería dos clases en el conservatorio, pero insistí en unirme. Montamos en el autobús, cantamos canciones en las que revelábamos nuestros amores secretos y nos llevaron a un prado cercano. Abrimos un hoyo usando una pala y plantamos robles jóvenes. Mi compañera de tareas y yo dibujamos un plano para encontrar el nuestro años más tarde, cuando regresáramos allí con nuestros hijos.
El miércoles, los profesores agitaron la cabeza para sacudirse la lluvia y nos llevaron al Museo de Ciencias Naturales. En una de las vitrinas, los esqueletos de los peces trajeron a mi mente monstruos nocturnos: antepasados muertos hacía mucho tiempo. Visitamos el herbario en el que las plantas disecadas se echaban a dormir, y escuchamos sin rastro de burla las explicaciones de los guardas que nos hablaban de memorieta, con la vista fija en los otros grupos de la sala.
El jueves, la lluvia malogro definitivamente la excursión. Trataron de mantenernos entretenidos en el albergue, pero hacia la hora de comer claudicaron. Regresamos bastante antes de lo anunciado.
Nadie abrió a mis timbrazos. Bajé las escaleras, salí del portal, llamé. Silencio. Golpeé en la puerta, primero con la mano, luego con el puño. Resignada a esperar, me senté en las escaleras, mientras la ropa que había logrado conservar limpia se mezclaba en la mochila con el barro y el verdín de las otras prendas.
A la misma hora a la que mis padres aparecieron por casa, sin contar conmigo, a las nueve, la hermana de Balder encontraba su cuerpo balanceándose sobre un centenar de velas.