Si tuviera que describir el silencio ahora lo definiría como la muerte. Entonces, en aquellos años en los que me encontraba contaminada por las notas agudas e irrompibles de la música antigua, hablaría del silencio como la ausencia de Balder, de Mikel. Él no hubiera sobrevivido en el silencio (Balder con sus ojos verdes infinitos, el paso furtivo y las partituras amarillas importadas bajo el brazo), ni siquiera con su mundo propio e inalcanzable. Cuando le negaron la música, tomó una cuerda y echó a volar de un salto de samurai herido en su honor. A sus pies, el fuego y el arco roto del violonchelo.
Llevaba cerca de seis horas encerrado en la habitación para entonces, y cuando oyeron el grito de su hermana Silvia los demás aguardaron un momento antes de cortar la cuerda que le sostenía, manteniéndose por un momento más en un mundo que sería más sordo y cruel sin Balder. Se resistieron a entrar en el humeante altar del sacrificio porque ya sabían que nada quedaba por evitar, y que el pobre dios sufriente había huido de nuestras manos una vez más.
Años más tarde, cuando me encontraba en una casa grande y acogedora, y con Chris, por añadidura, supuse que esas seis horas estuvieron ocupadas en despedirse de la música, y que rompió el violonchelo porque fue su intención destrozar el instrumento que estaba royendo su vida. Supongo sin embargo que dudó varias veces. Supongo también que luchó contra el pánico de someterse al silencio.
Mikel, el Balder perfecto, murió, por tanto, y nos traicionó a todos. A su familia, a los amigos sencillos y de gustos idénticos con los que alguna vez habíamos queda do. A las muchachas de nuestra clase, fascinadas por sus ojos verdes, su indiferencia y su aire de niño nacido en otro tiempo. Traicionó, sin saberlo, a los que llegarían a amarle en la distancia, ya muerto, a los que se asomaron a su historia a través de las palabras de los demás, de mis historias compiladas, de la música apagada del violonchelo. Al morir provocó un desgarrón en el tapiz, una súbita grieta que absorbió a los que nos aferrábamos a la superficie. Mientras él volaba en el espacio, mientras se alejaba, atraído de manera inevitable por el centro de gravedad, nosotros nos empeñamos en continuar un viaje en el que él había introducido la duda. La sospecha.
Con el tiempo, con la desesperación, con el agotamiento, nos dimos cuenta de que en realidad nos había brindado la certeza de que no cabía esperar recompensa al buen comportamiento, de que la vida era, irremediablemente, injusta.
No podía hablarle de todo esto a Chris. No le gustaría saber que tuvo una rival, la música, en la obsesión continua y halagadora de Mikel.
Jamás quise ser cantante, aunque intenté ser, al menos, una mentirosa convincente. Nací con buenas cualidades, con dulce voz y oído atinado. De las virtudes que se me habían entregado al nacer para que sobreviviera en el mundo, era la que yo menos valoraba, y por lo tanto, no comprendía por qué me envidiaban, cuando no tenía conciencia de que aquello era envidia, mi voz de tonos de terrón de azúcar, de agudos limpios.
Cuando Balder murió me enfrenté por primera vez a mis padres.
Era suficiente. No volvería a cantar. Abandonaba mis estudios y el conservatorio: deseaba ir a la universidad. Mi decisión no cedería ante ningún razonamiento.
– Estás loca -me dijeron-Piensa en lo que has sufrido para llegar hasta aquí. Piensa en que nada habrá merecido la pena si abandonas.
Yo miraba al suelo, apretaba los puños.
– Esperábamos tanto de ti…
Se esperaba tanto de mí. Una sirena puede entregar su voz a cambio de las piernas que le lleven al príncipe, pero ha de conservar la cabeza en su lugar. En las antiguas leyendas, las hadas poseían un hueco en la columna vertebraclass="underline" un espacio que demostraba que no eran reales, que en ese vacío debía haberse alojado un alma. La voz de la sirena era su alma. Cuando calló, fue una princesa más. Yo callé. Entregué mi voz a cambio de encontrar la paz.
La vida se trunca fácilmente.
Aunque sorprenda, ocurre todos los días. Un padre muere, una madre enferma, un loco aguarda en el ascensor para manosearte las piernas, una hermana acaba bajo un camión.
El médico en quien confías se droga antes de la operación, el mecánico no revisó bien los frenos, una secta sin nada que perder te confunde con tu prima.
Junto a esto, mi pérdida fue pequeña, y no otorgaba excusas para lamentarme. La desgracia había rozado mi espalda sin mirarme, sin hincar sus huesudas manos para marcar su trazo. Se esperaba tanto de mí y me dieron tan poco a cambio…
No se habla de un suicida, y sus restos desaparecen con rapidez, un tronco desviado en el bosque, una planta mal enderezada. Pero de vez en cuando todo cobraba otras sombras, como un fuego fatuo que guiñase el ojo con desvergüenza, y aparecían de nuevo las preguntas.
Por qué se mató. Qué culpa tuve yo. Cómo pude haberlo evitado.
Quién sería yo a partir de entonces, por qué no estuve allí, por qué no intuí nada, por qué no supe detenerle, por qué, por qué, por qué…
Los siguientes años pasaron como un soplo; estuve ocupada cuidando de mí misma, pendiente de los estudios, de alejarme del pasado, de todo lo que significara pensar en Balder fuera de los aniversarios y las fotos que me enseñó Silvia. De vez en cuando, su recuerdo me hacía llorar en las tardes melancólicas, o cuando al pasar frente a una ventana abierta me golpeaba una ráfaga de “Aitormena”. Aquello que debimos haber visto juntos, el nuevo museo cubierto de titanio, como una nave espacial, los colores rescatados en los viejos edificios de la ciudad, blanqueados con agua y arena, la vieja pantera rugiendo con nueva fuerza desde su atalaya al otro lado de la ría, fue únicamente mío.
No resultó fácil dejarlo marchar. Una tarde garabateé un alfabeto en una hoja de papel, sí, y no, los números del 1 al 10, una entrada y una salida, y, con la voz temblorosa, posé un dedo sobre la moneda que me serviría de guía sobre las letras. Luego, esperando que nada ocurriera, y rezando porque sucediera lo que esperaba, le invoqué.
– ¡Mikel! ¡Mikel! ¡Mikel!
La moneda se movió, primero lentamente, luego a mayor velocidad sobre el alfabeto. Levanté el dedo. Había trazado una palabra.
– Balder.
Pregunté de nuevo, un hilo de fe tendido entre los dos mundos:
– ¿Estás bien? ¿Qué quieres de mí? ¿Cómo puedo ayudarte?
La moneda saltó, apenas empujada por mi dedo índice.
– No. No. No. No. No.
Y luego.
– Volveré a por ti.
Después, y por muchos años, el silencio.
Hablar con los muertos, con los fantasmas, era mucho más sencillo de lo que yo pensaba. Al fin y cabo, como en el amor, los sentimientos se reducían a desear y ser deseada; a transmitir una historia, a vivir a través de otra persona.
En las historias de amor, los dos amantes están vivos, aunque quizás no por mucho tiempo. En las historias de fantasmas, al menos uno de ellos ha de estar muerto. Pero puede que no por mucho tiempo.
Al fin y al cabo, las cosas importantes son siempre las más simples. Un cuerpo, una mente, desea otro, y el otro se entrega.
Se nos dice que, por lo general, son los hombres los que desean, las mujeres las deseadas. Pero mienten.
Hace muy poco, la niña con margaritas en el pelo entró en el cuarto de baño y aguardó a que yo saliera de mi cubículo. A veces me quedaba allí durante horas, sentada sobre la taza, con la cabeza entre las rodillas.
– ¿Cómo podemos hablar con los muertos? -me preguntó.
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Mis amigas me lo han preguntado. Yo les he dicho que es posible, pero ellas quieren una prueba. ¿Cómo puedo hacerlo?
Moví la cabeza muy despacio.
– No lo hagas -le pedí.
Sin embargo, dos días más tarde, mientras el resto de sus amigas corrían en el patio, la niña de las margaritas y sus compañeras se sentaron en el suelo del cuarto de baño, con un tablero tan tosco como el que yo había empleado para hablar con Balder y un vaso que se movería sobre las letras. Nerviosas, revolucionadas como palomas jóvenes, dudaron.