Simplemente, la dejarían morir sino aprendía a sobrevivir. Lloré, sobre todo, porque una vez más, me quedaba sola, yo sola con mi espejo, sin nadie que me dijera quién era, qué debía hacer, qué camino debía seguir.
– Yo no quería irme -le confesé a Chris esa noche, cuando Clara se hubo marchado y estábamos ya en la cama-. No quería vivir lejos de mi familia, ni aprender normas extrañas entre gente que no conocía. Si alguien me hubiera detenido, jamás hubiera llegado hasta aquí.
– Tenías a tus novios -dijo él- Buenas piedras en los bolsillos.
Hice un gesto con la mano, como para despejar telarañas.
– Con piedras en el bolsillo no se avanza. Y quería avanzar… Soy tan cobarde… te asombraría comprobar lo cobarde que soy.
– Es curioso. Al menos a mí me resulta curioso. ¿A qué le tienes miedo? -me dijo, acariciándome el pelo.
Yo cerré los ojos.
«A Balder -pensé-. Al que nunca duerme.»
– A lo que no veo -intenté explicar-. A la sanguijuela que vive en mi estómago, que lo araña a veces y me causa tanta angustia, tanto dolor… Puede masticarse. Sabe a barro, a sangre, al agua de mar que alguna vez he tragado al nadar, y amarga dentro. Tengo miedo a quedarme sola, porque sé que sola nada puedo hacer contra el pánico. Pero cuando estoy con alguien, nunca soy yo. Nunca digo lo que realmente siento, lo que realmente me quema. Huirían. Creerían que estoy loca. Enferma. Resulta ya duro que rechacen a quien no soy, a la coraza que me protege. No resistiría que huyeran de quien realmente soy -me hubiera gustado llorar.
Hubiera sido lo propio llorar, pero sólo sentía una desazonadora aridez en los ojos, como si en lugar de a la verdad los hubiera expuesto demasiado tiempo al sol.
– Tienes miedo a lo invisible -dijo él- porque ni siquiera te detienes a fijarte en lo visible. Frente a eso sí deberías temer. Lo que llevas dentro, sea sangre, sean monstruos, eres tú. Son tuyos. No te harán daño. Te acosan, te mantienen viva. Así cierras los ojos a la realidad que se te echa encima cuando despiertas por la mañana y compruebas que has de continuar.
Fijé los ojos en el techo.
– ¿Tú crees? ¿Así ves mi vida?¿Como una huida?
– Como una huida. Pero nadie te perseguirá: yo te sirvo de escolta.
Sonreí. Enredé mis dedos con sus dedos, jugué con el hueso de su muñeca.
– Y tú -pregunté yo, tras una pausa-, ¿a qué le tienes miedo?
Dejé de sentir su mano en mi pelo. Sorprendida, me giré hacia él.
Había cometido un error al mencionarlo; sólo con preguntar, había abierto una brecha por la que se colaba, sin pausa, rápidamente, el agua de mar, la sangre, el barro.
Dando por cierto su miedo, le había convertido en mortal.
– A nada -añadí, rápidamente, aunque el mal ya estaba hecho, y las paredes vacías de cuadros, las mesas huérfanas de fotos se perfilaron en la oscuridad-. A nada, ¿verdad? Ojalá yo fuera como tú. Ojalá tuviera tu fuerza.
– Nos quedaremos en Inglaterra -dijo una mañana, mientras me miraba desayunar. Él había salido a correr una hora antes, y había regresado para despertarme y arrojar una rosa sobre la colcha-. Creo que aún estoy a tiempo para decidir que soy europeo.
Llevaba varios días preocupado, porque su agente le presionaba y llamaba a diario: debía elegir en poco tiempo qué hacer, si continuar en televisión o probar nuevamente con el teatro. Dicho en otras palabras, si volvía a Estados Unidos o se quedaba en Inglaterra.
Le urgía una respuesta. La serie que rodaban estaba a punto de terminar, y hasta la fecha Chris le había dado largas.
– Si no te decides, yo no me hago responsable: perdemos las opciones al papel.
Yo también prefería Inglaterra, aunque me había guardado muy bien de decir nada. Pensaba que al menos me mantenía en tierra conocida, relativamente cerca de casa, y sobre todo, lejos de la otra familia de Chris. De la insistente Karen. Además, sabía que él añoraba el teatro. Sólo hablaba de eso con sus amigos.
– Stephen cuenta conmigo para la nueva obra. Y le he hablado de ti, también.
Yo abrí mucho los ojos.
– ¿De mí? ¿Por qué?
– Es una obra española. Podrás aportar tu visión.
Se refería a “El caballero de Olmedo”, el ambicioso montaje que Stephen tenía en mente desde hacía tiempo. Habían esperado varios años, pero al fin, tímidamente, otras compañías se habían atrevido con Calderón de la Barca, con el propio Lope, y habían decidido que era el momento.
– No sé nada sobre teatro.
– Eso está bien. Nosotros tampoco. Voy a ducharme.
Yo recogí la mesa, pensativa.
Luego me acerqué a la puerta del baño.
– ¿Cuándo te marchas?
– El sábado -respondió él.
– ¿Sabes por cuánto tiempo? -no me oyó, o no lo sabía-. Christopher ¿sabes cuánto tiempo estarás fuera?
– No. Una semana, o diez días.
Bajé las escaleras, despacio, y me senté de nuevo en la cocina, con la cabeza entre las manos. Cada vez que se marchaba, yo me sentía enferma. No había retomado las clases, porque los alumnos se mostraban reacios a recorrer tanta distancia hasta la casa, y había dejado de asistir a las mías desde Navidad. Alguna vez había reunido la suficiente fuerza de voluntad para vestirme y hacer ademán de salir, pero Christopher me había retenido.
– No te vayas -susurraba, mientras comenzaba a soltar los botones de mi camisa, y me atraía hacia su cintura-. Quédate conmigo. Está lloviendo.
Yo no era capaz de resistirme.
Cuando Chris volvió a trabajar de nuevo, en enero, y viajó primero a California, y luego a Michigan, y luego al norte de Francia para las localizaciones me quedé encerrada en casa, sin otra cosa que hacer más que mirar por la ventana y dejar pasar las horas frente al televisor.
– ¿Qué quieres que te traiga? -me preguntaba él, y yo tenía que controlarme para no mostrar mi frustración.
– Algo de cristal. Lo que quieras.
Una mujer mayor acudía tres veces por semana para aliviar el trabajo doméstico, y le pedí que sólo se pasara una. Al menos, limpiar me mantenía ocupada. La casa tenía seis dormitorios, tres salones, contando el invernadero, y suficientes escondrijos de los que espantar el polvo. Según aumentaban las piezas de cristal en la vitrina de la habitación, mi pena pesaba más y más. Cogía un libro, y no lograba concentrarme en las palabras. La ausencia de Chris reptaba en los crujidos del suelo, en el único cubierto a la hora de comer, en el lado derecho de la cama, en sus camisas en el armario.
A cambio, las sombras invadían los rincones junto a las ventanas. El recuerdo de Balder llegaba y tomaba el puesto de Chris al caer la noche.
Clara se había marchado a París, y no sabía nada de ella desde hacía semanas. Había tenido problemas con sus compañeros de piso, y aún no me daba una dirección fija. Ella me había advertido:
– Te cansarás pronto.
– ¿De él? No creo que pueda llegar nunca a cansarme.
– De la vida que llevarás con él.
Para despedirnos, yo había accedido a comer en la National Gallery. Ella se disculpó por no llevarme a su casa, pero había empaquetado ya todo, y prefería que no la viese así. Compramos dos emparedados y nos sentamos en el suelo, en las escaleras de camino al baño. Anunciaban una exposición sobre los espejos en la pintura, y por todas partes veíamos “Ladys de Shalott” y “Venus del Espejo”.
– ¿La vida? -pregunté, incapaz de encontrar puntos débiles a mis días.
– La casa es suya. Suyo es el dinero. En el mundo que compartís, tú no posees nada.
Me indigné.
– Eso no tiene nada que ver.
– Te conozco: le necesitarás cada día, a cada momento. Te enroscarás a él como una hiedra a un árbol. Para no sufrir, tendrás que viajar con él. ¿Qué trabajo puedes mantener que te permita seguirle? Abandonarás todo por él, y si -cruzó los dedos, y yo la imité-, si deja de amarte, permitirás que tu vida termine. Busca tu propio tiempo. No le sigas, no pienses en él cuando no le tengas cerca. Ocupa tus horas, y no esperes que posea todas las respuestas. Un hombre no te librará de la angustia; en el peor de los casos, ni siquiera de la soledad.