– Desaparece. Como el frío. Llegas a olvidarte de él.
Me miraba con los ojos fruncidos, con el desdén que ya casi no recordaba y que era capaz de traspasar carne y huesos.
– ¿Y ahora? -pregunté.
– Ahora nada. El tiempo. Todo el tiempo del mundo.
Me dejó marchar. No me llevó consigo, sino que se perdió, a su manera taimada y habitual, entre las sombras: como se desvanecían bajo la luz cruda de las farolas los años pasados. Cuando amaneció, Chris aún dormía, y no supe si despertarle, si contarle o no mi sueño. Dos semanas más tarde estrenaba la obra, y en un par de horas, cuando abriera los ojos, le aguardaba una dura prueba: le atolondrarían los nervios, la prisa y los últimos detalles. Como en los ensayos importantes. No necesitaba negros presagios ni amenazas: las de la noche anterior habían resultado inútiles. Su ánimo se encontraba ya devastado por las dudas y el dolor.
Me levanté sin ruido, y contemplé los cristales y los bombones desperdigados por el suelo. Una gran mancha rojiza había empapado la alfombra, y por un momento recordé vívidamente mi corazón latiendo en la mano de Balder; pero no era más que vino derramado. Me dolían los cortes, y la cabeza iniciaba una jaqueca en sordina. Pensé en envolver las copas en un papel para arrojarlas a la basura; bajé de puntillas hasta la cocina y vi las manchas de los arbustos del jardín, que se definían lentamente bajo la luz.
Regresé a la cama. Tal vez me había equivocado. Poco a poco, como un hilo de aceite sobre la arena, con la misma insidiosa persistencia, me hice a la idea de que aquél no era mi lugar. Quizás en mi afán por encajar las piezas, por abrillantar y ordenar las razones y las causas había provocado más dolor del que nunca imaginé. Chris se giró. Entre su cabello dorado, esparcido sobre la almohada muy alta, tal y como a él le gustaba, vi un par de canas que habían escapado de su escrutinio diario.
Ése fue el último día.
Esta historia ha sido contada de muchas maneras, en muchas ocasiones, pero nunca con dos fantasmas. Son dos, sin embargo, los que la originan. Ha sido abordada de muchas formas, en momentos muy distintos. Comenzaría un día de marzo, si deseáramos respetar el tiempo del reloj y el orden de los sucesos. Para Christopher no llegaría hasta años después, en un invernadero, con un té acre y la azucarera tambaleándose en un extremo de la mesa vacilante. A Clara la capturó antes, rozándola apenas, porque, al fin y al cabo, otra era su vida y otra su historia.
Mikel sí sabría el inicio, sí sería el más fiel custodio del origen que me he esforzado por reconstruir, pero lo guardó celosamente, y no dejó sino pedazos que necesitaban una mente más hábil que la mía para ser interpretados. Y tiempo. Todo el tiempo del mundo.
El que poseen los enamorados que viven fuera de sus leyes, los jubilados que ven pasar los días y los muertos.
Para mí esta historia, como casi todas, comienza en mi adolescencia. Como casi todas. Aún para las personas más grises, a las que lo extraordinario no rozó nunca, las horas luminosas, la depresión más inexplicable, los días extraños transcurren en ese tiempo; pero no es mi versión la interesante, no muestra sino confusión, manoteos de ciego, acordes inconclusos; piezas rotas. Comenzaré por tanto esta historia cuando Chris la conoció, porque él es, de todos ellos, el fragmento esencial, el que vincula.
El que cree tener la razón.
Dos días después de la fiesta de Clara recibí una nota de Christopher. Supe qué me decía antes incluso de trizar el sobre blanco, con la inicial impresa, antes de contener el aliento y separar los dedos para leerla; deseaba volver a verle con tanta intensidad que cualquier excusa digna me hubiera hecho correr a su encuentro. Si no lo hice, fue porque no la encontré.
Una breve llamada de teléfono hubiera sido más efectiva, libre de la carga sentimental del correo, pero yo no tenía teléfono en casa: cuando lo necesitaba, bajaba a la cabina cercana, y cuando querían darme un recado urgente avisaban a Clara, que se encargaba de localizarme, con esa curiosa habilidad para encontrarse con las cosas que en ella era natural.
Durante los días posteriores a la fiesta yo me paseaba por la casa con la certeza de que el tiempo estaba cercano, y de que los deseos, acallados a lo largo de los años, estiraban los dedos para alcanzar lo que yo anhelaba. Elegía ropa, y luego la desechaba, me preguntaba qué podría gustarle más, pensaba en disfrazarme de otra persona, y me tironeaba del pelo para alisarlo y para que brillara. Reconstruía cada una de las frases que habíamos dicho, buscaba interpretaciones nuevas, y sonreía al aire, como si estuviera poseída.
Quedaba atrás la especulación y los planes cuidadosamente trazados, y sentía el alivio de intuir que el sueño podía cumplirse, que el paraíso era posible, que para lograr las cosas bastaba con creer en ellas. Me había transformado de nuevo en una niña.
Christopher me mandaba llamar.
– Ven- me decía, -hay tantas cosas que debes contarme, quiero saber todo, cómo fue tu vida antes de conocerme, porque, quizás así sepa yo cómo será la mía.
Durante un momento acaricié la idea de martirizarle y no acudir, o mostrar un orgullo que no sentía, cierta distancia como compensación por los años, demasiados, en los que debí conformarme con imaginarle. Luego, rápido, el pensamiento pasó.
Hacía frío, terminaba noviembre, y pese al sol, el viento londinense era cruel. Las noches se sucedían despejadas y crudas, y la sensación que pesaba sobre todos era que jamás había existido otra cosa que no fuera el invierno, los meses eternos del frío y la escarcha, el gris en la ciudad gris; nada salvo una suave esencia de escarcha que borraba el olor a su dor de la gente en los autobuses; sudor rancio bajo los paños gruesos y las bufandas, las miradas inquietas que saltaban de una persona a otra, siempre abarrotados los autobuses, soliviantados, a la espera de algo inusual que provocara una conversación.
Ese día habíamos visto un accidente. Clara y yo. Un coche viejo, negro, con dos hombres, había rozado un autobús. Los conductores se enzarzaron en una pelea. El hombre del coche negro era joven, hindú, violento. Sin que pudieran evitarlo, golpeó al conductor del autobús dos, tres veces: no mostraba piedad, y una vez que hubo logrado tumbar al otro, le pateó con fuerza. Su compañero se acercó y golpeó también. Los viajeros, nosotras, los otros coches, miramos sorprendidos, sin miedo. Un joven que esperaba en la parada próxima corrió hacia ellos e intentó separarlos. Recibió también un puñetazo, pero logró terminar con el incidente.
Los hindúes, aún furiosos, regresaron al coche y se perdieron de vista. Media hora más tarde me encontré en otro autobús al joven que puso fin a la pelea. Yo, ya sola, le observé desde la fila número seis. No se volvió; no imaginaba que nadie le recordara. Unas ojeras azuladas le rodeaban los ojos, y en la coronilla el cabello comenzaba a ralear. Durante el momento en que impidió la pelea fue él mismo, el que siempre se había imaginado al leer las aventuras de sus libros de niño. O quizás fue otro, el que hubiera querido ser antes de que el trabajo, la rutina y las ojeras le marcaran como quien era.
Yo era yo. Eso importaba poco, porque nunca había encontrado ocasión para ser otra cosa. No sabía quién era, salvo que alguien me lo indicase, salvo que se cruzara en mi camino una personalidad lo suficientemente fuerte como para darme nombre, sentido, carácter. De otra manera, no era sino una colección de rutinas.
También ahora aguardo por quien pronuncie mi nombre. Entre los niños que acuden al colegio, que alborotan a mi alrededor, trato de hallar un aliado, alguien que por una mirada más clara, por una afición desmedida a perder la vista tras la ventana durante las clases, revele que puede comprenderme, que puede acercarse a mí sin miedo.
Mientras tanto, paso mucho tiempo en el cuarto de baño de las alumnas, no en el de las profesoras, por las que no siento interés. Me pierdo en el espejo, me busco en el espejo, añoro los momentos vividos en Londres antes de conocer a Christopher.