El papel de Chris en la serie era el del hermano del protagonista, un joven detective que viajaba por todo el mundo en la época de entreguerras resolviendo misterios relacionados con robos de joyas.
Chris aportaba el toque frívolo, un hermano vividor y generoso, pero concentrado únicamente en la botánica. No carecía de interés, e incluso en dos de los episodios él se constituía como centro absoluto, pero a Chris no le convencía.
Trataba con cortesía al primer actor, al que consideraba un payaso, pero mantenía una reserva absoluta, y esa jovialidad fingida con la que se ganaba a los que trabajaban con él.
– ¿Por qué te cae mal? -le preguntaba yo, cuando le veía mortificarse-. Parece buen chico.
– ¿Ese idiota? Después de esta serie se hundirá. Si es que no nos hundimos con ella. Se las arregla para retrasarnos a todos. Y su papel… no sabe lo que tiene entre manos.
El trabajo le convertía en otra persona. Rodaban de seis de la mañana a bien entrada la tarde, hasta que se quedaban sin luz, y durante todas esas horas él rondaba de un lado a otro, rebosando energía, animando a los que mostraban desaliento, bromeando a ratos. Pero también se desesperaba fácilmente.
– Nadie es capaz de hacer nada a derechas. Todos estos jovencitos… es imposible contar con ellos en un momento de urgencia. Salen a emborracharse hasta las tantas, y luego retrasan el rodaje. Un desperdicio de tiempo y de dinero.
– Me hubiera gustado verte a su edad.
– Nunca nadie tuvo que reprocharme nada. Lo que hacía en mi tiempo libre era asunto mío. Pero jamás aparecí con resaca cuando había que rodar.
Otras veces se escondía en cualquier rincón y memorizaba, o procuraba burlar las estrictas leyes antitabaco con otros cuantos fumadores furtivos. Entre los demás corría su fama de exigente y perfeccionista.
Yo trabé amistad con alguna de las chicas que trabajaban en la serie, una maquilladora, una estilista que me dejaba acompañarla mientras buscaba ropas y objetos que pudieran encajar en escena.
Veían el mundo desde otro escalón; lidiaban con los enfados de los directores, apaciguaban a los cámaras, que vagaban de un lado a otro, obsesionados con la luz, y consideraban a los actores como a seres engreídos, niños a los que complacer si deseaban evitar llantinas, pero a los que hacía tiempo habían renunciado a educar. Les intrigaba mucho nuestra relación. Ellas, afirmaban, no sé si del todo sinceras, jamás se arriesgarían.
– No son como los demás -decían-. Todo gira en torno a ellos. Y fingen, fingen todo el rato. Sobreactúan. ¿Cómo puedes saber si tu hombre te miente?
Sonreí, condescendiente.
– Se sabe. Yo descubriría sus mentiras.
– Algunos de ellos no saben quiénes son. Cuando cambian de película, cambian de pareja. Adoptan personalidades y se despojan de ellas con tanta facilidad que a veces, cuando me los encuentro en otro rodaje, me pregunto con quién me voy a topar, si trataré con la misma persona o con una máscara. Y las otras mujeres… me moriría de celos. Quién sabe qué palabras son las precisas para seducir a un actor…
Una de ellas me señaló levemente con la barbilla. La otra calló.
– No me refiero a Chris, claro -aclaró-. Tal vez de más joven fuera distinto, pero ahora… No le imagino… en fin. Mejor me callo. No lo voy a arreglar.
Habíamos tenido algún problema con sus admiradoras. Ya no se limitaban a las cartas con fotografías y palabras de ardiente devoción que llegaban a la casa de Londres. En Toronto una de ellas aguardaba todas las mañanas a la puerta del hotel para darle un regalito. En otra ocasión, cuando regresábamos de cenar con los guionistas y sus mujeres, él exhausto, yo un poco desencantada por lo insulso de la velada, encontramos a otra de ellas desnuda en la cama.
No pude ver si era bonita o no, sólo una mata de pelo rubio y una espalda muy blanca. Se deshizo en lágrimas, corrió a vestirse al baño, y luego se apresuró escaleras abajo, doce pisos, mientras nosotros no salíamos de nuestro asombro.
– ¿Te ocurre esto a menudo? -pregunté.
Él se sentó en la cama; parecía incrédulo.
– No.
– ¿No se habría confundido de habitación?
– Entonces no echaría a correr.
– No. Me estaba esperando.
– Déjame que llame a recepción.
El hotel negó haber facilitado ninguna llave. Cuando me desnudé, Chris estaba ya medio dormido. Me incliné sobre él y apagué la luz.
– No se lo diremos a nadie, ¿de acuerdo? -murmuró.
– De acuerdo.
Pese a todo, al día siguiente, no hubo otra broma en el rodaje, y yo sospeché que Christopher lo había contado.
– Háblame de él -me pedía, a veces, en mitad de la noche, cuando aún permanecíamos despiertos y era necesario hablar en voz muy baja.
– ¿Qué quieres que te cuente?
– Cualquier cosa. ¿Qué tal era en la cama?
Le golpeaba en el muslo.
– Cállate.
– ¿Mejor que yo?
– ¿Eso es todo lo que te interesa saber? -contestaba, y sofocaba la risa con las sábanas; me resultaba violento pensar en ese tema.
– ¿Por qué crees que se mató? -me preguntaba luego, ya en otro tono.
– No lo sé.
Durante mucho tiempo especulé sobre por qué Mikel se habría suicidado ahorcándose: no me parecía una opción preferible al dolor de la cuchilla, al resto de inexplicable vida de la decapitación, al envenenamiento por pastillas; me molestaba la fama turbia, los rumores de excitación sexual que acompañaban al ahorcamiento. Rechazaba de plano aquella insinuación: no en el limpio Balder, en el espiritual Balder de moral rígida y desprecio por las ansias terrenales.
Si Balder no hubiera sido tan estricto, no hubiera tenido tanto mérito haber resultado elegida.
Entonces yo creía que si lograba que alguien me amara, si lograba convertirme en especial para alguien, estaría salvada. Alguien nombraría mi apellido, los sonidos con los que me bautizaron, en un tono único y me rescataría del confuso caos de nombres e identidades perdidas. Ojalá pudiera librarme del remordimiento de haberle abandonado. Tal vez fuera al contrario: durante mucho tiempo creí que era él quien me había abandonado.
Cuando perdí a Balder, perdí el mundo. Perdí, por tanto, mi lugar, mi nombre. A partir de entonces, sin posibilidades de supervivencia, las palabras se hundieron, los sueños perdieron consistencia. Al no lograr ser amada por una sola persona, nunca nadie me amaría, nunca nadie me salvaría.
Al perder una sola persona, perdí el mundo. Y aún así, no era el sentimiento de pérdida lo que me atravesaba de modo más cruel. Era la culpa. La misma que ahora aún me tortura, la que me hace buscarme en el espejo cada mañana, la que me hace esconderme y abrazarme sobre la taza del inodoro, la que me mueve a envidiar los juegos de los niños, libres de pesos y de recuerdos, la culpa que ha formado una costra de tiempo y remordimiento.
– Contéstame -insistía Chris-. ¿Era mejor que yo?
– Nadie te supera, amor mío. Siento una inmensa lástima por el resto de las mujeres del mundo.
Y él sonreía, halagado, y me pedía que le contara más cosas sobre Balder.
Al cabo de los años, el recuerdo de Balder se confundió con muchas otras cosas: con el calor y los zapatos pegados al asfalto de la primavera en que le conocí, con la brumosa sensación de fingimiento, con las explicaciones que luego tramé. Era imposible rescatar a Balder de aquella maraña tejida con rabia y buenas intenciones; tampoco los demás recordaban con claridad; un joven suicida, un fantasma voluntario como él buscaba instintivamente las tinieblas, el silencio, el olvido. Como los cuerpos de las ahogadas, o los peces tras el cristal del acuario, la distancia entre él y el mundo resultaba falsamente transparente, e imposible de salvar. Romper esa cáscara polvorienta que le había congelado en una juventud y un misterio perpetuos no fue tarea fácil.