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Hablé con las personas que nos habían visto juntos, aquellas de las que aún conservaba los nombres.

Luego, con paciencia, fui tironeando de los cabos, que me llevaban a un laberinto de nombres y de lugares relacionados con Balder, insospechados, remotos: entre todos invocamos su fantasma, que se mostraba renuente a revelarse, como si sospechara que su fuerza radicaba en el misterio.

Hablé con gente que ni siquiera conocía el secreto. Mi madre me contó que durante semanas me había escondido de preguntas y había evitado discusiones.

– Parecías feliz, una niña sin problemas, preocupada por los estudios, por ganar siempre media hora más de tiempo para salir por ahí. Escondías paquetes de regaliz en los cajones, y durante semanas me pediste que comprara chicles de menta y fresa ácida. Pensábamos que fumabas a nuestras espaldas, y tu padre estaba preocupado, porque eso podía ensuciarte la voz. No comías bien, te alimentabas de naranjas y jamón cocido, y comenzaste a saltarte el vaso de leche tras el almuerzo, la merienda. Contabas mentiras, sabíamos que faltabas algunos días a clase de piano y que te pintabas la raya del ojo en el ascensor, pero comparada con la de tus hermanos, la tuya fue una adolescencia tranquila, sin disgustos ni discusiones. Y, de pronto, cuando pensamos que todo había terminado, que tu vida se hallaba encaminada sin sobresaltos, quisiste dejarlo todo. Así terminaron aquellos años.

No recordaba las dos cartas de Balder, pese a que yo no recibía entonces demasiada correspondencia, ni que mis hermanos y yo nos dijéramos una palabra más alta que otra. Mi hermano mayor, sin embargo, me habló de mi furia cada vez que se acercaba a mí, cada vez que cogía de mis chicles, y sobre todo de mis silencios y mis escapadas.

– Lloriqueabas porque no te dejaban quedarte hasta tarde, o porque no querías continuar estudiando, pero como llorabas de pequeña porque no querías bañarte o ir a casa de los abuelos. Luego era imposible sacarte de la bañera, o pedías permiso para quedarte a dormir con los primos. Siempre fue lo mismo. Sentías pereza, miedo a marcharte, yo qué sé, pero luego no deseabas regresar. Necesitabas llamar la atención, y no sabías cómo.

No reuní el valor suficiente para acercarme de nuevo a mi profesora de canto. Cuando, por casualidad, en una zapatería, me encontré con una de mis antiguas compañeras, con la que compartí cuarto tantas veces, le pregunté por ella.

Me dibujó la estampa que yo imaginaba, una vieja férreamente anclada en su prestigio, con coquetería suficiente aún como para pintarse los labios y teñirse el pelo de rubio ceniza; no hablaba nunca de mí, no se refería nunca a los alumnos que no habían continuado su carrera, o que terminaron de profesores en coros y academias.

– Yo no valía para ello -dijo de pronto, cuando me despedía ya de ella-, y además, me aparecieron nódulos. Pero tú hubieras sido buena. Tan joven, y la preferida de todos… Sólo te faltó la fuerza de voluntad.

Nunca me vio con ningún novio.

Creía que era demasiado joven.

Balder, no obstante, frecuentaba los pasillos de canto, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y en una ocasión se quedó atrapado en el ascensor decrépito. Y, si no fuera porque le sé fascinado por la casa de Belgravia, por la proximidad de Christopher y la feracidad de los arbustos no podados, hubiera jurado que habría elegido el viejo edificio para pasear y sentarse en los suelos de la eternidad.

Ewa Kwasnievska, su profesora de violonchelo, volvió a aquellos años sin dificultad: guardaba la esquela de Balder, y las postales que le había enviado desde Francia cada verano.

– Entre mis alumnos no había vagos. Mejores, peores, todos han sido buenos profesionales. Constancia. Trabajo. Balder era zurdo. Los zurdos son raros, cuesta trabajar con ellos. Sus normas son otras. No sabía decir que no, siempre sí, nunca había problemas, todo era sí, sí, sí. Qué guapo era, qué joven. Era un niño. No tenía veinte años. Hace diez meses se mató otro de mis alumnos. Tomó pastillas. Otros murieron en accidentes, dos hermanos en un coche, murió también el padre. Se pasan los años y somos supervivientes.

Encontré a su hermana Virginie en el bar de la universidad; buscaba cambio para llamar por teléfono, y ella pedía un café. Se movía con una irritante seguridad, y era obvio que los chicos se sentían fascinados por ella, con su desparpajo y la ironía que llenaba sus frases.

Vestía un traje austero y recto que apenas ocultaba un cuerpo ampliamente voluptuoso. Había engordado mucho y había adquirido tantas curvas que su atractivo resultaba demasiado obvio, casi vulgar.

No fingió ninguna sorpresa al reconocerme. Me llevó a un café cercano a beber algo; era un lugar solemne y taraceado, con cristaleras menudas en las ventanas exteriores y mesas de piernas torneadas. Virginie y yo éramos, con mucho, las más jóvenes del local.

Los camareros la conocían, pero no la trataban con la confianza cercana al flirteo a la que estábamos acostumbradas en los lugares habituales.

Nos acercaron los viajes a países extranjeros. Yo le hablé de Clara, que llevaba un par de meses fuera, y ella asintió.

– Y luego aquí… otra vez aquí… -dijo, con la mirada perdida.

Removía sin pensar el café escocés que había pedido. Llevaba un enorme sello de oro en el dedo meñique que le ocupaba toda la falange; las iniciales no eran las suyas. No hablamos de Balder. Insinuó vagamente que Marta se dedicaba a la enseñanza, y creí entrever que Silvia no vivía ya en casa.

– Es con ella con quien tienes que hablar. Si quieres saber algo…

– Quisiera saber todo.

– Ten cuidado. Algunos deseos se convierten en realidad. Sabes, por supuesto, los problemas que él tenía con las drogas. Sabes que mi padre amenazó con echarlo de casa. Sabes que nos mintió, que fingía ir a la universidad y que ni siquiera se había matriculado el segundo año.

– ¿Balder? -pregunté, estupefacta.

– Si no sabes nada de esto, quizás no quieras saber más.

Observé el perfil de Virginie.

Ella se volvió hacia mí y sonrió.

Balder envejecía en las comisuras de sus ojos, en el lento descender de sus pómulos y la línea de su mandíbula. No fui capaz de soportarlo. Pagó ella y se despidió de mí haciéndome prometer que un día quedaríamos para hablar con calma; la vi marchar con los pasos y el cabello rubio de su hermano, distinguiéndose claramente del resto de la gente.

Como Balder, no pertenecía a este tiempo. Era, físicamente, la que más se le parecía, la melena lisa y rubia, los ojos verdes más grisáceos y más claros, pero de mirada idéntica. Políglota, encantadora, con el don de la palabra y una desenvoltura fuera de lo corriente, yo colocaba a Virginie como musa y anfitriona en las fiestas importantes de las capitales del mundo. Entre la verdad y la mentira, ella optaría siempre por la mentira de un modo instintivo, del mismo modo que las abejas crean celdillas hexagonales ahorrando espacio y material.

Sin embargo, algo debió sentir tras la muerte de su hermano, algo que rompió la superficie suave y lisa que su rostro ofrecía al exterior. Esta historia databa de apenas unos años antes, y había tenido por escenario su casa, un espacio tan conocido que según ella avanzara por las habitaciones debía ver aún a Balder descruzar las piernas, levantarse del sueño y atravesarla sin verla.

Silvia, su hermana, accedió a quedar conmigo tras mucho insistir.

Fumaba un cigarrillo tras otro, y se aferraba a la silla, al borde de la mesa, como si su mundo no fuera del todo sólido.

– No sé por qué me preguntas -se escabulló- No sé qué quieres saber.

– Quiero saber por qué se mató Balder. Si tuvo algo que ver conmigo. Durante años creí que fue culpa mía; que yo le dejé caer. Ahora quiero saber tu versión.