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– No hay versiones -hablaba muy despacio, como si le costara vocalizar-. No hay más que verdad. Fue por mi causa. Por lo que él buscaba. Por…

Agité la cabeza.

– No te entiendo. ¿Tuvo algo que ver con la cocaína?

– No. No era la cocaína. No me refiero a la cocaína. ¿No me entiendes?

Poco a poco me recliné contra la silla. Nos miramos sin decir nada. Imaginé a Balder, la habitación de Balder, con la falsa ventana ojival que se empeñó en construir y dos calaveras en una estantería, y una cama sin cabecero en el centro. A Silvia, en silencio, avanzando por el pasillo. Recordé que ella le había descubierto, que había entrado en su habitación; y que nada me había parecido extraño cuando lo escuché.

– ¿Qué quieres decir? Que Balder -me interrumpí-. No te entiendo.

Ella encendió otro cigarrillo.

– Tú le conociste. Nadie se le resistía. Había decidido morir, y habíamos decidido que yo le acompañaría. Pero me dejó sola. Se mató sin ni siquiera avisarme. Cuando le encontré no pude pensar en otra cosa. Me había dejado sola, aquí, en este infierno. No quiso que le acompañara. Rompió nuestro pacto. Y sabía que yo no tendría valor para hacerlo sola. Por eso sigo aquí ahora.

Hablé también con su psicóloga, una mujer menuda, con los ojos brillantes y vivaces de una ardilla.

– Pero hace años de esto… Un chico rubio, con los ojos azules, y una profunda tristeza. Parecía un ángel, un ser puro y doliente. En las primeras visitas relataba su dolor, la incomprensión de sus padres… Yo era primeriza en este oficio; después he conocido a otros jóvenes como él. Inspiraba toda la ternura maternal contra la que nos habían advertido una y otra vez -la psicóloga también fumaba, y la ceniza caía sin tregua sobre un cenicero en forma de corazón- Se describía como una persona tímida, con miedo, mucho miedo a que sus amigos lo rechazaran. Hay que saber que un chico invariablemente crece enfrentado a su capacidad para resistir la brutalidad, los retos y competiciones entre amigos… El lema principal del reconocimiento entre hombres es “atrévete”. Por lo tanto, mi chico debía hacer lo que fuera para ser uno más; pero… era débil, sensible y miedoso. La angustia le deshacía, así que empezó a tomar sustancias que le transformaban en invencible, o en insensible -dudó- Cocaína, pastillas hurtadas en casa. Cada vez más igual que los demás, y cada vez más dependiente… Pero…Balder inclinado sobre una raya, escapando con sigilo de la habitación de sus padres, sustituyendo las anfetaminas por placebos, Balder perdido, Balder con Silvia se moría doblemente. El veneno convertía al ángel en un diablo.

Cambió de postura, y continuó hablando, sin un atisbo de duda.

– Eso fue lo que le trajo a mí, no los síntomas físicos de dependencia, ni el síndrome de abstinencia, sino el miedo a sí mismo: Tengo pánico -me dijo-, siento que no soy una figura real, temo hacerme daño, a mí, a los míos… y al resto de las personas…, continuamente miro hacia atrás y a veces veo mi imagen persiguiéndome con otro rostro, con una cara infernal… Lloraba mientras se explicaba, y aquellos ojos azules de pupilas dilatadas daban fe de que era sincero.

– ¿Y luego? -pregunté.

– Asistió a varias sesiones, pero cuando llegó el momento de asumir compromisos y trabajar en un cambio lo dejó, y no volví a verle.

Sus padres vinieron a la consulta unos meses más tarde. Su ángel les robaba, gritaba a su madre, y se había convertido en un peligro para los demás… Se había convertido en un hombre, y no sentía ya miedo por nada. A cambio dejó de ser humano, y vivía aterrado ante sí mismo. Se suicidó. No podía escapar si no era muriendo. Con los años he conocido muchos ángeles caídos, chicos y chicas; antes de instalarse en el infierno se transforman en seres egoístas e insensibles que esparcen dolor y sufrimiento por donde pasan… Será que me he hecho vieja, pero desconfío de los ángeles cuando los veo.

Puede que el mundo sea demasiado cruel y sucio para ellos, y los transforme. Vale más un humano imperfecto que un ángel que sólo sepa llorar por sí mismo…

– Eran verdes -susurré. La mujer levantó el rostro de expresión inteligente y me observó en silencio. Me aclaré la garganta-. Sus ojos. Eran verdes. No azules. Eran verdes y perfectos.

– Por lo general me gustan las personas que no son perfectas -añadió- y que no pretenden que los demás lo sean. Me basta con que de vez en cuando se reconozcan en sus defectos, sus deseos, sus sueños o sus pesadillas… eso me tranquiliza.

– Mi pesadilla era él -le dije.

– Entonces, él debes ser tú.

Inventé a Balder: imaginé, con el placer extraño de crear un nuevo ser, un frankenstein hermoso compuesto de retales, a quien debía ser mi compañero, mi igual. De la misma manera Balder me devoró, me transformó en lo que yo aún no era.

Tal vez en quien debiera haber sido en cinco, diez años. Nunca llegué a saberlo. Balder me hizo creer que yo moriría joven, y luego me arrebató mi muerte. No se lo pedí. Yo hubiera muerto por él sin dudarlo. Él hubiera muerto por cualquier causa perdida.

Mientras estuve sola en Londres, en la inmensa casa de Belgravia, durante las ausencias interminables de Chris, acariciaba la idea de viajar con él, los dos, durante meses enteros. Aquellas escapadas mentales me mantenían distraída, y actuaban de sedante.

Yo siempre había sido reacia a moverme. Incluso en los años en los que me dediqué a cantar me enfrentaba a los viajes con más sumisión que otra cosa: era una orden más, ineludible, que había que acatar. Me sentía un bote, una barca que hiciera agua y soportara una expedición, otra, otra, hasta que el casco reventara definitivamente y me quedara varada en la orilla.

Sin embargo, cuando dejé de viajar, en los años de universidad y luego, más tarde, cuando me veía obligada a permanecer en Inglaterra, soñaba con largos trayectos en tren, con escapadas al extranjero.

No me cegaba el espejismo de lo exótico: deseaba conocer los mismos lugares en los que estuve de un modo que no tuve ocasión de experimentar.

Vivo lo mismo ahora que me ancla el colegio, que no me queda más remedio que pasar aquí día tras día, presa. Intento recordar hasta qué punto me hastiaron los viajes, el incesante vaivén, pendiente de las maletas, del humor de Chris, de que supiéramos hacernos entender o no confundiéramos los horarios, pero no me es de gran ayuda.

Creo que mi obligación ahora es marchar mucho más lejos: a África, o a Asia, o a aquel Estambul de pañuelos ondulantes que vio crecer a Chris. No importa el lugar… y sin embargo, siento tal resistencia a moverme, a abandonar este colegio, estos niños, tantos anhelos de inmovilidad…

Al poco tiempo dejé de planear viajes. No tenía objeto soñar con lugares en los que ya había estado Chris, que podía describirme y en los que podía orientarse. Y él había visitado ya todos los rincones del mundo. Poco a poco, todas las ciudades se convirtieron en la misma, grandes ciudades americanas apiñadas en torno a los centros comerciales y un río mortecino, ciudades europeas con iglesias de cúpulas antiquísimas y cementerios llorando los muertos de la guerra, y hoteles, docenas de hoteles, alfombras azules, rojas o verdes, baños blancos, sábanas blancas, amables sonrisas obsequiosas, desayunos de seis a diez, lavandería en el día con tan sólo dejar en la manilla la bolsa colocada a tal objeto en el armario, maletas, ceros marcados antes de cualquier número de teléfono… Viajábamos, pero no nos movíamos. Tal vez el viaje hubiera sido posible diez, veinte años antes.

Ahora el mundo era un mismo lugar.

Cuando me asaltaba la nostalgia del color y la luz de otros cielos, me asomaba a la ventana y volaba.

El deseo se había cumplido; me había convertido en una barca con el fondo roto. En pago a mis plegarias me habían concedido la inmovilidad.