Выбрать главу

Y, esta vez de manera voluntaria, deseché la idea de dar clases hasta un mes más tarde, dos como mucho, hasta que se debilitara parte de aquel hechizo.

Entre las facturas, la propaganda y los avisos de certificados encontré dos postales de París.

Clara continuaba viva, decía, con pocas fuerzas, con mucho desaliento, pero viva, y convencida de que no debía abandonar en esta ocasión.

Que lo que fuera, lo encontraría allí. Volvería a escribir dándome una dirección.

– Creo que ya la tiene -dije, despechada, mostrándole a Chris la postal- y que no quiere dármela.

– Qué tontería. ¿Por qué iba a ocultártela? Es tu amiga.

– Porque sí. La conozco.

– Debes de ser la única. ¿Qué demonios anda buscando, de país en país, de esa manera?

Clavé las postales en el corcho de la cocina, junto a la lista de la compra y algunos dólares que debíamos cambiar. Si lo recordaba, había que comprar pan.

– Lo que yo ya tengo.

La tarde en la que Frances llegaba yo me quedé en casa mientras Chris y los abuelos iban a por ella. Luego se la llevarían una temporada a Brighton. Nos pareció lo más lógico. Nos habíamos resistido también a tocar su cuarto, demasiado infantil para una niña de ocho años, porque creíamos que se enfrentaba a suficientes imprevistos. Yo era el principal.

Mientras mataba el tiempo ojeando una revista sonó el teléfono, y yo descolgué automáticamente.

– Diga -nadie respondió, y cerré la revista, como si eso me permitiera escuchar mejor-. ¿Diga?

– Por favor -suplicó la voz, y yo escuché atentamente-, no cuelgues. Por favor. Soy Karen. Quiero hablar contigo.

– ¿De qué? -pregunté, al cabo de unos segundos, sin saber si fiarme o no.

– De cualquier cosa. De lo que quieras -me pareció que se aclaraba la voz, como si hubiera llorado-. No tengo a nadie con quien hablar.

Aguardé un momento. Esperaba que comenzara de nuevo, que me hablara de Chris, que me acusara de robarle a Frances, o que gimiera por su soledad.

– ¿Qué tiempo hace ahí? -preguntó.

Miré por la ventana.

– Ha llovido toda la semana.

– ¿Pero ahora no?

– No.

Se hizo un silencio. En la línea se escuchaba un ruido extraño, como si hubiera monedas que rodaran sobre el suelo.

– ¿Y los rosales? ¿Se conservan?

– Sí.

– No los dejes morir. No requieren demasiados cuidados. No tienen personalidad, ni se diferencian en carácter. Algunos les hablan. A mí me tranquiliza pensar que no escuchan, que simplemente crecen y son bellos.

– Están muy bonitos -dije.

– Voy a colgar -continuó ella-Hay… cosas que hacer. ¿Puedo llamarte otro día?

Yo aún miraba los rosales más allá de la ventana. Caían gotas del alero del tejado.

– Sí -dije- Llámame cuando quieras.

Frances iba bien en el colegio, hacía gala de una gran imaginación pero no era, ni mucho menos, una niña cualquiera. Las niñas normales no llevaban sus zapatos preferidos en una sombrerera de piel, ni se quedaban mirando en silencio, hora tras hora, a los adultos, como gatos, hasta que les hacía gritar con tal de romper la tensión.

Pronto se hizo evidente que Lilian no podía ocuparse de ella.

Había envejecido, y nunca había criado a una chica: las normas que imponía se remontaban a la época en la que ella misma había ido al colegio, y Frances era demasiado lista como para acatarlas. Hacía trampas, engañaba a sus abuelos, y mentía sin parpadear para salirse con la suya. No podían con ella, y Lilian se sentía culpable, e inventaba enfermedades para justificar su impotencia.

Cuando la recogimos en Brighton y la trajimos de nuevo a Londres, Christopher discutió con sus padres a voz en grito. Yo ayudaba a Frances a recoger sus cosas y le escuchaba perfectamente.

– ¡Si no os veíais capaces, podríais haberlo dicho desde un principio! ¡Ahora tenemos que domar a un caballo salvaje!

– Si tuvieras un poco de cabeza, te la hubieras llevado contigo. ¡Es tu hija! ¡Debería pasar antes que esa mujer!

– Hemos hablado ya de esto.

– ¡Hemos hablado de muchas cosas! ¡Pero tú no atiendes a razones!

Sonreí a Frances, que no me devolvió la sonrisa, y bajé a llamar a Chris.

– Baja la voz, amor mío, por favor -cuchicheé- Se os oye desde arriba.

– ¡Que nos oiga! Bastantes problemas está dando.

Como para desmentir su fama, Frances no abrió la boca en todo el viaje. Le compramos un helado para entretenerla y se quedó dormida antes de llegar a Londres. La dejamos en su cama infantil, y Chris, completamente olvidado el estallido de ira, cerró la puerta de su habitación.

– Cómo ha crecido dijo- Es increíble. Se está haciendo mayor.

Cuando me quedaba en casa con ella intentaba inventar juegos e interesarla en ellos. Nuevamente, la distancia suponía un problema.

No había niños de su edad en el vecindario, y los hijos de los amigos de Chris eran mucho menores.

Frances se había acostumbrado a tratar con adultos, y eso había deformado en parte su carácter. Se expresaba con corrección, y sabía comportarse cuando era necesario; pero conocía las debilidades de los mayores, y cuando deseaba algo se mostraba inflexible. Lloraba, se negaba a comer, o empleaba su inquietante mirada fija el tiempo que fuera necesario, con una obstinación impropia de su edad.

– ¿Qué quieres ser cuando seas mayor?

– Nada -contestaba- Ya soy mayor.

Chris consultaba con los abogados qué posibilidades existían de conseguir la custodia, y algunas veces preguntaba directamente a Frances por el tipo de vida que llevaba su madre.

– No lo sé.

– ¿Pero organiza fiestas en casa?

– No lo sé. Yo estoy dormida.

– ¿La has visto beber?

– No lo sé.

– Chris… -terciaba yo.

– ¿Te deja sola alguna vez?¿Se va de compras y te deja en casa?

– No lo sé. ¡No lo sé! -se escabullía corriendo al jardín-. ¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡No lo sé!

Chris sacudía la cabeza, y levantaba las manos al cielo.

– No lo sabe. ¡Claro que lo sabe!

– No deberías hacer eso. Si lo sabe, es obvio que no quiere decirlo.

Me miraba con infinito desprecio.

– Frances ya está de su parte. No necesito que también tú te alíes con ella.

– Eso es ruin e injusto.

– Entonces es que yo soy ruin e injusto.

Imaginé que había descubierto de nuevo las llamadas de Karen en la factura de teléfono.

– Hola -dijo la voz, ya conocida, y yo respondí.

– Hola, Karen. ¿Va todo bien?

– Sí. Supongo. Todo lo bien que puede ir. A veces pienso que si vivimos tanto, y tan miserablemente, es porque así la muerte se nos hace deseable. Cuando era más joven, me encantaba vivir. Cada día se extendía ante mí, repleto de cosas por hacer. Ahora no sé cómo hacer que el tiempo pase deprisa. Si miro atrás, debería sentirme feliz. Tengo treinta y ocho años, buena salud después de años de torturarme, una niña sana e inteligente, conseguí un nombre en mi profesión, y puedo obtenerlo de nuevo, si decido qué trabajo deseo hacer. Cierto que mis padres han muerto, y que perdí a mi marido sin saber bien por qué; eso nada ha tenido que ver conmigo. Lo he hecho lo mejor que he sabido. Pero eso no me consuela. Por lo general, siento que he fallado en alguno de los pasos que di. Cuando me reconcilio con uno, es el otro el que se debilita. ¿Estás ahí?

– Sí. Sigue, te estoy escuchando.

– No sabes lo que me has hecho.

– Yo no te he hecho nada -comencé.

– Sí, sí. Aunque no lo sepas. Aunque no quieras. No me gusta leer, no suelo ver películas. Soy una mujer simple. La gente me marca, y me afecta. Es mi única influencia. Tú no sabes hasta qué punto me has afectado.

– ¿Qué he hecho?

– Nada. Te recuerdo en el invernadero, sentada, con las manos cruzadas sobre las piernas. Me pareciste muy bonita. Te odié por eso. Le odié a él. Una niña, qué típico, qué vulgar. Una veinteañera. Me ha costado entender que Chris no se fijó en mí por mi cuerpo. Me asustaba comprobar que había algo en mí que no podía controlar y domar; y me ha dolido mucho más saber que tampoco está contigo porque eres guapa.

– No soy guapa. No como tú, al menos.

– Eso no importa. No es de lo que estamos hablando. Hablamos de amor. Cuando no estoy enamorada, estoy muerta.

– Cuando yo me enamoro, deseo morir. Es insoportable; como si me obligaran a mantenerme continuamente despierta.

– Yo sólo deseaba morir cuando follaba con Chris. ¿Estás ahí?

– Sí.

– Perdona. Olvidaba que eres una tímida flor. Perdona. Soy una bestia. ¿Te has enfadado?

– No. Karen, llevamos mucho tiempo hablando.

– Tienes razón. Te llamaré alguna otra vez. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -accedí-. Cuando quieras.

Pero no llamó más.