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– ¿Qué he hecho?

– Nada. Te recuerdo en el invernadero, sentada, con las manos cruzadas sobre las piernas. Me pareciste muy bonita. Te odié por eso. Le odié a él. Una niña, qué típico, qué vulgar. Una veinteañera. Me ha costado entender que Chris no se fijó en mí por mi cuerpo. Me asustaba comprobar que había algo en mí que no podía controlar y domar; y me ha dolido mucho más saber que tampoco está contigo porque eres guapa.

– No soy guapa. No como tú, al menos.

– Eso no importa. No es de lo que estamos hablando. Hablamos de amor. Cuando no estoy enamorada, estoy muerta.

– Cuando yo me enamoro, deseo morir. Es insoportable; como si me obligaran a mantenerme continuamente despierta.

– Yo sólo deseaba morir cuando follaba con Chris. ¿Estás ahí?

– Sí.

– Perdona. Olvidaba que eres una tímida flor. Perdona. Soy una bestia. ¿Te has enfadado?

– No. Karen, llevamos mucho tiempo hablando.

– Tienes razón. Te llamaré alguna otra vez. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -accedí-. Cuando quieras.

Pero no llamó más.

Me maravillaban aquellas mujeres con las que me cruzaba cuando iba a Londres, las que había conocido en las cenas en América, mujeres plácidas o con un extraño sentido del destino, de la vida, que sencillamente aguardaban a que el amor cuajara, como sus abuelas debieron haber esperado la transformación de la leche en queso.

Sin prisa, sin la menor urgencia, dedicadas a sus asuntos, posiblemente con dudas sobre sus sentimientos, se volcaban sobre el devenir del día, y cuando recordaban la relación, se volvían a ella, tímidamente. Estamos bien así. El tiempo dirá. Quién sabe.

Yo no las entendía. Nunca las comprendí. No compartía las dudas, el miedo al compromiso, a entregarse por entero. No formé nunca parte tampoco del ejército de mujeres vestidas y maquilladas, expertas en el arte de insinuar, de enviar men sajes invisibles desde el otro extremo del bar hasta que el hombre, hipnotizado, viniera a por ellas.

No he sabido aguardar. Mi paciencia fue siempre forzosa, un irritante modo de soportar que los acontecimientos se retrasaran. No había nada peor que la espera, nada más humillante que saberse perpetuamente elegida, perpetuamente rechazada. No aprendí lo que es la tibieza. No conocía término medio entre la indiferencia y la obsesión, entre el mareo terrible del deseo y la conciencia no menos clara de que no quedaba nada por lo que aguardar.

Ellas abrían la boca cuando les contaba cómo nos habíamos conocido Christopher y yo, y sonreían, como si eso demostrara que existían los milagros. Aunque esos milagros les ocurrieran a otras. Luego regresaban a su vida de dudas y colchones de plumas, sin más riesgos que los imprescindibles, sin más sueños que los que les prestábamos las osadas, las perseguidas por los convencimientos absurdos.

Tal vez me hubiera ido mejor siendo hombre. No lo sé. Cada mirada correspondida supuso siempre un prodigio inexplicable para mí.

No se me presentó jamás nada más antinatural, más increíble, que las casualidades. Muchas leyes debieron quedar en suspenso la primera vez que acaricié el cabello rubio de Chris. Si ciertamente nuestros actos afectan al universo, y cada decisión es un alfilerazo en la trama vital, quién sabe qué tragedias provoqué, qué desastres atraje.

Tal vez en algún otro lugar del mundo dos enamorados se preguntaran, mordiendo la almohada, qué error habían cometido para continuar separados, para que su amor fuera imposible, y yo, desnuda y enloquecida, con los dedos clavados como anzuelos en la espalda de Chris, fuera la culpable.

La primera vez que compartí cama con él, la primera que desperté a su lado, y comprendí que no había muerto, que la realidad de la noche anterior aún continuaba vigente, que éramos conscientes de ello, que no podríamos escapar, aunque quisiéramos, de aquella cama y aquellos cuerpos, el universo se cerró sobre mi mente. Ya no existiría otra cosa para mí fuera de los brazos, los ojos, la boca, las órdenes siempre exigentes, siempre apremiantes, de aquel hombre. Él era el dios del sol del verano. Y a nadie, ni siquiera a mí, le importaba quién era yo. Una mujer más, un nombre en los brazos y la memoria. Como la francesa de la que me habló cuando recordamos nuestros romances pasados.

– Ella no significó nada para mí -dijo Christopher, alarmado ante mis ojos llenos de lágrimas-. Nada en absoluto. Ocurrió hace muchísimo tiempo. ¡Dios mío! Yo ni siquiera te conocía. Fue durante el verano, hará dos años, y acababa de separarme. Alquilé un apartamento en Londres, y decidí instalarme allí unos meses, mientras me acostumbraba a la nueva marea. Mis amigos tomaban la casa cada atardecer, y a veces ni siquiera salíamos de ella. Dormíamos en el suelo del salón, comíamos porquerías, y, si nos apetecía, pasábamos la noche en blanco, viendo películas, jugando a las cartas o bebiendo hasta que al amanecer nos desplomábamos en la cama hasta la hora de comer. A mí me gustaba aquella vida, a mis amigos también; por primera vez en mucho tiempo hacía lo que me apetecía. Una semana más tarde se nos unieron Stephen y Connie. Acababan de regresar de Francia, y se trajeron una amiga consigo. La francesa no hablaba inglés y sonreía constantemente, asombrada ante lo que veía. Era rubia, menuda, amable. La llevábamos con nosotros a todas partes. Sucedió en la última de las fiestas que di. Stephen y Connie se retiraron pronto. Mis otros amigos tenían pareja. Puede que fuera porque había bebido, porque la fiesta había terminado, por esa melancolía de otoño que se nos avecinaba; no tengo ni idea de por qué. Fue ella la que me buscó. Se sentó a mi lado; comenzó a hablar. Yo estaba solo y todos mis amigos tenían novia. ¿Qué querías que hiciera? Cuando desperté al día siguiente me dolía la cabeza, y me encontraba mal, con el estómago revuelto y sucio de los excesos. La francesa había desaparecido, y yo llamé a Connie. Hablamos. Supe que tenía treinta y cinco años, y dos niños, y que estaba divorciada. El juez había dividido la casa en dos, incluso el jardín, y en una parte vivían ella y sus hijos, y en la otra su marido y su nueva compañera. Entre ellos no se trataban más que lo imprescindible. Connie creía que algo así podría convenirme con Karen… La francesa se presentó en casa aquella tarde. Yo me las arreglé para no dejarla pasar del salón y traté de explicarme. Yo no quería, mi intención no era… No sé si me entendió. Sonreía, como siempre, me tapó la boca con la mano, y se marchó. Dos días más tarde regresó a Francia. No volví a verla. Y salvo ella, no ha habido nadie más que tú. No puedes tenerlo en cuenta. No me acuerdo de ella, ni siquiera la hubiera recordado de no haber dado la conversación este giro. Yo ni siquiera te conocía.

Conducía de vuelta a casa y yo observaba de reojo su perfil.

Mientras contaba la historia me había dirigido varias ojeadas a hurtadillas, tratando de descubrir mi reacción. Mis ojos estaban fijos en la guantera, en una pequeña saltadura que revelaba el material blanco de la base. Desde que yo le conocía, Chris había evitado cuidadosamente cualquier tema que pudiera causarme dolor, que pudiera preocuparme. Huía de la realidad, de los nombres y las fechas, de todo lo que no fuera la burbuja en la que caminábamos, siempre al borde del abismo. Y era su silencio, esa certidumbre de que algo se escondía detrás, lo que me había hecho sonsacarle. Sin dejar de mirar la saltadura, comprendí bruscamente por qué la curiosidad femenina arrastraba tan mala fama.

La francesa no volvió a ser mencionada más que en alusiones picaronas, siempre en los momentos de buen humor. Pero una broma nunca es sólo una broma, y yo buscaba en su cara, como él en mí aquel día, algún indicio, algo desconocido que pudiera hacerme sospechar.

Buscaba la importancia que aquel fantasma podría tener. Así fue siempre. Yo luchaba con los fantasmas mientras los demás fingían no verlos. Christopher era invencible. Mientras el miedo no se mencionara, nada podía derrotarle.