Cuando supe de la francesa creí que la confesión se debía a los remordimientos, o al quemante re cuerdo de un amor fugaz que pudo convertirse en otra cosa. En los siguientes días esperaba más detalles, otros matices. Me veía tragando mis celos, sacrificada al bien de Chris. Llegué a enamorarme de mi papel, a resignarme de antemano a no tener nunca su cariño, robado antes de tiempo por una francesa experta en las artes del amor; me imaginaba ya casada, con mi labor de bordado en las manos, en el salón de mi casa, con los niños bañados y acostados, mientras Chris fumaba, y sus ojos se perdían en la lejanía por un momento.
– ¿En qué piensas? -preguntaría yo. Él regresaría de su mundo particular, sobresaltado.
– No, en nada.
Pero yo, con una sonrisa valerosa abriéndose paso entre mis labios, sabría, bendita intuición femenina, que pensaba en ella, que aún la amaba.
Sin embargo, nada de eso ocurrió. Chris no mencionó nunca a la francesa, ni yo volví a sacar el tema, y nada en su comportamiento, en su atención complaciente y cariñosa hacia mí, demostró que me había hablado de ella.
Francia era un lugar distinto.
En Francia las mujeres no usaban ropa interior y se marchaban de casa a los quince años. Aquella mujer podría trabajar, ¿por qué no?, en un negocio próspero, relacionado con la moda. Hablaba sin cesar por teléfono, se balanceaba en su oficina en una silla con ruedas y detenía taxis en la mitad de la calle.
Entonces, tras un día de trabajo ingrato, después de haber revisado varios patrones de prueba y mandarlos al taller, y haber soportado una bronca monumental de la jefa de sección, ella llegaba a su casa y comprobaba que el lugar de su marido continuaba vacío. La au pair, turca, o argelina, con toda probabilidad, llegaría con los niños del colegio, y entonces daría inicio al ritual de la merienda, los niños pugnando por preparársela ellos mismos y ella interesándose por el día y las clases.
Entonces aparecería el marido, besaría a los niños, y prepararía dos platos con comida precocinada.
Ella recordaría con amargura que en el tiempo en que estuvieron casados nunca vio que Etienne, o Patrick, o Jacques, cocinara nada, excepto algún desayuno los domingos, cuando los niños estaban de vacaciones.
Los viernes, y un sábado cada quince días, en el que Etienne se llevaba a los niños, ella se arreglaba y salía con una amiga a alguna discoteca. A veces también acudía sola, y se había colado en los bares de gente más joven, amparada en su aire aniñado y su pelo a lo “garçon”. De madrugada regresaba, a veces sola, a veces acompañada.
No tenía muchas esperanzas de encontrar al hombre adecuado, ni siquiera sólo a un hombre. Ya tenían cierta edad, también arrastraban un divorcio, o problemas mayores que los de ella. Además, se había acostumbrado a un cierto estilo de vida al que no pensaba renunciar.
Los hombres eran caras, cuerpos, voces más graves que la miraban con deseo, con indiferencia, o que ni siquiera la miraban. Todo era aburrido. Todo era miserable. Y su mente buscaba, buscaría, cambios y viajes, y nuevos países, y nuevas gentes.
Nunca supe cómo era, aunque mi mente se hizo una idea perfecta, casi milimétrica, de ella. Muchas veces fui yo la que me contemplaba en el espejo, la línea de las cejas y la sombra un poco oscura de los párpados, pensando en ella. Las tardes en las que Christopher y yo acudimos al cine, tardes lluviosas y grises, me permitía la debilidad de pensar en la francesa, en su figura delgada y frágil, y la comparaba conmigo. Aquella mujer, aquella mujer…
No quise saber, nunca me interesó, tan cobarde era, la vida que él llevó hasta que me conoció. Aún así yo pensaba en Chris, en las fotos que no enseñaba, con el pelo ya por los hombros, en Chris en un pub, con una bebida, posiblemente vodka. En aquella fiesta.
Sin duda no pensaba en nada, entonces, un poco atontado por el alcohol. En las sienes comenzaría el martilleo vagamente depresivo de las noches decepcionantes, la sensación de fracaso y soledad que llegaría a ser habitual. Y la francesa, con falda corta y las mejillas arreboladas de bailar, tras una mirada rápida a su alrededor, se acercó a él y sonrió. Los dos miraron hacia la pared por unos momentos, sin saber, o sin querer, iniciar una conversación. Y luego el beso de ella, sutil, un poco de soslayo. Él se volvería hacia ella, lentamente, respondiéndole sin sorprenderse demasiado. Quizás había intuido algo, alguna mirada más larga.
O tal vez no, tal vez la francesa no le había elegido previamente, sino que lo encontró solo y decidió arriesgar. Tal vez la historia fuera de otra manera, y la francesa trabajara empleándose como asistenta por horas, deshecha tras la separación y furiosa y resentida contra los hombres. Uno de los pisos que limpiaba pertenecía a un abogado soltero, que criaba una orquídea púrpura sobre la mesa del comedor.
Algunos lunes, cuando las latas de cerveza vacías delataban que el abogado no había estado solo, aparecían algunas prendas de ropa interior femenina que se habían colado por detrás de la cama. Ella las lavaba y se las quedaba. A veces, cuando el marido se retrasaba con el dinero de la casa, y los niños marchaban mal en el colegio, la ira podía más que ella y enterraba colillas y ceniza en el tiesto de la orquídea.
Tal vez en esta historia se aferró a la invitación de Connie como modo de lograr unas vacaciones baratas. Es posible que no se fijara en Chris tanto por su atractivo como porque le recordaba, en sus bravatas, a su marido. Hubo rabia en su seducción, irritación por el tiempo perdido, y más rabia aún al día siguiente, ante la torpe disculpa de Chris, viéndose entonces desnuda e indefensa con su verdadero ser y su verdadera posición al descubierto, las marcas junto a los ojos más visibles a la luz del día y la necesaria comprensión ante el hombre que rehuye un compromiso.
– Yo ni siquiera te conocía -y zanjó el tema de una vez y para siempre-. Yo ni siquiera te conocía.
Cuando encontré a Christopher lo más que pedía al mundo era un hombre que no me hiriera ni me fuera infiel. Que me aportara sentido, que me diera un nombre.
Aquella mujer, la francesa, también creía sin duda en hombres perfectos. De jovencita, haciéndose sitio entre las pomadas de piel, y dos pelucas, y discos de los 70, algunos cedidos por un hermano mayor, habría dado forma a un hombre ideal al que creyó reconocer el día de su boda, él con un traje azul marino, ella con un vestido corto con mangas de gasa. Por edad, ella casi podía haber sido mi madre.
Tendría que haberse retirado de esos placeres para hacerme sitio a mí, más joven. Era mi turno.
La imaginaba como madrastra de cuento que tramaba el mal para la joven princesa, medio celosa, medio enamorada del pretendiente. Sus engaños, el hechizo que había hecho caer sobre mi amado, lo habían desviado de mí, pero al fin, como siempre, el bien prevalecía. Él era mío, y ella, la maldita, desaparecía humillantemente perdonada o muerta por su propia culpa.
No quise imaginar a Christopher besándola, pero hubieron de cambiar caricias apasionadas en las que se volcaba su frustración, la de ambos, trasformada en una ternura insospechada que se hubiera tomado por la de dos viejos amantes.
Sólo más tarde, cuando recordaba a aquella misteriosa mujer, me obligué a pensar en la herida, a introducir dos dedos candentes y a re torcerlos hasta que me hicieran sangrar.
Dos años antes era verano, y en un apartamento que yo no llegué a conocer, Christopher dormía con una mujer. Yo me quedaba al otro lado de esa puerta, con los ojos dilatados y la garganta fría por los celos. Muy pronto, antes de que los otros se levantaran, la francesa dejó la habitación. Usó el cuarto de baño, y al pasar por la cocina agarró una manzana que fue mordiendo según caminaba. Unos trasnochadores le lanzaron piropos.
Respiró con fuerza, apenas dolida por la idea de tener que regresar a su país. Ya era de día.
– Ella no significó nada para mí. Nada en absoluto.
Nada, como las otras chicas, intuidas pero nunca mencionadas, que se agolpaban en la oscuridad desde que mi presencia (“ni siquiera te conocía”) indicó el nuevo orden orbital. A menudo, sin ninguna razón, arañaba una mano de Chris.