– ¿Qué haces?- preguntaba él, lamiendo la marca roja. Yo no contestaba. ¿Qué podía contestar?
Ahora conocía, sabía, y me resultaba imposible recuperar mi inocencia anterior. Ella, la francesa, no sabía nada de mí. Era libre de imaginar a Chris con una chica, y su rostro no sería el mío, sino posiblemente el de una muchacha de cabellos claros y aspecto sereno.
O podía, si lo deseaba, verlo solo, pensar en que entendió las palabras que ella le dijo aquella noche, después de que la puerta se cerrara, y mirar por la ventana en la distancia segura de que él haría lo mismo y pensaría en ella.
Por algún tiempo, cuando regresó, la notaron eufórica. No paraba, hizo cambiar su silla con ruedas por otra reclinable, y llegó a un acuerdo con una cuadrilla de obreros para empapelar su casa.
Poco a poco, volvió a ser la que era. Recordaba más a Chris, y con más amargura. Un par de veces comenzó una carta nostálgica, cómplice, que no envió. Llegó el invier no envuelto en frío y trajo el desencanto. Entonces se deshizo de él. Descarnó voluntariamente todo recuerdo, y apuntó comentarios irónicos a los ensueños que antes la ocupaban. Clavó agujas en la memoria para desterrar al fantasma que acudía a su lado cada anochecer, se prometió olvidarlo, y se juró no caer en el error de relacionarse con alguien que le pudiera despertar afecto.
Cuando, dos años más tarde, se cruzó en su camino otra bruja, una bruja buena, desorientada y fuerte que luchaba contra fantasmas, el hechizo se rompió y él recuperó la memoria. Recogí su fantasma.
Recogí su fantasma y me enseñó lo que sentía Chris al negar y esconder la cabeza ante los monstruos que atacaban. La maldición de odio también tomó realidad. Mi amor comenzó a entreverarse con vetas de rencor; como ella, que no pudo escribirle, perdí yo el don de decirle lo que sentí. A veces mi fantasma dormía por unos días, y parecía volver a la normalidad.
Pero luego todo, mis ironías, mi tristeza, mi risa, todo me causaba dolor.
No quedó nada de ella, salvo la dirección a la que Connie mandaba cada año una postal navideña; las señas variaron varias veces. Connie guardó un silencio imperturbable. Seguramente creía que yo desconocía la historia. La hice hablar una tarde, y ella mencionó a una francesa que la visitó en una ocasión, y luego calló de golpe. A mí me vino toda la sangre a las mejillas. El último resquicio salvador, la idea de que podía ser mentira, estalló como una bombilla caliente.
En las tardes violetas y calladas en las que no encontraba mucho que decir, pensé en ocasiones en viajar a Francia y encontrar la puerta de su casa siguiendo las señas. Yo llamaría y ella abriría secándose las manos en un paño.
Por el hueco de la puerta alcanzaría a ver un sillón orejero con un tapete de ganchillo, y una cartera de colegial tirada en el pasillo.
Entonces balbucearía una confusión y me marcharía orgullosa, viéndola tan hundida y tan pobre, tan ama de su casa y sumida en el olvido, con mi reino recuperado.
O tal vez no. Tal vez vestiría con elegancia, el aire juvenil sin abandonarla, y en el apartamento nuevo, sentado en el sofá, la esperaría su nuevo amante. Ella me miraría interrogante, un momento antes de reconocerme. Luego sonreiría, sabiéndome su igual, me franquearía la entrada y la guerra comenzaría de nuevo.
La tercera vez que la mujer que me ayudaba en casa se quejó, decidí que era hora de hablar con Frances. Jugaba fuera, en su rincón favorito, con una peonza de plástico que intentaba girar. Había sido un regalo de sus primos, un juguete de chico que le entusiasmaba.
– Frances, Audrey está muy enfadada contigo.
Decidió no hablarme. No le resultaba difícil, sólo debía seguir el giro hipnótico de la peonza, que giraba sobre sí misma, un poco más arriba, un poco más abajo.
– Te estoy hablando. Mírame.
Ella me miró de través, y fijó de nuevo la atención en la peonza.
La envié lejos de un puntapié.
– Quiero que vengas conmigo y le pidas perdón. Y que recojas el trapo, la taza y todo lo que has tirado.
– ¿Y si no qué?
– No hay si no. Es lo que vas a hacer.
De mala gana, arrastrando los pies, regresó a la cocina. Limpió lo que había tirado, pero no pidió perdón. Audrey se encogió de hombros.
– Si no enderezan a esta niña, en unos años tendrán que atarla.
– Yo no puedo hacer nada -me disculpé-. No soy su madre.
Nadie hacía nada. Karen se ocultaba tras sus preocupaciones y su vida malograda. Christopher jamás estaba en casa. Yo me negaba a cumplir con el papel de madrastra. Cada vez que Frances salía al jardín, se internaba en el bosque y dejaba miguitas de pan para que fuéramos a por ella.
– Anda -le dije- Ven conmigo. Vamos a cocinar algo para tu padre. Lo que tú quieras.
– Tortilla de patata.
– Comiste ayer tortilla de patata -pero yo ya había cedido, y sacaba de la alacena el aceite de oliva. Por un momento contemplé la botella y a Frances, que se había convertido en otra niña, que no daba problemas si se jugaba con ella. ¿Dónde habían estado los mayores cuando yo tocaba el piano, cuando aprendía a trazar claves de sol? ¿Qué sabían aquellos adultos infalibles de mi aburrimiento, de las tardes infinitas? ¿Cómo podían olvidar lo que habían vivido?-. Venga. Trae los huevos. Yo pelaré las patatas.
– ¿Cuántos? -tuvo que repetirme la pregunta.
– Seis.
Durante la cena desmenucé la tortilla con el tenedor hasta que me dio asco comerla. Dimos permiso a Frances para que viera un rato la tele antes de acostarse, y Chris tomó un poco de vino.
– Has llegado tardísimo -indiqué.
– Me he entretenido en el gimnasio. Hoy iniciaba una tabla nueva. No estoy en la forma que debiera.
– Estás estupendo.
Elevó la copa en mi honor.
– Gracias, nena. Pero aún así, necesito nuevos ejercicios.
– Quiero que pases más tiempo con Frances. Que juegues con ella, que la lleves a pasear todos los días. O que le leas un cuento. Cualquier cosa, pero que sea a diario.
– ¿A qué viene eso?
– Hoy le ha estrellado el té en la cara a Audrey.
– ¿Otra vez? Pero a ti no te da problemas…
Dejé la servilleta sobre la mesa y retiré los platos.
– Por eso quiero que pruebes a estar con ella. Si no se encariña contigo, no te servirá de nada que se la quites a Karen.
Chris se levantó y, con la copa en la mano, se acercó hasta el salón.
– Claro -accedió, al fin-. Por supuesto que sí. Es mi niña.
Durante dos días, se la llevó a todas partes. Ella le enseñó a bailar la peonza, y machacaron parte del césped con ella. Por fin escuché reír a Frances, y aunque continuaba dando guerra a la hora de acostarse, y con las comidas que no le gustaban, se la veía contenta y animada. El tercer día Chris tuvo que revisar unas pruebas y no regresó en todo el día. El cuarto día, Frances no hizo ademán de acercarse a él, y él estuvo ocupado eligiendo fotografías para su nuevo dossier. Al séptimo día, Frances regresó a San Diego.
– Ahora ya nunca hacemos nada de lo que a mí me gusta -me contó, el primer día que me la encontré llorando-. Antes íbamos a patinar, y de compras, y todos los viernes al cine. Ahora no podemos, porque según mamá, no tenemos dinero. Pero ella sigue yendo a las tiendas, de compras, y casi todas las semanas me dice que está ganando dinero, que ha encontrado un nuevo trabajo. Cuando estés con papá -me dice-, pídele que te lleve a patinar, y de compras. Que él te lleve. Pero estoy aquí y tampoco puedo.
Me la llevé al cuarto de baño y le lavé la cara. Se sonó con el papel higiénico, y tiró de la cisterna.
– ¿Qué compras cuando vas de tiendas?