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– Nada… -contestó ella.

– Si quieres, esta tarde podemos ir juntas a Londres y tomar allí el té. Yo necesito algunas cosas.

Se secó los ojos y miró al suelo.

– ¿Me darás mi propio dinero?

– Sí.

– ¿Y me lo podré gastar en lo que quiera?

– Si eres sensata…

Le di diez libras y le permití que se diera una vuelta por uno de los centros comerciales. Yo la esperaba a la salida de cada tienda. Le gustaban los vaqueros muy gastados y los vestidos de fiesta brillantes y dorados, y todo lo que llevara pedrería. No compró nada.

Cuando regresamos, me preguntó si tenía que devolverme el dinero.

– No -contesté-. Es tuyo.

Lo guardó con todo cuidado en una carterita de cuero que le había traído su padre de Nuevo México.

Llevaba allí más de doscientas libras. La escondía en la sombrerera, dentro de sus zapatos preferidos.

No pude hacer nada por Frances, tan frágil, perseguida por el miedo al abandono y la miseria.

Tampoco pude hacer nada por la niña de las margaritas, la que veía lo que las otras negaban, la realidad ante la que cerraban los ojos.

Tal vez no estuviera en mi sino ayudar a nadie. Tal vez hubieran debido ayudarme a mí, y quien debiera hacerlo no me encontró en mi lugar, siempre obsesionada, siempre preocupada por hallarme en el sitio adecuado.

Chris quedó preocupado con el comportamiento de Frances, pero enseguida le reclamaron asuntos más urgentes. Me llevó a cenar a mi restaurante preferido, un japonés discreto, y me regaló un candelabro de cristal negro de Kosta Boda.

– ¿Te das cuenta de que desde que llegó Frances no habíamos cenado solos? Qué bien has sabido llevarla. Creo que te quiere mucho.

A mi pesar, levanté las cejas.

– Creo que te quiere más a ti. Esa niña necesita más amigos. Si te la traes, le iría bien pasar una temporada con sus primos. En realidad, necesitaría un par de hermanos de los que hacerse cargo y a los que poder mangonear.

Christopher levantó vivamente la cabeza.

– Es increíble.

– ¿Qué es increíble?

– Tu intuición. Quiero que tengamos un hijo.

De pronto, hacía frío.

– No lo he dicho… -me interrumpí-. No quería sugerir nada.

– Ya lo sé. Pero piénsalo. ¿Quieres que tengamos un hijo?

Posé los palillos y junté las manos. Christopher aguardaba una respuesta, ligeramente inclinado sobre la mesa baja, mirándome de hito en hito.

– ¿Por eso tanta fiesta, la cena, el regalo?

– ¿Qué te pasa? ¿Dónde ves el problema?

En lugar de centrarme en la conversación, mi pensamiento escapaba en todas las direcciones. He comido pescado crudo, no quiero tener un hijo, no quiero, sí quiero, soso, hace frío, así al menos quedaría atado a mí para siempre, no quiero, pero él, él, él. Él quiere, yo quiero, si cedo, pero él, y entonces.

– ¿Qué te preocupa? ¿Quieres que nos casemos?

Me sobresalté, estupefacta.

– ¿Qué?

– Yo no tengo inconveniente. Si tú quieres, nos casamos -de nuevo abandonó su tono jovial, y pareció decepcionado-. ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho ahora?

– Quiero irme de aquí -supliqué, levantándome, y dejando el candelabro junto a la servilleta-. Pide la cuenta, por favor. Quiero irme a casa.

– ¿Vas a pensarte lo de tener un hijo?

– No hay nada que pensar -dije, sin mirarle-. Alguien me dijo, hace mucho tiempo, que yo no tendría hijos. Ahora sé por qué. Ahora entiendo muchas cosas. No quiero hijos.

Stephen usaba perilla desde que consiguió su primer papel, el ingenuo Frederick de “Los piratas de Penzance”, y llevaba un pendiente en la oreja derecha que le daba un vago aire de caballero renacentista. Había tenido suerte, o, según Chris, su suerte había llegado en forma de una esposa devota de su marido y con suficiente dinero y confianza en él como para permitírselo gastar.

Durante los últimos siete años gestionaba su propia compañía, y las críticas le animaban a arriesgarse cada vez más, a jugarse el cuello. Aleteaban en torno a él como grandes buitres, con la esperanza de que la próxima vez se estrellara. Posiblemente esa ocasión nunca llegara. Pese a su apariencia cordial y extrovertida, Stephen medía cada palabra y pesaba cautelosamente las acciones. La gente solía tomarle por tonto y él sonreía y les seguía el juego.

Desde que había contratado a Chris para el papel de Don Rodrigo, en “El caballero de Olmedo”, se hablaba de Stephen en casa con el respeto que se le debía a Dios. Y con los mismos conatos de rebelión. Su rostro, sin embargo, tenía más de mefistofélico que de patriarcal.

– ¿Quién es el caballero de Olmedo? -me preguntó, recostados en el sofá de su salón mientras tomábamos el primer café. Chris había llamado para disculparse: llegaría tarde. Podíamos empezar sin él. De todas maneras, me había dicho Stephen, con quien realmente quería hablar era conmigo-. O, dicho de otra manera, ¿qué ocurre en esta historia?

– No soy la más indicada… -me disculpé yo. Stephen me intimidaba. Había algo reptilino en él, una impresión de inteligencia bífida que no sabía cómo evitar-. No sé nada de teatro del Siglo de Oro, y muy poco de historia.

– Entonces, como joven que lee a un clásico en su lengua, ¿qué cuenta, según tú, esta tragedia?

– Hay dos hermanas casaderas, asediadas por enamorados. Una de ellas ya tiene galán. A la otra, Inés, la ronda el mejor amigo de ese galán, Don Rodrigo, y ella, tibiamente, se deja querer. Hasta ahí la vida normal, una aldea corriente, dos matrimonios en ciernes. Pero de pronto, aparece Don Alonso, el orgullo de Olmedo. Un hijo único adinerado, apuesto, apreciado por sus iguales, respetado por sus inferiores. Adorado, lógicamente, por las damas. No hay razón para que Inés y él no se enamoren. Comienzan a tratarse a escondidas, con ayuda de un criado y una celestina, pero eso no les basta. Don Alonso aspira a casarse. Mientras tanto, a Don Rodrigo le comen los celos. Mire donde mire, el rival le supera. En una corrida de toros presidida por el Rey, Don Alonso no sólo pica mejor: salva la vida de Don Rodrigo. La suerte está echada. Don Rodrigo no soporta la humillación y clama venganza.

Stephen sonreía y removía el café.

– ¿Qué? -pregunté.

– Nada. Me conmueve tu entusiasmo. Y clama venganza…

– Esa tarde, Don Alonso se ha entretenido en la reja con Doña Inés. Cae la noche, y contra todos los consejos se empeña en regresar a Olmedo para que sus padres, ya mayores, no den en pensar que le ha ocurrido algo mientras rejoneaba. Pero de camino, escucha una canción. Cuenta la historia del osado caballero de Olmedo, que, por desoír las advertencias, murió en el camino de Medina. Don Alonso se estremece, pero continúa avanzando. Entonces se encuentra con su propio fantasma. Y después, con el fantasma que le dará muerte: Don Rodrigo, apostado a traición, acuchilla al perfecto caballero de Olmedo. No goza demasiado de su triunfo; es descubierto, y, por orden del Rey, ahorcado. Doña Inés, como debe hacer toda dama honorable, se encierra en un convento. Si hubiera sido una gitana, o su trato con Don Alonso hubiera llegado a mayores, se hubiera arrojado al lago. Como continúa siendo doncella, se entrega a Dios.

– Quisiera llegar a comprender qué era exactamente ser honorable, qué significaba el honor en aquella época. He leído a Calderón, y todo lo que he encontrado de Lope de Vega. Y El Quijote, por supuesto; pero sigo sin entender qué demonios entendían por honor. Las damas debían ser puras, y los caballeros de genio pronto, hasta lo que yo he llegado.

– Las damas solteras se mantenían vírgenes, y las casadas, castas. Cualquier sospecha sobre su comportamiento suponía una afrenta que los hombres de la familia debían borrar.

– Pero, ¿y los hombres? ¿Dónde residía su honor? El suyo, no el de sus esposas, no el de sus posesiones.

– No lo sé -reconocí-. Creo que en la verdad. En que su palabra pudiera ser siempre tomada por la verdad. O tal vez en el valor. Sólo así demostraban quiénes eran.