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Llevaba tres meses allí para entonces; me levantaba cada mañana, trabajaba, acudía a mis clases, buscaba huecos para permitirme un capricho, un pequeño lujo que me hiciera pensar en otras realidades.

Me acostaba. Los días pasaban, y quedaban muy atrás los tiempos en los que cada mañana prometía una aventura, y no necesitaba para vivir otra cosa que la imaginación.

Entonces era niña, vivía en mi país, el futuro quedaba por cumplir. Ahora habitaba en el reino del frío, y, a menudo, me sentaba en el borde de la bañera, con los pies descalzos enterrados en la velluda alfombrilla violeta, frente al espejo, y estudiaba mi rostro hasta que los rasgos se desdibujaban y terminaba observando algo mucho más allá de mí.

Él, el hombre al que yo iba a ver, era Christopher Random. El actor Christopher Random. Eso importaba poco, porque se había convertido en demasiadas personas a lo largo de los años; había prestado su rostro, su cuerpo, incluso su voz, había contemplado ante el espejo el modo correcto de caminar o de inclinar la cabeza para resultar encantador, había vestido tantas identidades que algunos le conocían por el disfraz, por sus personajes, y no habían oído su nombre.

Aún era, para mucha gente, Balder “el blanco”.

Él, en cambio, sí sabía mi nombre, lo había escrito correctamente en el sobre, en el cariñoso saludo, y en el autobús, con los ojos clavados en la nuca del joven héroe, la nuca que pronto estaría desnuda, imaginé qué decirle, qué actitud adoptar para no decepcionarle y que no me olvidara, para que volviera a llamarme otra vez y me arrancara por tanto de las tardes grises, del pasado agobiante, de las horas de espera.

Nos habíamos conocido el domingo anterior, en casa de Clara, que acababa de regresar de su estancia en París. Clara y yo no nos veíamos desde hacía casi un año, y contaba con ella como soporte y guía cuando llegara a Londres, pero dos semanas antes de mi viaje a Inglaterra recibí una postal en la que me decía que estaba trabajando en el Louvre, que se le habían roto los zapatos y que la ciudad estaba llena de mimos y de palomas. Yo odiaba las palomas, odiaba especialmente a los mimos, y en aquellos momentos odiaba también con una intensidad fratricida a Clara.

Tres meses después, cuando yo ya conocía bien los secretos que esperaba que me desvelara, ella regresaba de nuevo a su casa y a la National Gallery. Había encontrado trabajo en ella como vigilante al poco de llegar.

En los primeros días en Londres, yo giraba en torno a la National Gallery como un perro abandonado. Pensaba que si no encontraba alumnos, o si las clases resultaban demasiado caras, podría entrar a trabajar allí, como ella.

Rondaba la sala 58, en la que los santos y santas de Crivelli parecían levitar sobre sus dedos larguísimos y sus pies inacabables, y las postales que envié por aquellas fechas se desplegaban para mostrar el mismo cuadro: “San Miguel y el diablo bermejo”.

Me gustaba también Ucello, cómo su San Jorge caballero implacable destrozaba al dragón que mantenía presa a la princesa, y cómo ella continuaba en su lugar, digna y erguida, hasta que aquella lucha hubiera terminado. La princesa de Tintoretto escapaba despavorida mientras el santo cumplía con su misión divina. La muchacha de Ucello era tan inhumana como la luz de la luna en el cuadro diurno, como la concentrada saña de San Jorge, o el irregular patrón del césped que los rodeaba. Junto a ellos el dragón, con sus ocelos de mariposa en las alas, se arrastraba por el suelo, herido, inevitablemente enternecedor.

Los expertos habían reunido, a lo largo de los años, un puñado de San Sebastianes: un Di Giovanni que sonreía, vencedor sobre el dolor y lo perecedero. Un Pollaiuolo, retorcido sobre un árbol mientras los soldados le abrían heridas en el costado y la espalda con sus flechas.

Balder.

Los vigilantes rotaban por la sala, como relojes humanos, o se detenían junto a las puertas, en los lugares de paso, especialmente alerta. Unas semanas antes, un hombre vestido de mujer había atacado un Rembrandt y había trazado sobre la pintura, con un spray amarillo, el signo de la libra. El cuadro no había sufrido demasiado, y se exponía de nuevo, porque el vigilante no había dudado en saltar sobre el gamberro, y por la celeridad de los expertos en restauración, pero la seguridad de la National Gallery había sido cuestionada duramente en todos los periódicos.

Ésa era la razón por la que habían enviado a Clara al Louvre.

Los grandes museos se mostraron de repente muy ansiosos por intercambiar vigilantes, cursos de seguridad y métodos de autodefensa.

A la hora en punto Clara llamó a mi timbre con una euforia un poco forzada.

– Ábreme. Mira qué te traigo.

Se había acordado de mí y me compró un frasquito de agua de violetas.

– Todo era caro, todo espantosamente feo. No encontré nada de cristal que pudiera gustarte, pero el frasco puede soportarse.

Siempre, desde que era una niña, pedía como regalo un objeto de cristal. Eran tan frágiles, tan peligrosos; debían protegerlos con ropa o traerlos en la mano, y yo creía que de ese modo la preocupación por mantener intacto el regalo me mantendría presente. El bote de colonia terminaba en una lágrima verde, amarrada con un poco de lacre y una cinta de seda rosa.

– Muchas gracias.

Había algo extraño en ella, una actitud nueva, una manera de mirar que no podía tener más de un año de antigüedad. Clara era bonita, y poseía unos ojos expresivos, casi siempre tristes, pero la emoción había variado: tan alejada de la aflicción de perro apaleado que le conocía, que parecían los ojos de otra persona.

– ¿Te ha gustado París?

– Menos de lo que pensaba. Pero me ha impresionado más. Mucho más de lo que creía. Además, he conocido a alguien… a un mimo.

– ¿Un mimo? -pregunté yo- ¿De los que te tiran besos si les arrojas una moneda?

Me miró, molesta.

– Tú qué sabrás… ya te contaré. ¿Has llamado a Pablo?

– No-negué yo.

– Mal hecho. A estas alturas conocerías lo que hay que conocer, y a quien hay que conocer en esta ciudad.

Le conté que ya no deseaba ser vigilante, que esperaba ganarme bien la vida como profesora, fuera de niños o de adultos. Ahora me pregunto si logré enseñar nada a mis alumnos, si en algún momento lograré transmitir nada a los niños que me encuentro en el colegio por el que ahora vivo. Si mi vida, mis conocimientos, mi memoria, todo lo que con tanto esfuerzo aprendí, habrán servido de algo en el tiempo, o se hundirán, como tantas vidas, sin huellas ni recuerdos.

– Ni siquiera sabía si seguías saliendo con él-añadí. – Y él tampoco ha dado señales de querer verme.

Clara ladeó la cabeza. Cuando escuchaba, permanecía inmóvil, casi paralizada. Todo en ella aguardaba, se mantenía a la espera, y bebía las palabras y los gestos.

Convertía a la gente en importante, por muy estúpido que fuera su discurso.

– Y no las dará. Si no te incorporas a su mundo, a su gente, nunca serás nada para él.

– No me interesa su opinión.

– A mí sí. Además, vengo para invitarte a una fiesta. De su parte -recalcó-. Pasado mañana, en casa. Te gustará. Jóvenes y más mayores, profesores de su escuela y algunos actores.

Pablo estudiaba en la Guildhall School of Music and Drama, y creían que antes de un año sería aceptado en alguna compañía de teatro. Sabía moverse, había educado su voz de barítono, y le sobraba seguridad. En los dos años que llevaba con Clara había logrado todo lo que deseaba, y cumplido cada uno de los pasos prometidos.

Los tres, como casi todos los amigos que conservábamos, éramos gente de paso. Regresarían a su país tan pronto como hubieran logrado lo que deseaban: así era también Pablo, terrenal, concreto, implacable.