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– Pero, ¿dónde ha vivido hasta ese momento Don Alonso? ¿Por qué surge de la nada, y regresa a la nada?

Sonó el timbre del portero y Stephen se levantó a abrir.

– Ése es Chris -dije.

– Vaya. Algo debe ocurrirle.

– No se ha retrasado tanto. Teniendo en cuenta su puntualidad, casi llega a tiempo.

Christopher arrojó la chaqueta sobre una mesa, tomó un mechón de mi cabello, lo besó, y palmeó enérgicamente la espalda de Stephen.

– No os vais a creer lo que me ha pasado de camino aquí. He estado a punto de matarme. En la entrada…

– Chris -le interrumpió Stephen, y empujó una taza de café hacia él-, contrólate. Tu dama y yo hablábamos de temas importantes.

Como un niño amonestado, él cogió la taza y guardó silencio.

– Entonces, ¿quién es el caballero de Olmedo? Surge de la sombra, muere por la noche. Y sobre todo -añadió, y se inclinó hacia nosotros-, ¿por qué muere?

– Bien, el Deux ex

Agitó la mano con cierto aburrimiento.

– No me sirve esa explicación. Demasiado fácil. Es un caballero perfecto: buen amante, mejor hijo, amado por el Rey, y por tanto, por Dios, apuesto y torero, galante, generoso. No aspira al cuerpo de Inés; en todo caso, a la parte menos interesante de él, su mano. Está dispuesto a plegarse a toda norma social, y no existen diferencias de clase entre él y su amada. ¿Por qué entonces muere? Hubo un caballero de Olmedo real que fue asesinado, pero eso no me basta. Yo hablo de la tragedia. Algunos autores piensan que tenía sangre judía, y que esa tara puede justificar su muerte, pero a mí no me satisface. No encuentro menciones suficientes. ¿Entonces?

Chris no parecía tan interesado como nosotros.

– Alguien tiene que morir -dijo-. En las películas bélicas muere el viejo veterano cascarrabias, o el joven cuya madre no tiene más sostén. En las de piratas, el malvado desaparece al final, tras la batalla en los arrecifes. Así funcionan estas historias, alguien muere, los que sobreviven experimentan bonitos romances…

Stephen le dedicó una mirada inescrutable.

– Daría años de vida por habitar en una mente tan despreocupada como la tuya, Chris.

Nuevamente, Chris calló.

– Usa la brujería -dije yo-. Permite que la oscuridad se filtre en la luz.

– No directamente. Y no creo que los manejos de esa celestina de segunda puedan considerarse brujería. No, hay algo más… Algo…tiene que estar relacionado con el orden. Tal vez porque es el extranjero. El que brinda el caos a un universo ordenado. Piénsalo así: todo parecía predestinado. Bien atado. Dos hermanas para dos caballeros, dos amigos. Y él, el invencible, el hijo predilecto de Dios y del Rey, viene para llevarse a la dama. Es injusto. ¿Quién puede luchar contra ello?

– Don Rodrigo -dije yo.

– Don Rodrigo se opone a ese fatum, al destino ya trazado, porque el anterior, en el que él triunfaba, era el correcto. Él es, por tanto, el auténtico héroe trágico. Sabe que pagará por ello. Como los judíos que crucificaron a Cristo. No -rectificó-. No, como Judas. Al fin y al cabo, termina ahorcado, como él. Don Alonso cae porque la perfección no puede tolerarse en un mundo ordenado. Es el cordero sacrificial. Sólo la inmolación del elegido, y el ajusticiamiento de quien lo mata permitirán que brote una nueva primavera.

– Diabulus in musica -murmuré.

Los dos me miraron.

– Diabulus in musica. El diablo en la música. El caos en el mundo. Una antigua teoría musical… la solmisación. Existía un intervalo prohibido en la música antigua, determinada distancia entre notas que había que evitar a toda costa. Se consideraba disonante. Era el hueco por el que se colaba el diablo.

Permanecimos en silencio unos momentos. Luego hablé de nuevo.

– Yo no lo creo así, Stephen. Tal vez Alonso sea el elegido, pero no el divino. Alancea toros, como San Jorge al dragón, como San Miguel al diablo, pero es a su vez atravesado por Don Rodrigo. Y mediante el fuego, no mediante el acero. Un disparo. Don Rodrigo es el caballero que mata en último lugar. Puede que a la bestia. Los avisos que recibe Don Alonso, la canción espectral, la visita del fantasma, podrían pasar perfectamente por advertencias del demonio. ¿Por qué iba Dios a alertar a los suyos del peligro mediante nigromancias y presagios? Podría enviar a San Gabriel y anunciarlo abiertamente. El diablo cuida de los suyos. Don Alonso es el fantasma. De ahí que aparezca tan repentinamente. Siempre estuvo ahí; pero no le veían.

– Pero Don Rodrigo es ajusticiado de una manera infamante.

– O no -continué-. En el norte, los adoradores del Sol y de Odín se ahorcaban ritualmente de robles y vigas. La luz y la oscuridad se enfrentan y vence la luz. Lógicamente, Alonso muere de noche: y Rodrigo de día.

De pronto callé, súbitamente muy despierta.

Balder.

Stephen, satisfecho, se levantó y estiró las piernas. Christopher callaba, y seguía la conversación sin comprometerse. Stephen pasó por detrás del sofá y posó sus manos sobre los hombros de Chris.

– Bien, después de esta charla serás un fantástico diablillo, un fabuloso Don Alonso.

– Don Rodrigo -corregí yo, sonriendo.

Christopher no miró.

– No, nena. Don Alonso. Ése es mi papel.

Callé. Tampoco le sostuve la mirada a Chris. Al cabo de media hora consideramos que debíamos irnos.

– ¿Por qué no vienes a los ensayos? -me preguntó Stephen, mientras nos despedíamos.

– No pinto nada allí -me disculpé.

– ¿Tienes algo mejor que hacer? -él mismo negó con la cabeza-. No, ¿verdad? Entonces ven.

Christopher y yo discutimos en el aparcamiento. Las voces reverberaban contra las paredes de cementos y parecían rebotar contra los coches.

– ¡Yo nunca te hablé de Don Rodrigo! -protestó él, con tanto convencimiento que de no haberle conocido, le hubiera creído-. Siempre hablamos de Don Alonso. Es el héroe. Desde un principio dejé claro que me encargaría del héroe.

– ¡Pero el auténtico héroe es Don Rodrigo! -me lamenté yo-. Siente celos, vive la humillación, ama, se deja llevar por las emociones. ¡Don Alonso, ese muñeco! Y otra cosa -recordé, de pronto-, Don Alonso no es más que un chiquillo. Con Inés siente su primer amor, e Inés no pasa de los veinte años.

Se detuvo, las llaves del coche en la mano.

– ¿Qué quieres decir? Soy un buen actor. Puedo convertirme en quien desee.

– Pero no…

Callé a tiempo. Chris no me escuchó.

– Imaginaba que ibas a reaccionar así. No te puedo decir nada.

– Puedes contarme lo que quieras. Pero, ¿no ves? ¿No lo entiendes? Don Rodrigo puede aportarte mucho más que un mero papel de galán. ¿No te parece evidente?

– No.

Me tragué las lágrimas hasta que salimos de la ciudad. Sin embargo, mientras nos dirigíamos a Belgravia, con aquellas casas ocultas tras sus madreselvas y sus cercas altas, grandes y venerables como elefantes con marfil, le hice otra pregunta.

– ¿De quién es esta casa, Chris?

Él me miro, fingiendo no comprender.

– ¿Cómo que de quién es?¿Quieres que te enseñe las escrituras? -miró por la ventana y se pasó una mano por el pelo. Suspiró-. De mi padre. Vivió aquí hasta que se casó y compraron la casa en Brighton. La puso a mi nombre cuando aún estábamos en Turquía. Temía que si encontraban cargos contra él y debía ir a la cárcel se quedaran sin nada.

– Luego no la compraste tú. Y sigue siendo él quien paga todo: la electricidad, los impuestos, el agua y a Audrey.

– Sí -dijo él, con voz gélida.

– Tú mantienes la casa de San Diego. Aquí vivimos de tus padres.

No respondió. Di vueltas en la cama durante horas. Chris, recostado contra dos almohadas, muy ahuecadas, tal y como le gustaba, me parecía otra persona. Cuando se levantó por la mañana pretendí estar dormida.