Christopher se adaptó bien al personaje, y me arrepentí de haberme opuesto con tanta dureza. No le faltaba atractivo, ni el halo lechoso que debía rodear al héroe; declamaba bien, mantenía el equilibrio. A veces resultaba un poco ampuloso, otras conmovedor. Don Rodrigo, sin embargo, no me convencía; lo habían convertido en un villano sin recovecos, sin más objeto que la venganza.
Accedí a asistir a los ensayos, en principio porque, como Stephen decía, no tenía nada mejor que hacer. Poco a poco, la fiebre fue calando en mis huesos, y me consideré tan parte de la obra como cualquiera de los actores. Un par de casualidades me convirtieron en imprescindible. Stephen había encargado ya los decorados, según el diseño de una pintora de moda, y me los enseñó por puro azar durante una de las pausas.
– Pero esto -dije yo-. es un patio andaluz. No puedes… ¡Olmedo no está en Sevilla!
Los decorados se paralizaron, y, Stephen me hizo supervisar el vestuario, la traducción e incluso los instrumentos musicales que aparecían en escena. Entre ellos habían conseguido, no sé dónde, una viola de gamba. Me acerqué a ella y la acaricié. Luego, sin que nadie me viera, regresé a mi puesto.
El dilema principal se reducía a si era necesario acercar el público a la obra, y por lo tanto, ser fiel a la esencia del texto, o la obra al público, y adaptarla en lo que fuera preciso. Yo defendía la primera opción. Stephen se acostumbró a mirarme antes de tomar cualquier decisión, y a acomodarse a lo que me escuchaba decir. Supe que eso me acarreaba la animadversión de parte de la compañía, y que ni siquiera Christopher se alegraba demasiado de mi influencia, pero no pude resistirme a mi pequeña parcela de poder. Stephen me protegía, y yo obraba a mi gusto. Al fin y al cabo, creía hacer lo correcto.
– ¿Cómo sabes tanto de escenografía? -me preguntaba-. ¿Has sido actriz? ¿Has trabajado en el sector?
Pero yo callaba.
Desde nuestra última discusión, Chris y yo hablábamos menos: comíamos apresuradamente, cenábamos con todos, y el resto del tiempo se nos iba en comentar detalles de la obra, o en mirar en silencio por la ventanilla del coche. Se reunía con los abogados, peleaba por Frances, me dejaba sola y regresaba sin avisar. Algunas noches me despertaba, o creía despertarme, e iniciábamos una lucha a rasguños y besos, con desesperación, saliva y tristeza. Luego, apaciguados, yo continuaba despierta varias horas, casi hasta que llegaba el momento de levantarse.
– ¿Os traigo algo? -pregunté.
Negaron con la cabeza. Acabábamos de comer y algunos de ellos descansaban.
Fui hasta la máquina a por otro café. Me miré fugazmente en un cristal. Tenía ojeras y estaba descolorida. Me prometí que esa tarde intentaría comer algo sano.
Chris me había seguido, y me abrazó por la espalda. Yo me sobresalté.
– ¿Estás bien? -me preguntó al oído.
– Sí. Sólo quiero un café.
– ¿Es hoy cuando tienes la consulta?
– Es hoy.
Dos días antes me había mareado en el garaje, y él no había sabido qué hacer. Me sentó en el suelo y comenzó a abanicarme.
– ¿Se te pasa? ¿Llamo a un médico?
Yo había asentido con la cabeza, y luego negado. Él me sostenía las manos.
– Nena… no estarás embarazada…
– No… no. Ya está… no he tomado café en el desayuno… No armes escándalo. Estoy bien.
Desde entonces no se apartaba de mí, y yo intentaba comer, dormir, parecer tranquila. Aún así, habíamos acordado que visitaría a un psicólogo. La desgana habitual, aquella sensación de aceite derramado sin pausa sobre la arena, paralizante, untuosa, me mantenía presa cada vez más a menudo. Sabía que Stephen y Chris habían hablado entre ellos y que estaban preocupados, y temía que notaran mi miedo, mi odio, la rabia que me invadía desde que unos días antes había hablado con Stephen.
– ¿Sigues opinando lo mismo? -me había preguntado-. ¿Que Chris encajaría mejor en Don Rodrigo?
– Mi opinión cuenta poco -dije, con cierta carga de hipocresía, porque aún saboreaba uno de mis triunfos: había logrado que Pablo, el sempiterno, el despreocupado y desleal novio de Clara no obtuviera el papel de Tello “el gracioso”, el criado de Don Alonso, pese a su relación con Stephen.
Durante días esperaría una llamada confirmando su admisión en la compañía, algo de lo que ya estaba seguro. Y por mí, podía continuar esperando.
– Yo, en cambio -añadió él-, creo que ha sido una buena elección. Tal vez sea la última ocasión en la que veamos a Chris de joven galán. Pero aún le falta madurez… madurez escénica -rectificó- para pasar a otro grado. Por eso me gusta tenerte aquí. Se comporta de otra manera. Supongo que desea impresionarte. Es más disciplinado, más metódico.
– Creí que era riguroso y metódico.
– Oh, no -dijo él, riendo-. ¿Chris? En absoluto. Demasiada energía bruta, demasiado poder de seducción. No lo ha necesitado nunca. Tal vez ahora comience a darse cuenta de ello.
– No lo sé -reconocí-. No he visto la mayor parte de sus películas.
Stephen me miró. Esbozó una sonrisa incrédula.
– No puede ser. ¿Christopher Random no te ha acorralado con sus grabaciones, no te ha exigido que le admires en cada una de las cintas? Me parece poco propio de él.
– No -dije, riendo-. En casa no hay ninguna. Imagino que las guardará en San Diego. Ni siquiera “Ragnarok”. Y me gustaría volver a verla.
– No hay problema -dijo él-. Yo tengo prácticamente todo lo de Chris. Me faltan capítulos de series y algo más, pero puedes encontrar lo mejor.
– Bien -dije- Ya me lo prestarás.
Stephen guardó silencio.
– No -dijo-. Estoy pensando que deberías verlas ahora. Te darían una idea más clara de lo que es capaz de hacer. Comprobarías cómo ha evolucionado desde que tenía veintidós años -sacó unas llaves del bolsillo-. Acércate a casa. No creo que Connie esté a estas horas. Encontrarás las cintas en la estantería del comedor, en la parte derecha.
– ¿Ahora?
Parecía, más que nunca, un jovial y avieso caballero renacentista.
– Ahora. ¿No sientes curiosidad?
Pensé en Christopher, en la ausencia de fotografías, de grabaciones, y en qué se ocultaría tras ello. Tomé las llaves, y él me cogió la mano. Las suyas estaban heladas.
– Cierra cuando te vayas.
Entré en la casa con todo el estrépito posible, con la conciencia de estar invadiendo un espacio ajeno, el territorio de otra mujer, pero nadie contestó. Dejé la chaqueta sobre el sofá. Las cintas de vídeo se alineaban, efectivamente, en la estantería, algunas firmadas y dedicadas de puño y letra de Chris. Cogí “Ragnarok” y miré la carátula. Se me paró el corazón.
Mikel. Balder.
Pero era Chris, Chris en aquella foto, mucho más joven y con una espada en la mano, y la dulce Nanna a su espalda. A toda prisa, elegí otra película. “Difícil”.
Una comedia, un papel ligero y agradecido. La cinta estaba sin rebobinar. La introduje en el vídeo y esperé un momento. Con “Ragnarok” aún en la mano, me acerqué a la cocina y busqué los vasos. Entonces me detuve. Me volví.
– Es curioso. Al menos, a mí me parece curioso.
En la pantalla Chris, un azorado y miope profesor de universidad acosado por su directora y una alumna, intentaba elegir entre las mujeres sin provocar demasiados problemas. Me dejé caer en un sillón. La mano me temblaba con tal violencia que coloqué el vaso con agua en el suelo. Luego me lancé sobre el vídeo. Saqué la cinta y, con las uñas clavadas en la palma de la mano, introduje “Ragnarok”.
– No vas a desaparecer, ¿verdad?
Nanna desaparecía, saltando y brincando entre los árboles, con sus trenzas negras a la espalda, y Balder enfermaba de amor, allá en las colinas verdes de Röyken.
– Esa mujer me devora -y Thor, comprensivo, asentía.
– Vayamos a tierras de gigantes, Balder. Encontrarás a alguna que te hará olvidarla.