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Balder negaba con la cabeza, Balder, Christopher, Christopher, Balder, y corría tras Nanna para convencerla:

– Me has envenenado, mujer. Me has convertido en un muñeco. No me pertenecen mis pensamientos, ni sé qué hago, ni qué digo. Te veo en todas partes. No puedo deshacerme del movimiento con que giras la cabeza. Me estoy volviendo loco, y no me consuela la cerveza ni el hidromiel. Necesito verte ahora. Necesito tenerte. Di que sí. Por favor. Di que sí. Tienes a un dios de rodillas.

Y ella, con lágrimas en los ojos, y yo, con los ojos secos, decía:

– Sí.

Durante horas, en otras cintas, Lancelot decía:

– Desde hace años nadie me había inspirado tanto pavor, ante nadie me había mostrado tan inseguro. Sé manejar la espada. Sé montar a caballo. No tengo miedo a un duelo. Pero ante vos, señora, mis piernas tiemblan, y me siento débil como un niño.

Y Fingal, en el camino a Gyomaendrod, afirmaba:

– ¿Quién cuenta esa historia?¿Cómo se saben esas cosas?

– Siempre se sabe lo que dijo un hombre antes de morir -le contestaba Frantanes, el cazador.

– Todos lo saben. Así somos los humanos. Suspirando porque las cosas lleguen y quejándonos luego porque al fin han llegado.

– Así somos, Frantanes -contestaba él, Chris, Balder, Fingal-. Ángeles caídos, historias incompletas, música inacabada.

Cuando le devolví las llaves a Stephen, él me miró, como buscando algo en mi semblante. Debió encontrarlo demudado.

– ¿Qué? ¿Has encontrado algo interesante?

– Sí. Gracias. He encontrado lo que buscaba.

Entonces, cuando dejé de comer, cuando me resultó imposible dormir, y ni siquiera escuchaba lo que me decían, y a duras penas soportaba mirar a Chris, decidieron que debía ver a un psicólogo. De modo que aquel día me dirigí a la dirección que me habían dado: oh, todas las garantías, un profesional de completa confianza y absoluta discreción. Partidario de la terapia cognitivo-conductual. Convertía ranas en príncipes. Fantasmas en teorías perfectamente explicables.

Me encantaría. Llegué hasta la puerta, y observé fijamente la placa. Leí varias veces el nombre sin retenerlo en la memoria. Luego me di la vuelta y caminé hasta el pub próximo para tomar otro café.

– ¿Qué tal el médico?

– Bien.

– ¿Te ha gustado?

– Un hombre amable.

– Pero sus preguntas…

– Chris, estoy muy cansada. No quiero seguir hablando de esto.

Se convirtió en un hábito. Me encaminaba hacia allí, me sentaba en el mismo pub, pedía un cappuccino y dejaba que pasara media hora, tres cuartos de hora. Luego regresaba. Era mi modo de comprar mi libertad y mi independencia, mi derecho a actuar, como los otros, de conservar mis facultades y vivir, pensar, sufrir. Ellos me miraban de reojo; comía mejor, sonreía más, y eso a ellos les bastaba. Pero yo notaba mis nervios flojos, como los de una marioneta desechada en un rincón.

Ya nadie tiraba de mis hilos, nadie se preocupaba por convencerme de que aquello no era más que una representación y de que mi papel en ella era minúsculo. Y si Christopher no era, no respondía a lo que yo había imaginado, a lo que durante años habíamos imaginado Mikel y yo, si no hacía sino moverse debido a la energía de un guión, de otras palabras, yo, marioneta de otra marioneta, no existía. Una vez más, yo no era yo.

O, mejor dicho, yo era yo: pero aquello carecía de importancia, porque no era nada sin él. El mundo, el orden, se había quebrado.

Tal vez siempre había sido así, un eterno “diabulus in musica”, y yo no había reparado en ello, ciega en divertimentos pequeños, en encontrar en las historias de amor antifaces contra la realidad. Ya nadie se preocuparía por decirme quién debía ser. Menos aún él, que tampoco era él.

Faltaba cada vez menos para el estreno, y salvo los decorados, que llegarían esa tarde, todos los detalles parecían atados. Habíamos quedado en que después de mi visita al psicólogo yo regresaría para revisar nuestro nuevo Olmedo, y que Christopher me recogería para llevarme a casa. Saqué la postal de Clara del bolso. La había recibido esa mañana, una niña en blanco y negro soplando pompas de jabón. Conocía el texto de memoria:

– Yo no vivo para nadie. Tú vives para mí. Y quiero que sea exactamente así. Vivirás para mí hasta que llegue la hora en que, no puedas vivir para nadie.

No firmaba. Me dolía el pecho, un asma repentino y feroz. Había perdido a Clara. Fuera a manos del misterioso mimo parisino, o de cualquier otro Loki que supiera deslizar a tiempo las palabras adecuadas, ya no volvería a saber nada más de ella. Y la añoré, las largas horas de charla, las complicidades y los silencios, las envidias y la sensación de no poder hacer nada, absolutamente nada, para poder ayudarnos.

Stephen me esperaba en la puerta.

– Creí que ya no vendrías.

Moví la cabeza. Logré hablar.

– Perdona. Me he despistado.

– Bien, tú dirás.

Habían llevado los decorados y parte del vestuario al bajo de un edificio que pertenecía a su mujer.

Vi platos de cerámica azul y blanca, y un pequeño pueblo enrejado, con geranios vivos y cabezones, todo en fragmentos, desmontado, a la espera de que el andamiaje le prestara sentido.

– Me parece correcto. No veo nada que… nada que chirríe. Está bien. ¿Qué opinas tú?

Él observaba los objetos a distancia.

– A mí me gusta. ¿Tienes prisa?

Miré el reloj.

– No. No tengo nada que hacer hasta que Chris pase a recogerme.

Iba al abogado. Hablaban de Frances.

– Entonces siéntate. Quiero pedirte tu opinión sobre algo. Un guión que me ha entregado Chris.

Abrí los ojos, asombrada.

– ¿Chris ha escrito un guión?¿Cuándo?

Stephen estiró las piernas y se tocó la perilla.

– Bueno, no lo ha escrito, exactamente. Me ha hablado de él. Me lo ha contado, para ser justos. Quiere protagonizarlo, por supuesto, pero aceptaría el papel de hombre maduro -se encogió de hombros-. Es una novedad. La idea me parece buena; pero quiero saber qué opinas.

Me senté en un escalón junto a él, y jugué con la correa de mi reloj.

– Es la historia de un chico en una pequeña ciudad de provincias, que quiere ser actor. El mejor actor del mundo. Haría lo que fuera por lograrlo. Entonces, traza un plan: hará un pacto con el diablo para lograrlo, a cambio de su vida. Se ahorca, y su alma pasa a la de su novia, una chica encantadora, que desde entonces será dos personas. Esta chica logra conocer al que es, en la vida real, el mejor actor del mundo. Lo seduce, se lo lleva a la cama y comienza a vampirizar también al actor. El actor logra matarla, y por fin todos descansan tranquilos.

– No puede ser -murmuré, y me pregunté por qué aún era incapaz de llorar.

– Puede resultar. Habría que introducir subtramas, por supuesto…

– ¿Cuándo te contó esto?

– Hace unos días.

– Es mi historia -logré decir-No es suya. Es mía.

Stephen continuó con su mirada reptilina fija en mí.

– ¿Qué dices?

– Me marcho -dije- No espero a Chris. Por favor, llama a un taxi. Quiero… tengo que pensar algunas cosas antes de decírtelas.

Él no me dejó levantarme.

– ¿Tienes absoluta confianza en Chris?

Asentí con la cabeza, sin mucha firmeza.

– ¿Absoluta? ¿No crees que tendría ya que estar aquí? No quiero hacerte daño, y no es mi intención ponerte nerviosa, pero ¿no ha llegado a casa tarde alguna vez con excusas extrañas, o sin excusas?

– Si quieres decir algo -dije, entrecortadamente-, dilo claramente.

– Eres lo suficientemente lista como para saber de qué te estoy hablando. Él es un vividor, un seductor nato, un inseguro. Podría tener a la mejor mujer del mundo a su lado y traicionarla con una rubia sin cerebro. Eres una chica lista. En muchos aspectos, una mujer muy notable. Débil, demasiado vulnerable, pero son fallos que se remedian con la edad. No te desperdicies con él.