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– Lo que me has contado no…no es Chris.

– No es tu Chris, quizás. Es el Chris real. Abre bien los ojos.

Me levanté y me encaminé hacia la salida. Stephen vino detrás.

Me empujó contra la puerta, cerrándola, y me acorraló. Buscó mi boca y noté por un momento su aliento en la cara. Me besó, y por un momento cedí; estaba demasiado cansada para resistirme. Tomé aliento y le di un puñetazo en el estómago.

– Cerdo -murmuré-. Cerdo. Es todo mentira. Me has estado engañando. Jugando conmigo. ¿Cómo te atreves? Estás casado. Chris confía en ti.

Él se separó de mí. Sonreía, aunque creo que con cierto esfuerzo.

– ¿Es mentira? ¿Tú crees? ¿Todo? Chris es incapaz de una idea propia… ni siquiera sus palabras son suyas. ¿Crees que te he mentido? Bien. Piensa lo que quieras. Es tu mente. Es tu hombre. Imaginé que serías más sabia en tus elecciones.

Me abrió la puerta. Con un exagerado gesto caballeresco, me invitó a marcharme.

Christopher llegó muy poco después de que yo cerrara la verja negra y me sintiera por fin a salvo. Venía eufórico: consideraba que Frances estaba ya en su poder, y si se percató de mi expresión, no dio la menor señal de ello.

– Nadie defenderá a una madre cocainómana.

– Karen no toma cocaína.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque ella me lo ha dicho.

Nunca había admitido que hablara con ella. Él me sopesó con la mirada.

– Ni se te ocurrirá decir eso en la vista.

– No diré nada en la vista.

– ¿Qué te pasa? -dijo, al fin, y se sentó conmigo. Me tomó las manos y yo permití que las estrechara-. ¿No quieres que Frances venga a vivir con nosotros?

– No.

– Es por su bien.

– Es por el tuyo. Porque deseas ganar.

– Estará bien contigo. Eres mejor madre que Karen.

– Eso no es cierto. Yo no puedo cuidar de nadie. Necesito que cuiden de mí. Quiero que alguien cuide de mí.

Me miró, extrañado.

– Yo cuido de ti -se levantó. Parecía nervioso-. Ahora tengo que marcharme. Seguiremos hablando de esto luego. Si no llego muy tarde, saldremos a cenar fuera. Arréglate. Ponte guapa.

Cogió la chaqueta. Yo le detuve.

– Chris, ¿a dónde vas?

Él se volvió a mí.

– ¿A qué viene eso?

– Contéstame.

– No tengo por qué. ¿No tienes confianza en mí?

El aceite caía, gota a gota, desde mi garganta a mi estómago, lleno de arena.

– ¿Me has sido infiel desde que vivimos juntos alguna vez, Chris?

Él pareció sorprenderse. Pareció indignarse. Y pareció sincero.

– ¡Por supuesto que no! ¡Te quiero! ¡Y si no estuvieras tan alterada, ni siquiera me preguntarías esas estupideces!

Yo fijé la vista en el suelo, y dejé que los sonidos escaparan lentamente y tomaran forma en el espacio entre los dos.

– Sabes que si me mientes, me moriría… -subí la voz-. ¡Christopher, si te marchas, no volverás a verme!

No me dejó continuar. Cerró de un portazo, sin escuchar el final

– Si te marchas, moriré.

La habitación quedó vacía, espantosamente hueca de aire y palabras. Frente a la ventana, en el lugar con más luz, precisamente para que nadie pudiera verle, habitaba un fantasma.

Balder.

Lo recuerdo. Esas horas quedaron fijadas en mi mente para siempre, grabadas con estilete y fuego.

Subí las escaleras, entré en la habitación y me dirigí al baño.

Abrí el grifo del agua caliente, y la dejé correr. Frente a las cuatro columnas sin techo de la cama se alineaban mis regalos de cristal, prismas, y copas, y jarrones.

Las arrojé al suelo. Cada una de las copas, la que poseía un mundo en verde y azul en el pie, aquella otra finlandesa, antigua, el candelabro de Kosta Boda, jaspeado en blanco y negro, incluso el centro de mesa añil en el que Audrey colocaba naranjas, y que entonces contenía bombones, se rompió en añicos. El bote que Clara me trajo de París, con un perfume que no llegué a usar. Era tan bello verlas caer; y cada uno de los prismas brillaba con un resplandor único. La sangre de aquellas copas eran los arco iris arrancados por la luz. Me corté en los pies, sin apenas sentirlo. No existía en aquel momento otra cosa que no fuera una alegría sorda, como la sensación roja en los oídos al volar y planear viajes a distantes países.

Regresé al baño y cerré el grifo. Despacio, me desnudé. Las ropas quedaron amontonadas bajo el lavabo, y por un momento fui consciente de que jamás vestiría otras, que no habría seda, ni algodón, ni el crujido sospechoso del satén sobre mis hombros. A cambio, agua.

Abrí el armario, y evité mirarme en el espejo. Luego levanté la cabeza y me despedí. Los pómulos destacaban claramente bajo las ojeras, y un pequeño corte cruzaba mi mejilla derecha, con un trazo ya coagulado. Recorrí con un dedo los rasgos que, una vez más, se desdibujaban. Me puse triste, los ojos se agrandaron, la sonrisa se apagó.

El deber, el deber aguardaba. El agua, sedosa, con el mismo crujido del raso, onduló, se ciñó a mi cuerpo. Salpicó el suelo blanco del baño.

Cuando era niña, después de la lluvia, si era afortunada, encontraba arco iris en el suelo. Los coches perdían algo de gasolina, y en el camino de las alcantarillas y las superficies pulidas de las ca rreteras serpenteaban leves arco iris de grasa y porquería, demasiado ricos en rosas y verdes, como las burbujas viciosas cargadas de jabón antes de explotar. De ese mismo modo, la sangre que brotó de mis muñecas flotó sobre el agua tibia de la bañera, y luego, con la misma lentitud, como si fuera una medusa abriéndose camino en las cercanías de la costa, como la tinta pesada y bermeja de un calamar, dejó su trazo bajo los grifos.

Quise cantar. Aún no era tiempo, aún podría detenerme un momento más, aún…

Y aquellos momentos de luz, que no fueron muchos tras la infancia. Mikel…

Neron y Popea, “Pur ti miro, pur ti godo. O, mia vita. O, mio tesoro. Liberame domine. A subitanea et improvisa morte, libera. Ab insidiis diaboli, libera. Dies illa, dies irae”… La voz, el piano, mi voz, era mi voz.

Los barcos que pasaban bajo el puente de Deusto, cuando aún se abría. El sol en el césped. La azucarera, aquella azucarera de Chris, Chris recorriendo con su lengua mi columna vertebral, yo no tomo azúcar, yo tampoco. Aitormena. Los buenos tiempos no son para siempre. Al fin y cabo, no somos más que simples seres humanos. Barearen ostean dator ekaitza. Udaberri berririk ez gurentzat.- Una vaga melodía de violonchelo. Mi madre. Mi madre. Algunas bellas frases de bellas películas.

Y luego, Balder.

El primer sol del verano. Gasolina en el agua. Prismas rotos en el suelo. Mis ojos en el espejo. El esmalte rojo de uñas. Sangre. La clave de do en primera, al fin descifrada. El concierto en el aula Paulo Vi del Vaticano, Balder, el gran Cristo de brazos como ramas bendiciendo…

Oh, la angustia.

Oh, la angustia.

La angustia es tan grande que mi vida y mi sangre fluyen a través de ella, envenenándome. Ansío encontrar a alguien que cruce por mí este puente, y que tome por mí la decisión que se me hace tan difícil. Este es el comienzo del camino, y me tortura el miedo. Estoy sola, tengo frío. Estoy tan sola.

Hace tanto frío. Soy tan pequeña, hay algo enorme que me rodea, y que me engulle, y no puedo moverme, ni siquiera parpadear. La cabeza pesa, pesan las manos, antes tan livianas. Ojalá pudiera despertar. Vagamente comprendo que en un momento inmensamente lejano, incomprensiblemente cercano, elegí dormir. Intento recordar las palabras esenciales, las que alejarían las sombras, las que me devolverían al mundo. Socorro. No quise hacerlo.

Ayuda. Tengo frío. Tengo miedo.

Mamá. Mamá. Mamá…

Chris llegó a casa horas más tarde, furioso, y arrojó nuevamente la chaqueta de cuero sobre el sofá.