Traía una botella de vino tinto, un chileno aceptable que acababan de regalarle los abogados, y sirvió dos copas. Me llamó. Entonces, mientras pensaba en dónde ir a cenar, y me llamaba de nuevo, reparó en los vasos rotos de la cocina.
– ¿Qué…?
Subió las escaleras, abrió la puerta de la habitación. Más cristales rotos. De pronto, se llevó la mano a la frente, y se tambaleó.
La copa se volcó.
– ¿Estás…? ¿Estás aquí?
Llamó de nuevo.
– ¡Nena!
Escuchó el goteo insistente de los grifos, que se derramaban sobre el suelo. Muy despacio, luego con la prisa de una sospecha urgente, se dirigió al cuarto de baño y abrió la puerta. Levanté la cabeza y sonreí débilmente, pero él no me vio. Sólo reparó en la sangre, que manchaba las baldosas y las paredes, y en mi pelo, pegajoso, un manchón enmarañado en mi nuca.
Gritó, se abalanzó sobre mí. No supo qué hacer.
– No pasa nada -murmuré-. Estoy bien. Estoy viva.
Tendió la mano hacia mi pelo, pero la retiró antes de tocarme.
Se arrodilló junto a la bañera.
– Dios mío -dijo-. Dios mío.
Se limpió las manos en los pantalones, y marcó un número en el teléfono.
– Por favor -le oí decir-. Manden a alguien cuanto antes. Mi mujer se ha suicidado. Se ha cortado las venas. A quien sea, cuanto antes.
Luego regresó a mi lado, y se arrodilló de nuevo. Era viernes.
Sin duda, los hospitales se colapsaron, desde una hora muy temprana, con llamadas de auxilio de padres desesperados con hijas borrachas, de personas destrozadas en accidentes, de niños que pugnaban por nacer antes de lo que les correspondía. Pasaron dos, tres horas, y nadie apareció.
Chris llamó de nuevo, suplicó, en la misma voz serena y extraña, tan lejana, que enviaran a alguien.
Marcó el número de Stephen.
– Llama tú, por favor. No, no vengas. No me atrevo a moverla. Sólo llama. Insiste. Dales la dirección. Que vengan cuanto antes.
Antes de que amaneciera me sacó de la bañera. Mi pelo, pesado y ocre, ondeó pesadamente, como una bandera llena de lluvia, y luego se enroscó en mi espalda. Christopher buscó dos sábanas y me envolvió en ellas. Me colocó sobre la cama, y se sentó en ella, en la parte derecha, la más próxima a la puerta.
Poco a poco el agua calaba las sábanas y se filtraba por el colchón hasta su parte, la parte viva, pero estaba demasiado cansado para reparar en ello. Sólo me miraba.
Había una hilera de medias lunas sangrientas en las palmas de mis manos. Nadie llegó. Se quedó dormido antes del amanecer.
Yo le observé. Cuando Balder apareció, arropado entre sombras, en aquel hueco extraño que era la ventana, yo aún aguardaba, despierta, en el sudario de mis sábanas.
Cerré los ojos, con la esperanza de encontrar aún un poco más de tiempo, de mantenerle alejado un momento más, pero cuando los abrí de nuevo él ya había entrado en la habitación, y flotaba recortándose contra el cielo nocturno del jardín.
– Cuidado -quise decir, porque había copas rotas en el suelo, estrellas caídas. Pero él flotaba, únicamente flotaba y me observaba.
Christopher continuaba dormido, a un brazo de distancia de mí, rubio y vivo y perfecto. Entonces, las manos gélidas de Balder buscaron mi corazón y me atravesaron el pecho. Con una sonrisa, con la expresión satisfecha de quien cobra una deuda, lo destrozó, y con el polvo rojizo que cayó sobre la alfombra se escaparon mis recuerdos, mi hombre, mi familia, Clara, los años de búsqueda, la felicidad con sabor a malvavisco, la levedad de la mañana, el anhelo de otro lugar, de otro tiempo. Los deseos imposibles.
Supe que estaba muerta. Aunque la vida transcurría ante mis ojos, entre mis manos ansiosas, ya no era mía, ya no pesaba, no poseía más consistencia que el sueño, o que el recuerdo, o que la propia presencia de Balder.
– Tengo miedo -dije.
– Llegarás a olvidarte de él -contestó él, con una expresión de desdén petrificada en su rostro-. Como del frío. Como de tantas otras cosas. Ahora sólo hay tiempo. Todo el tiempo del mundo.
– ¿Ya no me quieres? -pregunté, y no sonó como una pregunta.
– Me das miedo -replicó-. Ahora, vete. No puedes estar conmigo.
Me dejó atrás, sola. Vi amanecer, escuché las sirenas de la ambulancia que venía a por mí, y las explicaciones de Chris, Chris deshecho, con los brazos caídos y las manos inútiles.
– No podía dejarla allí, flotando en la bañera -dijo-. Sus ojos… su pelo.
Asintieron. Habían visto demasiadas ahogadas.
– No importa -dijeron, y me encerraron en un saco, y me destrozaron de la pelvis al esternón para descubrir qué me había matado.
Chris no lloró hasta mucho más tarde, intoxicado de alcohol y de nervios, anulado el ensayo y desconectado el teléfono, que no dejaba de sonar. Yo, reclinada sobre su hombro, le acariciaba el pelo, y las dos canas que habían escapado de su diario escrutinio en el espejo me dolían más que mis muñecas abiertas. Luego me marché.
Ése fue el último día.
A veces Balder me visita.
Abandona la casa de Belgravia, que ha perdido parte de su interés desde que Christopher regresó a vivir a San Diego, y se acerca a mí. A menudo los fantasmas intercambiamos visitas, breves aparicio nes, una sonrisa, estoy bien, te recuerdo, la muerte no ha logrado separarnos. Así sé que Clara sigue viva, que nadie de los míos ha abandonado aún el sendero correcto, que si mueren, serán enterrados con dignidad y honra, y reposarán bajo una losa de calma. Nosotros, los suicidas, los malditos, los que se mataron en un coche sin tiempo a reflexionar sobre la muerte, los niños perdidos, las madres que los dejaron marchar, habitamos en nuestro espacio y nuestro tiempo propio, las casas vacías, las calles oscuras, los parques con voces extrañas, los desvanes con baúles misteriosos y pasos audibles.
Balder permanece lejos del colegio, como si supiera (lo sabe) que otro fantasma lo habita, que es tierra sagrada. Lo siento pasear por fuera, cada una de sus pisadas claramente diferenciada de la anterior, hueca, cavernosa. En esos casos, yo me encierro en el cuarto de baño, me siento sobre una de las tazas con la cabeza entre las rodillas y me abrazo muy fuerte. Siento miedo, una aguja fría recorriendo mi columna vertebral, un recuerdo perpetuo de la culpa. Sé qué penas me causó mientras estuvimos vivos, mientras al menos uno de los dos permaneció vivo. No quiero ni imaginar de qué torturas es capaz ahora que los dos compartimos oscuridad y frío, ahora que los dos estamos definitivamente muertos, definitivamente vivos.
Espido Freire
Espido Freire nació en Bilbao en 1974.
Desde niña entró en contacto con el mundo musical, especialmente con la música antigua. Se licenció en Filología Inglesa por la Universidad de Deusto.
Gustavo Martín Garzo ha comparado su mundo literario con el de “las grandes novelas inglesas y norteamericanas del siglo XIX, el de las hermanas Brönte o Henry James, pero también el de la tradición artúrica, el romanticismo y los cuentos de hadas”.
“Irlanda” (Planeta, 1998), su primera novela, fue definida por la crítica como “una de las más bellas, intensas y de más deslumbrante originalidad que hemos leído en los últimos años” (Andrés Ibáñez, Revista de Libros) En 1999 publicó “Donde siempre es octubre” (Seix Barral), una literatura, en palabras de Ángel García Galiano, “sumamente perturbadora que no dejará a nadie indiferente” (Reseña).
Obtuvo el Premio Planeta 1999 con Melocotones helados, “otra vuelta de tuerca en la legítima búsqueda literaria de Espido Freire” (Rafael Conte, ABC).
Sus novelas han sido traducidas, entre otras lenguas, al francés, alemán, turco y portugués.
En el año 2000 apareció “Primer amor” (Temas de hoy), un ensayo sobre las enseñanzas de los cuentos infantiles. Recientemente ha editado el poema narrativo “Aland la blanca” (Debolsillo) y su primera novela juvenil, “La última batalla de Vincavec el Bandido” (SM).