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Desde mi llegada a Inglaterra compartía piso en Emerson Terrace con otras dos muchachas, las dos más jóvenes, las dos rubias. Nos entendíamos bien; para las chicas, yo simbolizaba que era posible llegar a la universidad y superarla.

También suponía dinero necesario para soportar el alquiler, alguien que sabía cocinar, el olor a naranjo, una sombra silenciosa en la ventana los días en que anochecía pronto.

A menudo, desde la calle, antes de subir las seis escaleras hacia nuestra casa compartida, ellas me saludaban con la mano. Yo continuaba inmóvil, y luego, cuando ya habían comenzado a caminar, levantaba el brazo y saludaba con desgana.

Venían de pueblos pequeños en las Midlands, y la ciudad amortiguaba cada vez más sus ansias de escapar y acentuaba los prejuicios aprendidos. A veces se preguntaban qué sería de ellas cuando terminaran de estudiar y regresaran, cómo podrían soportar de nuevo la vida provinciana. Otras veces, ahogadas por la gente, la indiferencia de las miradas y la añoranza, deseaban una existencia corriente, un novio en su pueblo, unas fotos de boda expuestas en el escaparate de High Street, y una tumba entre las de sus familiares.

Las niñas me recordaban una vida de adolescente que para mí ya no tendría lugar. Las muchachas eran corteses, llamaban a la puerta suavemente cuando habían comprado un pastel, o una prenda nueva, y me invitaban a fiestas, a que dictara mi opinión. Hablábamos de sus novios, que variaban casi cada fin de semana, y de sus exigencias. Gastaban increíbles cantidades de dinero en pequeñas tonterías, en horquillas de plástico, en lacas de uñas con estrellitas brillantes y purpurina de colores, en postales de cumpleaños, aunque no pudieran con ello permitirse ningún regalo más.

Algunas tardes las acompañaba de compras. Antes, cuando estaba sola, recorría alguna librería, buscaba en las calles céntricas libros de saldo y títulos nuevos que debería conocer. Hacía tiempo que ya no compraba más libros, desde el día en que descubrí que los enseñaba a los demás como ellas los frasquitos de esmalte de uñas, que ya no me servían en privado. Necesitaba ostentarlos, demostrar que sabía.

Ahora ya no gastaba el dinero en libros, sino en música, algunas veces, o en comida, naranjas, acei te, embutido, aceitunas, vino tinto, cerezas rojas y negras, alimentos del sur llenos de luz, pero continuaba mi afición; podría cerrar los ojos y guiarme, en alguna librería, solamente por la memoria.

Ahora, porque amaba los libros, los dejaba dormir y desaparecer más tarde en las baldas altas.

Los libros eran anclas, los libros me ataban e impedían que algún día mi voluntad flaqueara y pensara en regresar a Bilbao. Cada llamada de mi madre tendía el puente de vuelta, ofrecía, con tentadoras ondulaciones de sirena, un inicio nuevo en mi país. Envié una foto de mi cuarto a casa y ella se aterró.

– ¿Qué harás con tantos libros? ¿Cómo los traerás contigo? Deberías buscar a alguien a quien regalárselos… alguna biblioteca. ¿Resultará caro enviarlos aquí?

– Los necesito -me defendí-. Si no, ¿cómo pretendes que aprenda algo?

Ella creía, honestamente, que todo finalizaría con las tonterías de la juventud, que terminaría lo que fuera que había venido a hacer, y que el hogar tornaría, de nuevo, a ser lo que recordaba.

Yo sabía ya entonces que no regresaría. Con mi última maleta cerré de golpe la puerta, y me aterraba transformarme en estatua de sal si volvía la vista atrás. Un día, cuando no lo esperaba, descubrí que Londres era mi sitio; lo descubrí después de jurar durante varios meses, en pubs y reuniones de amigos, en charlas con mis compañeras y cartas a casa, que no regresaría.

Sin violencia, sin movimientos bruscos para hacerse un hueco, sin los gestos dramáticos que ansiaba, me percaté de pronto de que sentía lo que venía diciendo con violencia, con gestos bruscos, con ademanes dramáticos: las mismas frases que me esforzaba por representar se habían convertido en realidad. De pronto mi país, mi familia, no inspiraron más que una ligera melancolía, la sensación de una pierna amputada, los nervios débiles y desorientados. Entonces, definitivamente extranjera, dejé de comprar libros.

No podría imaginar que traicionaría mi decisión y que no sólo regresaría, sino que terminaría aquí, a veinte kilómetros del lugar en que nací, como un fantasma, vagando por un colegio en un pueblo pequeño, buscando refugio en los cuartos de baño y vigilando los juegos de los niños. Cuando supe que podría quedarme, que nadie reclamaba este colegio ni este lugar, no lo dudé. Tampoco me alegré.

Cambian tanto las cosas cuando las experiencias nos han dejado huecos, cuando la vida pasada se atisba a distancia, un retal en una colcha vieja, que me pareció el final preciso; el que debía aguardarme.

Aquí vine, tomé el puesto que me correspondía. Y aquí continuaré hasta que algo, el cansancio, o uno de los innumerables tipos de muerte que acechan a las almas como la mía termine con mis fuerzas.

Creo que a aquellas muchachas la extranjera, yo, aquella extraña en el fondo del espejo, les infundía también, la ternura plácida de las hermanas mayores. En las tardes en las que me recluía en mi cuarto o tenía algún alumno, la casa adivinaba una hostilidad difusa, la incomodidad y el silencio que surgen cuando un extraño habita bajo los techos. Como si lloviera.

La madera del pasillo crujía un poco bajo la gastada moqueta, sin que nadie la pisara, y los ruidos se magnificaban, inmensos en la breve distancia entre las habitaciones.

Cuando el alumno se iba me acercaba a la cocina, y las chicas, a veces sólo una, me observaban calentar agua para el té. En mí, que aún no sonreía, que permanecía concentrada, la frente fruncida, las uñas clavadas en la palma de la mano, aparecía entonces otro ramal de camino, una oportunidad de vida que aleteaba frente a la otra chica, la más joven, antes de ser desechada y hundirse de nuevo en el crujido del pasillo.

Mientras llamaba al taxi, me di cuenta de que había olvidado el número de la casa. Busqué en el bolso, maldije mi imprevisión, y al final me arriesgué a darle un número al azar al taxista.

– El siete -recordé de pronto-. El siete.

Luego fijé los ojos en mis manos, en el pliegue recién planchado de la falda corta, en la alfombrilla del coche, su puerta, el suelo de nuevo, el escorzo de una verja negra, un sendero de arena entre la hierba. El taxi marchó, la verja rechinó al cerrarse tras él. Escuché voces, la hierba húmeda, alguna hoja seca prendida en ella, arena en los zapatos, el corazón que latía, la voz tan conocida cada vez más cercana. Entonces levanté la mirada, mi cabeza continuó baja, levanté la mirada y estaba él.

Me tendió la mano, fue el primero en imponer esa distancia, me la estrechó y me guió unos pasos por delante, hasta una sala cubierta en el jardín. El calor brotaba como de una sauna; había visto en más ocasiones esas construcciones de cristal, remates en salones abiertos, la única solución para disfrutar de la vista en una latitud en la que llovía con parsimonia.

Esta estancia (nos sentamos, me preguntó si deseaba algo, té, café, había conseguido un café africano excelente, keniata, coincidimos en no tomar azúcar) era, sin embargo, un auténtico invernadero: dos alacenas ocupaban el lugar de los estantes con herramientas, y los tiestos y sus soportes colgaban aún en algunos lugares. Había sido en su momento el reino de Karen, su ex mujer, que buscaba en las semillas nuevas y los tiestos de terracota la redención de años de cocaína y aburrimiento. Por lo demás, la sala se completaba con un piano con dos palmatorias de latón, varios muebles de bambú, y una granja de hormigas vacía en el suelo, con la arena desparramada alrededor.

– Perdona el desorden. Hace una semana que he regresado, y no… en fin. Demasiados cambios en poco tiempo.

Christopher Random retiró el azucarero, yo me senté de espaldas a la casa, y vi hierba, árboles crecidos, el sendero de arena que conducía hasta la puerta, los setos recién podados que ocultaban la verja negra. El nerviosismo no había cedido. No obstante bebí, obediente, de la taza adornada con una pulcra cenefa dorada y azul, y esperé, obediente, a que a Random se le ocurriera algo que decir.