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– No me atrevía ni a tragar saliva -me confesó, meses más tarde-, y temía que mi voz temblara.

Durante el primer cuarto de hora me apoyé en todos los muebles del invernadero, porque no me sentía seguro de mis fuerzas. Desde hacía años, desde mucho antes de casarme, nadie me había inspirado tanto miedo, ante nadie me había mostrado tan inseguro.

Mentía. No buscó ningún apoyo, entró y salió del cuarto con soltura, sirvió café para él, té para mí, con pulso perfectamente firme, y me mantuvo la mirada en todo momento. No parecía tenso, aunque tal vez fingiera. Yo entonces no podía saberlo.

No sé qué era lo que contemplaba en la oscuridad de mi cuarto cuando dejaba que los minutos me embebieran como una esponja. No me gustaba aquel piso porque las cosas no parecían adoptar nunca un aire definitivo, la ropa saltaba de las barras en las que la colgaba y mis dos sombreros, una concesión coqueta a un país con lluvia, se arrugaban al chocar con los cajones.

Me veía sin fuerzas para cambiar nada. Era presa de la asfixiante desgana que a veces me sobrevenía y me empapaba y me inmovilizaba como chicle. Buscaba excusas para no hacer la cama, y a menudo utilizaba para el desayuno los vasos que me habían servido para atenuar la sed de las horas de la tarde.

A veces curioseaba, con las luces apagadas, en las ventanas de los vecinos. Las calles eran estrechas, y en las horas tempranas, cuando aún no se cuidaban de correr las cortinas, descubría pedazos de otros mundos. Hombres rechonchos, medio inválidos, asomados a la ventana, jóvenes escuálidos con piezas de metal en la ceja y en la nariz absortos frente a los dibujos animados, niños que lloraban y madres que bebían todas las noches dos copas de vino australiano.

La vida resultaba tan insoportable fuera de mi ventana como dentro, y cada cual empleaba las excu sas que conocía, que le habían sido transmitidas; no les quedaba poder, ni India, ni caballeros británicos. No había manera de encontrar nuevas tierras por explorar, ni salvajes que civilizar. Sólo les restaba su idioma, la única dictadura aún impuesta al mundo. En el resto de los campos se escudaban en tambaleantes costumbres y hábitos recién inventados.

A determinada hora de la tarde una de las chicas llegaba a casa con su novio, y les escuchaba, taconeo, discusión airada, quejido del sofá cama al extenderse, gemidos ahogados, nueva protesta del sofá al regresar a su ser, palabras cariñosas susurradas.

Si me lo hubieran gritado a la cara, no hubieran hecho más patente mi soledad. En otras ocasiones no hacía nada, no escuchaba nada; miraba el reflejo en el cristal, como a veces me veía invertida en el espejo. Me gustaba mantenerme triste, mi mentón bajaba un poco, los ojos se agrandaban, y me transformaba en algo lejano, algo que habitaba un lugar que no era el cristal, ni la calle al otro lado.

En el parque de arena jugaba una niña vestida de rosa, la dueña del formicario. Su vestido casaba mal con las trenzas claras, falseaba su edad, su color de piel. Con un palito trazaba líneas en el suelo. Era Frances, la hija de Chris, pero aún así él la señaló con la cabeza, y anunció, con rara gravedad:

– Frances, mi hija.

No se le parecía; tampoco, por lo que pude apreciar, recordaba a su madre, una beldad dorada y de pómulos acusados. Descolorida, larguirucha, con los brazos exagerados, quizás la adolescencia la reconciliara con un mundo exigente con la belleza y los rasgos correctos, pero a sus ocho años la riña permanecía en la memoria como un accidente, una suma de dedos, y pies, y narices que se habían transmitido en el tiempo.

O tal vez había calcado con esmero los rasgos de una sola abuela, de una mujer perdida en el tiempo, de alguien que vivió en otro lugar del mundo. Jugaba con la arena, luego amontonaba hojas, no dirigió la vista ni una sola vez hacia su padre; continuaría así hasta que la llamaran para cenar. Christopher la observó en silencio. Luego concluyó:

– No se parece a mí.

Algunas noches la imagen de la niña de Chris me hacía pensar, mientras me bañaba, el espejo a la altura de mis ojos, que no había en mí un solo rasgo original. Sabía, muchas veces me lo habían dicho, que imitaba a mi madre al hablar, no ignoraba que mis gestos no me pertenecían, que quizás hubiera creado algún movimiento privado pero copiado siempre de alguna diva de ópera, de una amiga más elegante, de una profesora admirada.

Frances mostraba inicios de coquetería, se pintaba los labios a escondidas, repasaba las fotografías de sus padres, exigía las trenzas todos los días, excepto los domingos, en que peinaba las ondas para enseñárselas a su padre. Aún le quedaban por delante horas de espejo, de impostar gestos, de quejas por tener los ojos juntos, o el pelo liso, un continuo intento por convertirse en otra persona, la niña que realmente habitaba en el espejo. Y luego, y yo había alcanzado ya ese punto, la tarea inversa, desnudarse, permanecer inmóvil, recuperar los rasgos originales, espiar, y el movimiento de rabia ante la sonrisa de mamá, la sonrisa que se quiso hacer tan propia, la sonrisa de mamá.

Hubo un gemelo de Christopher en aquella historia que yo aún no le había desvelado, alguien que copió de manera irrevocable su modo de sonreír, la forma en que se apartaba el mechón rubio de la frente, la sombra que se extendía por su rostro cuando entornaba los ojos: Mikel. Hubiera sido interesante saber a quién copiaba Christopher. Qué era, ya por entonces, Christopher.

Pero mientras tanto, ajena a todo, la niña corría por el jardín; llevaba unas alas de cartón en la mano, y luego, con una contorsión, las enganchó a unas cuerdas que le cruzaban la espalda. Entonces caminó solemnemente, las manos juntas, la cabeza reclinada en una actitud serena.

– Actúa en una función para Navidad -explicó Chris, que aún me observaba, con la barbilla apoyada sobre su mano-, y se ha traído las alas desde San Diego para ensayar con ellas.

Asentí. De pronto pensé en la madre de Chris, de la que no sabía nada, en que nunca tuvo hermanas.

Recordé a Balder, y a las suyas.

Pensé que su hija era la única mujer que le estaba prohibida en el mundo. Se lo dije. Él no pareció confundido, sonrió, ni siquiera se volvió a mirar a la niña, adoptó la expresión de autoridad, el tono del héroe que luego le escucharía tantas veces.

– La única a la que tengo la obligación de proteger. A la que no debo defraudar. ¿Tienes hijos? ¿O sobrinos? ¿Sabes qué responsabilidad implica eso?

Me encogí de hombros y negué.

Él sonrió y se recostó en el sillón.

– Pareces una chica en su primera cita. No eres la misma del otro día. Te ha cambiado la mirada. ¿Qué te pasa?

– Nada -dije yo, y era verdad.

– Estás nerviosa. Mírate, tienes los nudillos blancos.

– Mi responsabilidad es mi historia.

– Entonces, cuéntamela.

¿Qué había que contar? ¿Qué era tan importante como para haberme marcado con hierro candente, como para haber impulsado a Clara a extender sus redes de araña (un profesor de Pablo amigo de Christopher, una fiesta, insinuaciones, suerte y paciencia), qué se había orquestado con tal precisión como para permitirnos acabar allí?

De pronto todo pareció insignificante. Podría haber dicho -Te amo-. Podría haber dicho -Te amamos, te amábamos tanto, y ahora eres real. Ahora puedes herir y defraudar, no quiero conocerte. No quiero que seas-. A cambio, le conté lo que deseaba saber.

– ¿”Ragnarok”? -preguntó él.

Yo asentí.

– Balder “el blanco”… -continuó-. No creo que jamás me libre de él.

Habíamos terminado el café.

Aún así, cogió la taza y sorbió las últimas gotas.

– ¿Sabes qué significa “Ragnarok”? -me preguntó.