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– Entonces, hasta la próxima -me dijo Christopher, cuando llegó el taxi, ya en la verja.

– Eso es -asentí yo.

– No vas a desaparecer, ¿verdad? Al menos, avisarás antes de marcharte.

– No me marcharé -contesté, a través de la ventanilla-. No hay ningún sitio mejor al que irse.

No fue ese día, ni al siguiente, pero el veneno había pasado ya a la sangre de Christopher, y no tardó en hacer efecto. Volvió a escribirme, y yo tardé en contestar.

– Será mejor que quedemos ya ahora para la próxima vez -me pidió, cuando nos vimos- No entiendo cómo puedes vivir sin teléfono.

– No lo necesito -contesté, riéndome.

– Pero yo sí.

No nos rozábamos, tan sólo la mano tendida al vernos, la mano tendida al despedirnos. No volvimos a mencionar a Balder, sólo temas comunes, el examen de rigor al que sometemos a una persona que nos ha deslumbrado: las comidas que odiábamos o frente a las que nos conmovíamos, nuestros lugares predilectos en Londres y fuera de él, los cantantes que cantaban en nuestra clave.

– Es curioso -decía a veces, y se negaba a explicarme por qué-. Es curioso.

Nunca reservaba mesa, y a menudo peregrinábamos de un restaurante a otro, hasta que alguno de los de su lista le convencía. Y a menudo, las citas se alargaban y terminaban cuando el restaurante cerraba, y nosotros caminábamos con calma hacia la salida, perezosos ante la idea de despedirnos.

– Es curioso -repetía él-. Al menos, a mí me parece curioso.

Las coincidencias del pasado, saludadas como grandes descubrimientos, como piedras colocadas en el camino, suavizaban las aristas de nuestros caracteres y pulían la diferencia de idiomas.

En la tercera o cuarta cita me llevó a Emerson Terrace en su coche, y yo me avergoncé vagamente de mi calle sin cortinas, de los viejos con nietos aficionados a los dibujos animados y camas crujientes tras los muros endebles.

– ¿Me dejas subir un momento? -preguntó.

Yo le observé. No había segundas intenciones en su voz. Aún así, él explicó:

– Me cuesta imaginar dónde vives.

Abrí la puerta con cuidado, aunque imaginé que ninguna de las dos chicas habrían llegado aún, y le mostré lo que había que ver. Mi habitación, con su barra para la ropa y unas cuantas estanterías llenas de diccionarios y gramáticas, y la mesa en la que daba clase a mis alumnos. El baño, alfombrado, con su esterilla violeta, y la cocina diminuta. Toda la calle, todos los que vivíamos en ella flotábamos en el aire, a un paso de la pobreza. Para aislar mi cuarto de los ruidos del vecino, yo había pegado docenas de hueveras en la pared. Mi idea inicial era pintarlas de colores alegres, pero no había tenido ánimos, ni tiempo. A él le pareció divertido.

– Al menos, si te ves obligada a vivir en una caja de cartón, habrás tenido un entrenamiento previo -al ver mi expresión dejó de sonreír, avergonzado-. Te he ofendido -dijo.

– No -mentí, y luego traté de excusarme-. No es fácil. No me ha resultado fácil… Si al menos hubiera nacido aquí… El idioma nos encierra en una jaula. Y no tengo amigos. Únicamente Clara, y vive sus propios problemas. El resto son gente que ha coincidido conmigo, con la que me veo de vez en cuando, para tomar fuerzas y convencernos de que no nos hemos equivocado de lugar, de que nos encontramos en el sitio correcto.

– Perdóname.

– No hay nada que perdonar -repliqué-. Podría vivir en mi casa ahora, en Bilbao, protegida y envuelta en algodones. Ser la de siempre, la que los demás esperan. Responder a las palabras que me dirigen, y a los actos a los que me empujan. He elegido la otra opción. Estoy en el lugar adecuado para comenzar a ser otra persona.

– Das mucha importancia a las elecciones; y a encontrar tu lugar -dijo, mientras le acompañaba escaleras abajo.

Me detuve para palpar la luz en la pared. La bombilla se encendió.

– No hay nada más importante en el mundo.

Al día siguiente le llamé para preguntarle si le era igual que nos viéramos dos horas más tarde; uno de mis alumnos me había pedido más atención. Por Navidades se marchaba una semana a la Costa Brava, y quería unas cuantas clases intensivas, para al menos poder entenderse en las tiendas.

– Si te viene bien a las nueve…

Christopher no me dejó hablar.

– Me has envenenado -dijo-. Me estás convirtiendo en otra persona. No me pertenecen mis pensamientos, no sé qué hago, ni qué digo. Te veo una y otra vez en esa casa, recostada sobre la moqueta verde y rosa del cuarto. No puedo deshacerme del movimiento con que giras la cabeza.

Tampoco mis gestos me pertenecían: me estaba despojando de ellos.

– Me estoy volviendo loco -continuó-. Antes, casi sin darme cuenta, he abierto una botella de whisky. Cuando la he visto sobre la mesa, la he apartado. Hacía años que no deseaba beber. Necesito verte ahora. Ahora mismo. Estaba a punto de salir a buscarte, y cuando cogía las llaves del coche, ha sonado el teléfono. Ven. Por favor, ven.

Hablaba con la rabia de los niños a los que apartan del alimento, y yo le escuché de pie, en la incómoda cabina, con fuertes latidos en los oídos, nuevo ritmo al que se movía el mundo.

– Está bien -dije- Voy para allá.

– Voy a por ti.

– No -zanjé yo-. No quiero. Soy yo la que voy.

Había algo de rito en el modo en el que la verja se abría, en la manera en que me tendía la mano para saludarme en presencia de extraños: en las especulaciones del taxista y en mis propias previsiones. Y, sobre todo, necesitaba tiempo, un mínimo al menos, el jus to para llegar hasta Belgravia, para darme cuenta de que estaba viviendo ese momento, de que realmente yo me encontraba allí y caminaba, y veía, no únicamente pensaba.

Comenzamos a besarnos antes de quedarnos solos. Me dio la mano y me alejó del taxi casi con violencia, y tardé en darme cuenta de que me hacía daño. En el salón retrocedí hasta encontrar una pared, porque mi cabeza no me sostenía, y él, mucho más alto que yo, me sujetó por los hombros para mantenerme presa.

Cada peldaño hasta el cuarto nos llevó varios minutos. Era apenas mediodía. Mientras únicamente sentí, todo fue tal y como lo había imaginado; la avidez retenida hasta estallar de manera dolorosa, el temblor incontenible que me impedía encajar la mandíbula, la electricidad de los besos en el cuello y el camino sin retorno bajo la piel.

Luego, tras el feroz momento de enajenamiento, la soledad me cayó encima como una piedra. Reparé por primera vez en el discreto estampado beige y gris de las sábanas, en las columnas sin dosel que custodiaban la cama y me sentí perdida, diminuta y errada. No le miré. De pronto me invadió la vergüenza de que me viera desnuda y descubriera mis defectos. Recliné la cabeza sobre su hombro y me ovillé contra él, que me acariciaba el pelo y me besaba de vez en cuando con aire ausente, y deseé desaparecer, fundirme con él, fuera quien fuera, mientras me rescatara, mientras me dijera quién debía ser yo, mientras fuera capaz de mostrarme el absoluto y arrojarme luego de nuevo a la realidad de modo tan certero.

Chris tenía cuarenta años; aquella primavera cumplió cuarenta y uno, la edad en la que las metáforas comienzan a ser peligrosas, en la que hieren y mienten y engañan y seducen. La edad del espejismo. Yo tenía veinticuatro.

Aquel verano cumpliría veinticinco, pero nunca importó. Los acontecimientos me dejaron sin edad, me fosilizaron, un insecto en ámbar.

Veinticinco años, una edad perfectamente insensible a las metáforas, en la que se vive de gestos heroicos, de decisiones dramáticas, de la esperanza en una vida que comienza a atisbarse, que no se obtendrá jamás.

Por entonces yo mantenía un noviazgo de corte tradicional con un chico de mi edad, desconcertado y conmovedor, y le era sistemáticamente infiel con otro, mucho más sumiso y entregado, que vivía en Barcelona pero trabajaba entre semana en Bilbao. Ninguno de ellos sabía de la existencia del otro, y yo me movía con comodidad y silencio entre los dos. Cada cual era dueño de su pedazo, de sus restaurantes, y bares, de sus rincones en el parque y sus promesas eternas.