– Tú y yo compartimos una cosa -le dije una noche fría y aburrida a Diana-. Hemos perdido el momento del inicio, del debut. Se puede perder igual en el cine, en la literatura y en el amor, sabes…
– Estás hablando con una mujer que ya fue y dejó de ser a los veinte años -contestó Diana-. I was a has-been at twenty.
Le dije que siempre me había llamado la atención esa expresión de la lengua inglesa, ese "ya fue" o "ya no es", que implica un destino cerrado, terminado. Yo era demasiado optimista para pensar así; creo que somos seres incompletos, inacabados, que no hemos dicho nuestra última palabra. Leo y releo un gran verso de mi poeta favorito, Quevedo (Diana jamás ha oído hablar de él; en cambio Azucena su secretaria sí y me pide que lo repita y luego lo traduzca sentados los tres en la mesa de cenar rodeada de emplomados blancos, insulsos, de la casa rentada de Santiago).
"Ayer se fue. Mañana no ha llegado, hoy se está yendo sin parar un punto; soy un Fue y un Será y un Es cansado…"
Quizás lo que les falta a los gringos, dije con buen humor, es un sentido serio de la muerte, en vez de un sentido trágico de la fama. No hay un país que le dé tanto valor a la fama como los EE.UU. Es la culminación de la gran batahola moderna, esa salva de trompetas que desde hace medio milenio dice no basta el nosotros, ni siquiera el yo, se requiere además del nombre, el renombre, la Fama. Ya lo había dicho, para entonces, Andy Warhol, "todos seremos famosos durante quince minutos". Le pregunté a Diana si creía de veras que su fama se había acabado a los veinte años. Apoyó su cabeza rubia y recortada en mi hombro y su mano sobre mi corazón.
– Para mí, como actriz, sí… -Te equivocas -la consolé-. ¿Quieres que te cuente lo que me ocurre a mí como escritor? Te prometo que no somos demasiado distintos.
– ¿Podemos empezar otra vez, si nos queremos mucho?
– Yo creo que sí, Diana -le dije emocionado
de veras.
Esos momentos no duran. Puede perdurar la voluntad de la pasión, y yo la ejercía con Diana contra Diana, hacia Diana, con todas mis fuerzas. Estaba convencido de que ella me correspondía a su manera. Para los dos, el amor era siempre la oportunidad de empezar de nuevo, aunque para ella vivir era vivir lo que aún no se vive, mientras que para mí, era saber vivir otra vez lo que ya se vivió. Mejor o peor; no quiero abandonar a una orfandad errante mi propio pasado. Para Diana, el triunfo primerizo en el cine y en seguida la mediocridad de sus películas más recientes, le cerraba la puerta de su profesión de actriz. Pero ésta era la profesión que ella se levantaba a ejercer todas las mañanas. La miraba desde el lecho, respondiendo a la alarma del despertador, bebiéndose el café que Azucena le traía en una bandeja muy bien arreglada (Azucena es una trabajadora española; tiene el gusto de su trabajo, le da orgullo lo que hace y lo hace bien); ponerse una camiseta y jeans, como su personaje más celebrado, la Doncella de Orleans que descubrió la moda más cómoda para una mujer guerrera: vestirse como hombre; amarrarse una pañoleta a la cabeza y salir tirándome un beso seco, mientras yo me robo una hora más de sueño, me despierto recordando con un placer intenso la noche con Diana, me ducho y afeito pensando en lo que voy a escribir (la regadera y la navaja son mis mejores resortes para la creación: agua y acero, debo ser muy árabe, muy castellano). La miraba a mi amante sacrificarse y disciplinarse por una profesión en la que ella misma no creía ni se veía, no distinguía su futuro, y me instalaba el resto del día en este enigma, grande y pequeño a la vez: ¿Qué quiere Diana Soren en verdad si lo que hace no es lo que quiere hacer?
X
El tedio de Santiago se convirtió en el tema más tedioso de nuestra conversación; parecía un acuerdo inquebrantable, en el que todos, ella y yo, la secretaria y los demás miembros de la compañía, estaban de acuerdo en que Santiago era el lugar más aburrido del mundo.
En vez de los telegramas augúrales que les enviamos a nuestros amigos comunes el día de año nuevo, ahora ella mandó dos o tres cables desolados, todos diciendo lo mismo, una sola palabra: HELP!
Los círculos se dividieron. En la casa más grande y más elegante en las afueras de Santiago, se instalaron el actor principal, que era un afamado protagonista de series de televisión, con su compañera y el director de la película, un hombre saturnino aunque prometedor que también había sido formado en la televisión. En el melancólico hotel del centro de la ciudad se quedaron el camarógrafo, un inglés que rendía culto explícito a Onán, y un actor que tuvo mucha fama en el teatro obrero de los años treinta. Pero el centro solar de la filmación eran el protagonista masculino, su novia y el director.
– Son muy simpáticos y me llevo bien con ellos -dijo Diana-. Pero la condición es vivir separados y vernos poco. Ellos prefieren la cerveza y el poker para pasar las noches.
Nosotros jamás haríamos eso. Me pregunté, aparte de amarnos mucho, en qué ocuparíamos las noches. Diana me dijo que había invitado al característico de la película, el actor norteamericano Lew Cooper, a vivir con
nosotros.
– No te preocupes. Tiene setenta años y es muy
inteligente. Te gustará.
Yo sabía muy bien quién era. Primero, porque fue el gran actor de las obras de Clifford Odets en los treintas y de Arthur Miller en los cuarentas. Segundo, porque fue una de las víctimas de la cacería de brujas macartista de esa misma década. A mí me repugnaban todas las personas que habían delatado a sus compañeros, condenándolos al hambre y a veces, al suicidio. En cambio, eran héroes míos todos los que, como dijo Lillian Hellman, se negaron a acomodar sus conciencias a la moda política del momento. Cooper, extrañamente, caía entre las dos categorías. Algunos decían que era un hombre totalmente apolítico y que sus declaraciones ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas eran inocuas. Había nombrado a los que ya estaban nombrados o, francamente, se habían declarado ellos mismos comunistas. Nunca añadió, por así decirlo, un nombre inédito a la lista del inquisidor. Pero aunque no delató, en sentido estricto, a nadie, el hecho moral es que sí dio nombres o por lo menos los reiteró. ¿Cómo juzgar este acto? Cooper continuó trabajando. Otros, que se negaron a hablar, no volvieron a pisar un set. Yo, que no formaba parte del mundo político norteamericano, pero sí de un mundo moral que lo rebasaba, luchaba entre mis convicciones de izquierda y mi ética personal contraria a todo maniqueísmo fácil y sobre todo, a la menor sospecha de fariseísmo. ¿Era el caso de distinguir difícil, pero puntualmente, entre los casos de delación activa, sedienta de sangre, vengativa, envidiosa, oportunista y las flaquezas y caídas a las que todos, quizás, estamos expuestos? La ambigüedad moral de la actitud de Cooper lo hacía más interesante que culpable. Uno, entre tantos, debería ser mi propio semejante. ¿Quién me aseguraba que, en determinadas circunstancias, yo mismo no actuaría como él? Todo mi ser intelectual y moral se rebelaba contra ello. Pero mi ser sentimental, humano, cordial, como gusten ustedes llamarlo, me inclinaba a perdonar a Cooper, como algún día, acaso, otro tendría que perdonarme algo a mí. Hay seres que se hermanan así a nuestra debilidad porque nosotros mismos nos reconocemos, con un vuelco del corazón, en ellos. Cooper no merecía mi censura, más bien mi compasión.