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– Tú eres Diana, la cazadora de la luna…

Se rió. -Yo lo oí desde el primer día en el set. Una chica muy pequeña para un papel muy grande, murmuraban. Un gran actor inglés me compadeció. Vas a ser estrella antes de ser actriz me dijo. Esto era lo que me asustaba, la buena intención, la compasión, no la exigencia tiránica del director. Al cabo, éste creía tener una idea clara de lo que Shaw quería. Sólo me pedía estar a la altura del autor, ser Santa Juana, sin importarle si yo era actriz o estrella, o si era chica o grande para el papel. ¿Tú recuerdas lo que dice Shaw de su Santa?

Le dije que sí, era una obra que me gustaba mucho. -Shaw ve a la Edad Media como una piscina de excéntricos y Santa Juana como uno de sus peces más extraños. Irritó a todo el mundo. Era una mujer vestida de hombre: irritaba al machismo feudal. Se decía emisaria de Dios: irritaba a los obispos, a los que ella se sentía superior. Le daba órdenes al Rey de Francia y quiso humillar al de Inglaterra. A los generales los mandaba a la chingada y les demostraba que era mejor estratega que ellos. ¿Cómo no iban a quemar a una mujer así?

Diana colgó la cabeza. -El director me dijo: Si los hubiera tratado políticamente a todos, a los reyes, a los generales, a los obispos y a los señores feudales, habría vivido muy largo tiempo. Era una mujer incapaz de ceder. No sabía hacer compromisos. Era una masoquista. Quería sufrir para llegar al cielo.

Se abrazó de mi cuello, emocionada, casi sollozando, ¿qué debe uno hacer, conceder o ser íntegra, vivir mucho tiempo o morir joven en la hoguera, qué, dime, mi amor?

Quise contestar con humor, porque la emoción también se adueñaba de mí. Pero no me salió nada; el espíritu santo no me visitaba esa noche. Hice una seña de discreción con el dedo para que todos entendieran. Nos miraban con extrañeza. La conduje a la terraza de madera volada sobre una barranca. El aire frío del desierto nocturno nos despabiló. -Ojalá me hubieras dirigido tú -me regaló Diana su sonrisa de hoyuelos.

– Shaw dice que Juana fue como Sócrates y Cristo. La mataron sin que nadie levantara un dedo para defenderla.

– Exigí ver la película de Dreyer, La pasión de Juana de Arco. Ellos -el estudio- no querían. Que me iba a influir. Que la comparación me iba a aplastar.

La Falconetti era una Juana infinitamente triste, yo no tenía esa tristeza, no tenía de dónde sacarla…

– Decidiste ser Santa Juana en la vida. Me miró inquisitivamente. -No. Decidí que Juana estaba loca y merecía morir en la hoguera. La interrogué, sorprendido. -Sí. Todo el que lucha por la justicia está loco. El cristianismo es una locura, la libertad, el socialismo, el fin del racismo y de la pobreza, todas son locuras. Si defiendes esto, estás loco, eres una bruja y acabarán quemándote…

Nunca me miró con melancolía más grande, como si por su mirada nocturna, tan clara, pasaran las imágenes en claroscuro de Dreyer, la Falconetti con el pelo rapado y los ojos de uva sangrienta, los muros blancos, las túnicas negras de los obispos, los labios exangües de Antonin Artaud, prometiendo otros paraísos…

– Hay una filósofa andaluza muy anciana, María Zambrano, que dice lo siguiente: La revolución es una anunciación. Y su vigor se ha de medir por los eclipses y caídas que soporta. Juana era una revolucionaria. Era

una cristiana.

– Lo malo -dijo ella con amargura súbita- es que el director no entendía eso… El muy imbécil creía que Juana era Santa porque sufría, no porque gozaba siendo insoportable para todos.

– Había que quemarla -dije como conclusión,

sin pensarlo mucho.

– Literalmente, literalmente. El director me amarró a la estaca, le mandó prender fuego y ni siquiera filmó la escena. Vio cómo se me acercaban las llamas. Quería verme asustada para convertirme en su Santa Juana. Me hubiera dejado consumirme allí, el hijo de puta. Los técnicos me salvaron cuando las llamas tocaron mi sulpicio. El director estaba feliz; yo ya había sufrido: era santa. No me dejó ser rebelde. Fracasamos los dos.

Esta declaración le devolvió la serenidad a Diana.

– Para salir de la tiranía del director, me casé con un escritor ilustre que podía dominar al mismísimo director y a todos los estudios de Hollywood.

– ¿También te satisfizo a ti?

Me miró como si yo fuera otro, de cristal, un licenciado vidriera más.

– Nunca hables mal de Iván.

– Lo admiro mucho -dije con una risa cordial.

– No te rías nunca cuando hables de él.

Me dio la espalda y regresó al salón. La seguí. El actor, muy borracho, repetía incesantemente, desubicado en la nación mexicana, "I’m very cross in Vera Cruz, I'm very cross in Vera Cruz", su novia se preguntaba si Lilly, la estrella en ascenso, iba a durar o no, y el camarógrafo dijo que él tenía la solución portátil para todos los problemas de la soledad sexual en las locaciones lejanas, bajándose el zipper y mostrándonos su sexo como una gran pera magullada, mientras gritaba ¡viva el amor propio! y el actor declaraba very cross in Veracruz y su novia le rogaba, nunca seas un ya fue, a has been, te abandonaría, te juro que te dejaría por otro, el éxito es mi afrodisíaco…

– Ya ves -suspiró Diana mientras la camioneta nos llevaba al centro de Santiago-. Hollywood es una serie de cápsulas biográficas; vitaminas o veneno que puedes comprar en la farmacia.

XII

La que no necesitaba cápsula biográfica era Azucena. Todo sobre ella me pareció al principio incierto. Su edad, desde luego. Era baja de estatura, muy delgada, con una nervadura casi viril, pero que sin duda se debía a una, varias, vidas de trabajo intenso. La naturaleza de este trabajo, al lado de Diana Soren, no era incierto. Azucena estaba, invisiblemente, en todo. Ella hacía las maletas para viajar, las desempacaba al llegar, ponía todas las cosas en su lugar. Ella aseguraba que la ropa estuviera limpia, planchada. Ella se ocupaba de despertar a Diana, de traerle el desayuno, y de organizar las comidas para todos nosotros. Ella hacía las llamadas telefónicas indispensables, sacaba los boletos de avión, reservaba hoteles, contestaba telegramas, enviaba fotos prefirmadas de la estrella (¿cuántas le pedirían, promedio, cada mes?), filtraba llamadas telefónicas, solicitudes pertinentes e impertinentes. ¿Secretaria, dama de compañía, sirvienta de lujo, cómplice, guardaespaldas? ¿Cómo llamarla?

Azucena. No era bonita. Tenía una de esas caras catalanas que parecen fabricadas a hachazos, o nacidas de una montaña: duras, pétreas, angulosas. Los labios descarnados y largos, la larga nariz de punta temblorosa, la mirada velada por párpados y bolsas gruesas, los ojos apenas ranuras, reveladores, sin embargo, de un brillo inteligente. De las cejas y del peinado dependía todo. El arco, el espesor de la ceja.

La forma, el color del pelo. Azucena había escogido un peinado neutro, caoba, que proclamaba su mensaje: Envejeceré con este color y este corte de pelo. Envejeceré sin que nadie lo note, hasta que todos crean que siempre tuve la edad de mi muerte.

No podía sacarme de la cabeza la idea de que en esta locación de cine, sólo ella y yo sabíamos quién era Quevedo. "Ayer se fue, Mañana no ha llegado…" Yo tenía curiosidad, en cambio, por averiguar la forma real de sus cejas. La forma artificial era una interrogante, no una declaración neutra como la cabellera, sino un desafío cuestionante, cejas arqueadas de las que estaba excluido el asombro y quedaba, siempre, sólo la pregunta.

Era española, de manera que nos era fácil comunicarnos. No sólo por la lengua, sino por una cualidad que adiviné primero y luego comprobé en ella. Viéndola moverse, ágil y nerviosa, vestida siempre con falda, blusa y cardigan, que era el uniforme profesional citadino de esa época, pero con dos piernas españolas musculosas, fuertes, de tobillo grueso, adiviné que había muchos campesinos detrás de la correosa figura de Azucena; pero había, sobre todo, una tradición de trabajo no sólo honorable, sino orgulloso. En todo lo que hacía esta mujer, había orgullo de lo que hacía esta mujer. Me contó un día que sus abuelos eran campesinos del Bajo Ebro, vecinos de Poblet, desde hacía siglos. Los padres se fueron a Barcelona y establecieron un pequeño comercio de comestibles, a ella la mandaron a estudiar taquigrafía pero los tiempos eran difíciles para España, los jóvenes tenían que trabajar para mantener a sus padres y hermanos, ella fue mesera, luego la contrataron cuando empezaron a filmar películas americanas en España, conoció al marido de la señora, aquí estaba…