– ¿A eso regresas todos los años?
Dijo que ese sí que era su mejor papel. Pretender que seguía siendo una muchacha sencilla del campo. No le costaba mimar sus valores de clase media. Los mamó, creció con ellos.
– Es el papel que esperan de mí mis padres. No me cuesta. Te digo que es mi mejor papel. Merecería un Osear por lo bien que sé representarlo. Vuelvo a ser la chica de la casa de al lado. La vecina. Tienes razón.
Sus ojos se velaron de nostalgias.
– Donde quiera que esté, el último jueves de noviembre regreso a mi pueblo natal y celebro el Día de Acción de Gracias.
– ¿Cómo lo toman ellos? Tus padres.
– Sirven vino. Es la única vez que lo hacen. Creen que si sirven vino, estaré contenta, no extrañaré París. Me ven como una mujer extraña, sofisticada. Yo les hago creer que soy la misma chica pueblerina de siempre. Ellos sirven vinos franceses. Es su manera de decirme que saben que soy distinta y que ellos, en cambio, siempre son los mismos.
– ¿Ellos te creen? ¿Tú crees que te creen?
– Vamos a jugar scrabble. Apenas son las ocho
de la noche.
Inventamos diversos juegos de salón para pasar las noches. El más socorrido era el juego de la verdad. La consecuencia de mentir era un placer: darle un beso al mentiroso. Era mejor decir la verdad y guardarse los besos para la noche. Pero Cooper, el viejo actor, estaba solo y sin embargo no deseaba besar o ser besado.
La pregunta esta noche era una que yo propuse: ¿Por qué frenamos nuestras grandes pasiones?
¿Qué quieres decir, preguntó el actor, que si no las frenamos volveríamos a la ley de la selva? Eso ya lo sabemos, dijo con un gesto agrio de la nariz y los labios torcidos, muy característico de sus papeles en el cine.
No, me expliqué; les pido que muy personalmente declaren por qué, en la mayoría de los casos, cuando se presenta la oportunidad de vivir una gran pasión personal la dejamos pasar, nos hacemos tontos, parecemos, a veces, ciegos, ante la oportunidad mejor de empeñarnos en algo que nos dará una satisfacción superior, una…
– O una insatisfacción profunda -dijo Diana. -También es cierto -dije yo-. Pero vamos
por partes. Lew.
– Okey, no diré que toda gran pasión nos devuelve al estado animal y rompe las leyes de la civilización.
Pero ocurre a cada rato, desde el sexo con nuestra mujer hasta la política. Quizás el temor más secreto es que una pasión ciega, irreflexiva, nos saque del grupo al que pertenecemos, nos haga culpables de traición…
El viejo estaba hablando con dolor. Lo interrumpí, sin darme cuenta de que violaba mi propia premisa. No le dejaba entregarse a su pasión porque sentí que la estaba personalizando, identificando demasiado con su propia experiencia… Diana me miró curiosamente, sopesando mi propensión a los buenos modales, a evitar fricciones…
– ¿Lo dices por el sexo, te refieres a la pasión sexual?
No, me dijo Cooper con la mirada. -Sí. Eso es. La pasión nos saca del grupo familiar. Puede violar la endogamia. Endogamia y exogamia. Ésas son las dos leyes fundamentales de la vida. El amor con el grupo o fuera de él. El sexo adentro o afuera. Decidir eso, saber si la sangre se queda en casa o se vuelve vagabunda, errante, eso es lo que nos impide seguir la gran pasión. O nos lanza de cabeza al abismo de lo desconocido. Necesitamos reglas. No importa que sean implícitas. Tienen que ser seguras, claras para nuestro espíritu. Te casas dentro del clan. O te casas fuera de él. Tus hijos serán de nuestra familia o serán extraños. Te quedarás aquí junto al hogar de tus abuelos. O saldrás al mundo.
– Ustedes han salido al mundo -les dije a los dos norteamericanos-. Los mexicanos nos hemos quedado adentro. Incluso les regalamos medio país a ustedes porque no lo poblamos a tiempo.
– No te preocupes -rió Diana-. Pronto California volverá a ser de ustedes. Todo mundo habla español.
– No -le dije-. Contesta a la pregunta del juego.
– Tú primero. Las damas al final -se acurrucó en sí misma como un gato de Angora. Nunca fueron más profundos, más prometedores, los hoyuelos de sus mejillas.
– Yo confieso que me da miedo que una pasión me quite el tiempo que necesito para escribir. He dejado pasar muchas ocasiones de placer porque he previsto las consecuencias negativas para mi literatura.
– Dilas -más hoyuelos que nunca, casi impúdicos.
– Celos. Dudas. Tiempo. Vueltas y más vueltas. Lugares de cita. Confusiones. Malentendidos. Mentiras. -Todo lo que le quita pasión a la pasión -Diana agitó cómicamente su cabeza rubia.
– No hay mujer que no puedas conquistar si le dedicas tiempo y halago. Importan más que el dinero o la belleza. Tiempo, tiempo, la mujer es devoradora del tiempo del hombre, eso es todo. Dedicarles mucho tiempo.
– Nosotros no perdimos el tiempo. Nos vimos y ya -dijo Diana como si estuviese bebiendo una copa invisible-. Tú y yo.
– Tengo terror de quedarme sin tiempo para escribir -continué-. Escribir es mi pasión. Todo escritor nace con el tiempo contado. Desde el momento en que se sienta a escribir, inicia una lucha contra la muerte. Todos los días, la muerte se acerca a mi oreja y me dice: Un día menos. No tendrás tiempo.
– Hay algo peor -dijo Cooper-. Un amigo científico de UCLA me dijo que llegará el día en el que, al nacer, te podrán decir, primero, de qué vas a morir y, segundo, cuándo vas a morir. ¿Vale la pena vivir así?
– Ése es otro juego, Lew. Esa pregunta la haremos mañana -me reí-. Nos quedan muchas largas noches en Santiago, sin cine, sin televisión, sin restoranes decentes…
Miré a los ojos de Diana, implorando, no afirmando, muchas noches por delante, pero mis ojos no disolvieron la mirada de desengaño en los suyos. Dije la verdad. ¿Merecería un beso esa noche? ¿Me besaría Diana para decirme: Mentiste? Me prefieres a mí. Lo dejas todo por mí. Tus mañanas de escritor son una farsa. Vives para amarme de noche. Yo lo sé. Yo lo siento. Todo lo que escribas aquí será una mierda porque tu pasión no estará allí, estará entre mis sábanas, no entre tus páginas.
– Deberíamos hacerlo -dijo Diana.
Lew y yo la miramos sin entenderla. Entendió.
– Nada debe impedirnos una pasión. Absolutamente nada. Dame algo de beber.
Lo hice mientras ella decía que la vida nunca es generosa dos veces. Hay fuerzas que se presentan una vez, nunca más. Fuerzas, repitió cabeceando varias veces, mirándose las uñas pintadas de los pies desnudos, la barbilla apoyada en las rodillas. Fuerzas, no oportunidades. Fuerzas para el amor, la política, la creación artística, el deporte, qué se yo. Pasan una sola vez. Es inútil tratar de recuperarlas. Ya se fueron, enojadas con nosotros porque no les hicimos caso. No quisimos a la pasión. Entonces la pasión no nos quiso tampoco.
Se soltó llorando y la tomé en brazos, cargándola hasta la cama. Era del tamaño de una niña.
XIV
La acosté, suave y rendida, llorando, acostumbrándome al cuidado que ella parecía exigir y que yo, con un gusto inmenso, le daba. Parecía una niña, recostada de lado, llorando suavemente, agitada apenas en su pequeñez física, solicitando protección y ternura. Yo quería dársela, la acomodé en la cama, la cubrí contra el frío del desierto, acaricié su cabeza, tan acostumbrado ya al corte de pelo de Santa Juana, lista siempre para la guerra y para la hoguera. No dejaba cabellos sueltos en la almohada, como otras mujeres. No dejaba, en verdad, rastro alguno, como si su limpieza sueca, luterana, fresca como un bosque, azul como un fiordo, prendida con desesperación a las horas largas del verano, como si el invierno sin luz fuese el espejo oscuro de la muerte, fuese puro espíritu, inmaterial. Todo ello vi, sentí, al arroparla esa noche en que ella lloraba pensando (me imaginé) en las ocasiones perdidas para la pasión, los momentos que pasaron, nos convocaron, no les hicimos caso y se fueron para siempre. Es inútil tratar de recuperarlos. Se fueron para siempre. No se convirtieron en costumbre. En cambio, me dije acariciando su cabeza mientras ella se hundía en sueños invisibles, todo lo que aceptamos se vuelve costumbre, incluso la pasión. Yo sonreía acariciando su cabeza rubia de cabellos muy cortos; el papel de Santa Juana se le había vuelto costumbre, Diana sería para siempre una mujer pequeña, el gorrión, la pucelle, la virgen, la doncella de Orleans, la santa batalladora, pequeña, rubia, el pelo cortado militarmente, para que nadie dudara de su voluntad guerrera, para que le entrara bien el casco de combate: el pelo cortado muy corto, para que ardiera menos en la hoguera. Le dije en silencio que su aureola se la iba a dar Dios. Una gran cabellera incendiada en la noche, arrastrada a lo largo de la noche, sería vista como la estela del diablo.