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Santa Juana… Hasta la santidad se vuelve costumbre, la pasión, la muerte, el amor, todo. En las pocas semanas que llevábamos en Santiago, esta recámara era ya un sitio familiar, acostumbrado. Sabíamos dónde encontrarlo todo. Mi ropa aquí. La de ella allá. El breve espacio del baño dividido equitativamente. Es decir: el ochenta por ciento para ella, que viajaba con una variedad lujosa y desconcertante de cremas, lápices, barnices, ungüentos, lociones, perfumes, lacas… Yo, en cambio, sólo necesitaba espacio para mi navaja y mi crema de afeitar, mi peine y mi cepillo de dientes. Me quejé de la pasta Colgate que debía comprar en México, donde las altas tarifas de importación nos dejaban sin mucha elección.

– ¿Por qué? ¿Cuál te gusta? -me preguntó Diana.

Entre bromas y veras, dije que la pasta del Capitano, un tubo dentrífico que usaba en Venecia y que me recordaba la pasta hecha en casa por mi abuela en Jalapa. Mi abuela no se fiaba de los productos hechos quién sabe dónde, quién sabe por quién, y que uno acababa por meterse a la boca. Ella trataba de hacerlo todo en casa, su cocina, su carpintería, su costura… La pasta del Capitano me recordaba a mi abuela porque era color de rosa por dentro y blanca por fuera, con el grabado de un ilustre señor bigotón de principios del siglo, presumiblemente el Capitano mismo, dándole una garantía de tradición y seguridad al producto. Mi abuelo, me dije, se parecía sin duda a este Capitano decimonónico. Mi abuelita se hubiera enamorado de un hombre así, con sus bigotazos, su alto cuello tieso y su corbata de plastrón.

– La pasta del Capitano -reí.

A los tres días, Diana me entregó un paquete con diez tubos de la famosa pasta. Los había mandado traer desde Italia. Así nada más, tronando los dedos, de Roma a Los Ángeles a la ciudad de México, a la ciudad provinciana de Santiago. En tres días, mi amante me cumplía un capricho desproporcionado, inesperado. Al mismo tiempo, lo que me parecía una simple boutade de mi parte, ni siquiera una pasión, se instalaba como costumbre en nuestra sala de baño. Yo ya no tenía que desear mi pasta de dientes italiana. Aquí estaba, como si me la hubiese mandado desde el cielo Santa Apolonia, la santa patrona de los dentistas y los dolores de muelas.

Miré a Diana dormida. Vivía en el mundo de la satisfacción instantánea. Yo sabía que ese mundo existía. Los muchachos de París, en mayo del 68, se habían rebelado, vagamente, contra eso que llamaban la tiranía del consumo, la sociedad que trocaba el ser por el parecer, la adquisición como prueba de la existencia. Un mexicano, por más que viaje por el mundo, está anclado siempre en la sociedad de la necesidad, volvemos a la necesidad que nos rodea por todas partes en México, y si tenemos un poquitín de conciencia, nos cuesta imaginar un mundo donde todo lo que se desea se obtiene inmediatamente, así se trate de una pasta de dientes color de rosa. Siempre me he dicho que el vigor del arte en América Latina se debe a ese riesgo enorme de arrojarse al abismo de la necesidad, con la esperanza de caer de pie en la otra orilla, la de la satisfacción. Ésta nos cuesta mucho, si no por nosotros mismos, sí en nombre de cuantos nos rodean.

Una pasta desde Italia en tres días. Una costumbre, ya no un deseo, ni siquiera un capricho. Agité mi cabeza, como para salir o entrar del sueño de Diana. Todo se vuelve costumbre. Diana duerme del lado derecho de la cama, cerca del teléfono. Yo duermo del lado izquierdo, cerca de un par de libros, un cuaderno de notas y dos bolígrafos. Pero esta noche, al acostarme, alargo la mano para tomar un libro, levanto la mirada y me encuentro con la de Clint Eastwood. Dejé caer el libro, asombrado. La costumbre se había roto. Diana había puesto de mi lado de la cama una fotografía de Clint Eastwood, dedicada, con amor, a Diana. Esa inconfundible mirada lacónica, azul y helada, tan intensa como una bala. El hablar lento y parco, como si la parsimonia del diálogo fuese el lubricante de la velocidad del disparo. Un tabaco flaco y apagado entre los dientes apretados. Era la foto de un guerrero que estuvo en Troya, un Aquiles de cuero y piedra, ahora plantado lejos del mar vinoso de Hornero, en medio de una épica sin agua, sin costas, sin velámenes, una épica de la sed, el desierto, y la ausencia de poetas que canten las hazañas del héroe. Ésa era su tristeza: nadie le cantaba. Clint Eastwood. Un héroe amargo me miraba entre pestañas rubias y bajo cejas de arena. La costumbre establecida se había roto. Debí imaginarlo. Siempre debí saber que ninguna costumbre iba a serlo por largo tiempo al lado de Diana. Su llanto, esta noche, era sólo el recuerdo de las veces en que debió llorar y no lo hizo.

Quería preguntárselo un día: -Oye, ¿tú sólo lloras en nombre de las veces que no lo hiciste cuando debías?

La mirada de Clint Eastwood me impidió despertarla en ese instante y preguntarle lo que ya sabía. Ella lloraba hoy porque no lloró cuando debió hacerlo antes. Ella acababa de filmar una película en Oregon con Clint Eastwood. Fue una larga filmación. Duró meses. Fueron amantes. Pero a mí no me correspondía preguntar nada, averiguar nada. A ella tampoco. Ésa sí que era ley no escrita, acuerdo tácito entre los amantes. Los amantes modernos, es decir liberados. No andar averiguando qué pasó antes, con quién, cuándo, cuánto tiempo. La regla civilizada era no preguntar nada. Si ella quería contarme algo, qué bien. Yo no iba a mostrar curiosidad, celo, ni siquiera buen humor. Yo iba a guardar una tranquilidad absoluta mirando de día y de noche la mirada del guerrero del Oeste puesta a mi lado como quien pone al Sagrado Corazón de Jesús en una cabecera, para que nos bendiga y proteja. No iba a darle el gusto de preguntar nada. Si ella quería decir algo sobre Clint Eastwood y su imagen súbitamente aparecida como un exvoto de gracias junto a la cabecera de nuestro lecho erótico, era cuestión de ella. La pasión, el celo, me decían: reclama, haz una escena, mándala al carajo a la puta gringa esta. Mi inteligencia me decía, no le des ese gusto. Eso le encantaría. ¿Y qué? ¿Y qué que se enoje conmigo, rompa conmigo, yo me largue, y qué? Y todo. Ésa era la cuestión, que la verdadera pasión, la que yo sentía entonces por ella, me prohibía hacer nada que pusiera en peligro el hecho de estar al lado de ella, nada más. No me engañaba. Había mucho de indignidad casi perruna en esto. Me ponía la foto de su anterior galán en las narices y yo me aguantaba. Me aguantaba porque no quería separarme de ella. No quería hacer nada que quebrase el encanto de nuestro amor. Pero ella sí. Esa foto era una provocación. ¿O era la manera como ella misma me indicaba que los dos íbamos a tener otros amores, antes o después del nuestro? No quise ver una ruptura anticipada en todo esto. No podía admitirlo. Negaría la intensidad de mi propia pasión, que era estar con ella, coger con ella, siempre, siempre…