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– ¿Cuál placer? ¿Qué dices? -Este placer. El que te doy pensando que soy otro, el que tú sientes imaginando que yo también soy otro, admítelo…

– Sí, me gusta, me vuelve loca, no pares… -Quisiera que todos ellos estuvieran aquí, viéndonos coger a ti y a mí…

– Sí, yo también, no te detengas, sigue… -No te vengas todavía…

– Es que me estás dando muchas vergas hoy… -Aguántate, Diana, nos están mirando, todos, desde ese espejo nos miran y nos envidian…

– Dime que a ti también te gusta que ellos nos miren…

– Me gusta que pretendas que lo hacemos solos. Me gusta saber que te gusta…

– Me gusta me gusta me gusta… Cuando terminamos, ella se volteó hacia mí, entrecerró los ojos grises (¿azules?) como una bruma olvidada y me dijo: -Qué poca imaginación tienes.

XVI

Con razón o sin ella, yo he vivido para escribir. La literatura, casi desde la infancia, ha sido para mí el filtro de la experiencia, desde el temor a un castigo paterno hasta la noche de amor más reciente. Sexo, política, alma, todo pasa para mí por la experiencia literaria. La expectativa del libro refina y fortalece los datos de la vida vivida. Quizás nada de esto sea cierto o, en realidad, sea al revés: la imaginación literaria es la que determina, provoca, las demás situaciones "reales" de mi vida. Pero si es así, yo no me entero. Sí quisiera tener conciencia de que para mí la realidad no es un hecho simple o que se defina por una sola de sus dimensiones. Hay gente para la cual la realidad es sólo el mundo objetivo, concreto: la silla es la silla, la montaña siempre ha estado allí, la nube pasa pero obedece a las leyes de la física: todo esto es real. Para otras personas, no hay más realidad que la interna, la realidad subjetiva. La mente es una vasta sala desamueblada que se va llenando poco a poco, mientras vivimos, del mobiliario de las percepciones. El mundo objetivo existe, pero carece de sentido si no pasa por el tamiz de mi mente. La subjetividad le da realidad a un mundo de objetos mudos, inánimes. Pero hay una tercera dimensión que es donde mi individualidad entra en contacto con los demás, con mi sociedad, con mi cultura. Es decir, existe algo que no es ni paradoja ni imposibilidad, y se llama la individualidad colectiva. En ella es donde me siento más logrado, más satisfecho, en mejor consonancia con el mundo. Es en esa individualidad compartida donde hallo a la familia, a las mujeres y el sexo, a los amigos… Así, la realidad para mí es una estrella de tres picos, la materia, la sique y la cultura. La realidad material, la realidad subjetiva, y la realidad del encuentro de mi yo con el mundo. No me gusta sacrificar ninguna de ellas. Sólo cuando las tres se hacen presentes, puedo decir que soy feliz.

Nuestros juegos de salón nocturnos continuaron y uno de ellos era el scrabble, el juego de palabras formadas por fichas sobre un tablero. Gana el que forma más palabras con las letras que le tocan en suerte. La combinación alfabética cambia según las lenguas, pues el castellano abunda en vocales y el inglés, en cambio, prodiga las consonantes. Las W, las SH, y las dobles TT, MM o SS forman en inglés conjunciones inconcebibles en castellano. Nosotros, en cambio, tenemos ese clítoris de la lengua, la Ñ, que vuelve locos a los extranjeros porque les parece una extravagancia hispánica, medieval, comparable a la Santa Inquisición, cuando en realidad es una letra futurista, que abraza y suprime los trabajosos coitos del GN en francés, el NH en portugués o el impronunciable NY inglés. Jugábamos como una familia aburrida y bien establecida los tres, Diana, Lew y yo, con un alfabeto inglés. Aunque conozco bien la lengua inglesa, no me pertenece ni le pertenezco. Nunca he soñado en inglés. Mentalmente, hablo esa lengua traduciendo velozmente del español. Esto se nota porque abundan en mi inglés las paronimias españolas, las locuciones de origen latino y árabe, más que las de raíz sajón y germánico. Mi error, esta noche, fue tener ante mi mirada la palabra wheel (rueda) perfectamente formada y con cinco espacios seguidos para completarla y ganar formidables puntos. Sólo se me ocurría wheelbarrow (carreta) porque a veces tarareaba una linda canción irlandesa, "Molly Mallone", que araba las calles largas y estrechas con su carretilla (she plowed her wheelbarrow through the streets long and narrow), pero esa palabra requería seis espacios, y además yo no tenía las letras necesarias. Tuve que pasar y Lew, en cambio, llenó ese codiciado espacio del juego con sus cinco letras, house, para formar la palabra sajona wheelhouse, timonera. Dije desconocer esa palabra. Diana me miró con sorna. Volteó violentamente las letras que descansaban en mi atril y me demostró que pude haber llenado el espacio con chair, wheel-chair, que significa, simplemente, silla de ruedas. -¿Así que piensas enseñar una universidad de los EE.UU? -me dijo con un tono de ironía insoportable-. Vete con cuidado. Los estudiantes te van a enseñar a ti. -¿Lo saben todo, o sólo creen saberlo? -Saben más que tú, eso tenlo por seguro -dijo Diana y Lew bajó la mirada y pidió que siguiéramos jugando.

Fue el propio Lew Cooper el que sugirió otro juego para nuestras noches de tedio durangueño. Imaginemos, dijo, que somos Rip Van Winkle y nos dormimos veinte años. Al despertar, ¿qué clase de país nos encontramos?

– ¿México o los Estados Unidos? -pregunté para dejar claro que había más de un país en el mundo. Me miraron como si fuera de veras tarado. Cooper cayó en seguida, inevitablemente, en el tema de la pérdida de la inocencia que tanto obsesiona a los gringos. Yo siempre me he preguntado cuándo fueron inocentes, ¿al matar indios, al entregarse al destino manifiesto y desatar sus ambiciones continentales, del Atlántico al Pacífico?, ¿cuándo? En México sentimos devoción por los cadetes que se arrojaron de lo alto del alcázar de Chapultepec antes que rendirse a las tropas invasoras del general Winfield Scott. ¿Fueron unos adolescentes perversos que se negaron a entregarle sus banderas a la inocencia invasora? ¿Cuándo fueron inocentes los Estados Unidos? ¿Cuándo explotaron el trabajo negro esclavizado, cuando se masacraron entre sí durante la guerra de secesión, cuando explotaron el trabajo de niños e inmigrantes y amasaron colosales fortunas habidas, sin duda, de manera inocente? ¿Cuándo pisotearon a países indefensos como Nicaragua, Honduras, Guatemala? ¿Cuándo arrojaron la bomba sobre Hiroshima? ¿Cuándo McCarthy y sus comités destruyeron vidas y carreras por mera insinuación, sospecha, paranoia? ¿Cuándo defoliaron la selva de Indochina con veneno? Reí para mí, guardándome mi posible respuesta a la pregunta del juego Rip-Van-Winkle. Sí; quizás los EE.UU. sólo fueron inocentes en Vietnam, por primera y única vez, creyendo que podían, como dijo el general Curtis Le May, jefe de la fuerza aérea de los Estados Unidos, "bombardear a Viet Nam de regreso a la edad de las cavernas". Qué asombroso debió ser para el país que nunca había perdido una guerra, estarla perdiendo precisamente ante un pueblo pobre, asiático, amarillo, étnicamente inferior en la mente racista que, flagrante o suprimida, vergonzosa o combatida, todo gringo tiene clavada como una cruz en la frente.

Hablaban los dos norteamericanos, y yo, quizás porque ambos eran actores, imaginé que la famosa inocencia era sólo una imagen de autoconsolación promovida, sobre todo, por el cine. En la literatura, desde el principio, desde el torturado puritanismo de Hawthorne, las pesadillas nocturnas de Poe y las diurnas de James, no ha habido inocencia, sino temor a la fuerza oscura que cada ser humano lleva dentro de sí; el yo enemigo es el protagonista de Moby Dick, por ejemplo, no un cetáceo. De acuerdo, esto casi es una definición de la buena literatura, la épica del yo enemigo… No sé si Tom Sawyer y Huck Finn son de veras inocentes o apenas un buen deseo bucólico en el que el contacto con la familia (Tom) o con el río (Huck) los distrae momentáneamente de los deberes de ganar dinero, sujetar al inferior y practicar la arrogancia como derecho divino. En todo caso, Mark Twain no era inocente, era irónico y la ironía, según su inventor moderno, Kierkegaard, es negativa, "un desarrollo anormal que… como los hígados de los gansos de Estrasburgo, acaba por matar al individuo". Pero, al mismo tiempo, es una manera de llegar a la verdad porque limita, define, hace finito, abroga y castiga lo que creemos ser cierto.