Diana Soren se desbarrancaba, su voz iba cayendo en un abismo extraño, hueco, iba a volver a dormir veinte años más con tal de no saber lo que pasaba en ese hogar al que nunca se podía regresar… América era lo que sucedía fuera del sueño.
Apretó el botón de su casetera y se escuchó la voz de José Feliciano cantando Baby Light My Fire. Cooper se incorporó indignado y apagó el aparato. Parodió la voz de Feliciano. En esto habíamos caído. Ésta era la música de hoy, música salvaje de cretinos, baby light my fire, hizo una mímica atroz y pidió permiso para retirarse a dormir.
XVII
Bien asentada mi prerrogativa de permanecer en casa y escribir todo el día, caí una mañana, de sorpresa, en la locación de la película. Diana no se enfadó por no haberle avisado, me recibió con grandes muestras de alegría, me mostró y presentó con todo el mundo y me invitó a tomar un café en su trailer. Era el mismo que usamos en los Estudios Churubusco en México. Ahora, dijo ella con ojos picaros, no tenemos que usarlo como entonces. ¿Por qué no…?, le Contesté.
Cuando salimos del trailer, la maquinista y la peinadora la esperaban impacientes. El director estaba inquieto. El día nublado iba a aclararse. Él miraba al cielo a través de un aparatito muy fino y misterioso guiñando un ojo, arrugando toda la cara, como si esperara instrucciones de lo alto para seguir rodando y ahorrarle dinero a una compañía que sin duda operaba a la vera de Dios con su bendición y mandato. El paisaje de las montañas de Santiago se desmorona y reconstruye según los caprichos dé la luz. Caminé por la llanura hacia las montañas que acumulaban toda la sombra del día, meciéndose como árboles bajo el engaño del firmamento, unos chicos jugaban fútbol en una cancha improvisada; el espectáculo era cómico, porque las cabras no respetaban la zona demarcada para el juego y lo invadían a cada rato; entonces los muchachos dejaban de ser Pelés campiranos y revertían a su condición de cuidadores de rebaños. Un tropel de borregos pachones, la lana enroscada como una sucia peluca de magistrado inglés, bajó precipitadamente hasta la cancha y el muchacho que los cuidaba fue recibido a silbidos e insultos por los jugadores. Uno de ellos se le fue encima, le arrebató la vara de pastor y comenzó a pegarle con ella. Corrí a detenerlo, los separé, traté de abusivo al agresor, que era más alto que el agredido, y de montoneros a los equipos que se disponían, también, a vengarse de los borregos que desdibujaban los límites, trazados con gis, del campo deportivo.
– Ya déjenlo, montoneros. No es su culpa.
– Sí es su culpa -dijo el grandulón-. Es un creído. ¿Qué se anda creyendo? Nomás porque fue Benito Juárez.
Esta alusión me pareció tan insólita que me dio risa primero y curiosidad enseguida. Miré con atención al muchacho agredido. No tendría más de trece años, su aspecto era muy indígena, sus mejillas eran como dos jarritos de barro cuarteado, los ojos tenían una tristeza heredada, pasada de siglo en siglo. Vestía camisa, overoles, sombrero de petate, huaraches y hasta cuidaba un rebaño. Era de verdad una repetición de Benito Juárez, que hasta los doce años no habló el español, fue pastor analfabeta y luego, ustedes ya lo saben, presidente, vencedor de Maximiliano y los franceses, Benemérito de las Américas y especialista en frases célebres. Su imagen impasiva está en mil plazas de cien ciudades mexicanas. Juárez nació para ser estatua. Este niño era el original.
Le ofrecí una coca y nos fuimos caminando hacia la locación.
– ¿Por qué te atacan?
– Les dio mucha muina que yo fuera Juárez.
– Cuéntame cómo estuvo eso. Me dijo que un año atrás, una compañía de televisión inglesa estuvo aquí filmando una película y le ofrecieron que hiciera el papel del niño Juárez cuidando su rebaño. Todo lo que tuvo que hacer fue pasar con los borregos frente a las cámaras. Le dieron diez dólares. Los demás muchachos nomás lo miraron con coraje, pero él se gastó una parte del dinero invitándoles cocas a todos, aunque la mayor parte se la entregó a su papá. Los muchachos no se calmaron. Le agarraron tirria, lo aislaron. Él le preguntó a los ingleses, ¿cuándo sale la película, la podré ver? Ellos le dijeron que en un año. Seguramente sería anunciada en los periódicos y en las guías de TV. Él les dijo esto a los muchachos y sólo sirvió para que lo agarraran de puerquito. ¿Cuándo te vamos a ver en la tele, Benito; qué, te van a hacer estrella de cine, Benito; qué se me hace que fueron puras papas, Benito?
Me preguntó si yo sabía si la película se había estrenado y cuándo se vería aquí en Santiago, para callarles la boca a todos estos bueyes.
No, le dije, yo no sé nada, nunca he oído hablar de esa película…
El chamaco apretó los labios y dejó la cocacola a medio consumir. Pidió permiso para irse a ocupar del rebaño.
Regresé a la locación. El stuntman estaba haciendo una escena ante las cámaras en la que domaba a un potro salvaje. Usaba la ropa del actor principal, que lo miraba desde su silla plegadiza, bebiendo un bloody-mary. El director ordenaba un disparo para poner nervioso al potro y entonces el stuntman entraba a dominarlo. Buscaba con su mirada a Diana, sentada al lado del actor y el director interrumpía para regañarlo, no tenía por qué mirar a los actores, no se trataba de obtener la aprobación de nadie. ¿No se daba cuenta de que estaba solo en una montaña mexicana domando un potro salvaje, no sabía a estas alturas que hay una ilusión escénica que consiste en negar la cuarta pared del escenario, la que se abre al público, a la ciudad, al mundo, a la magia, se volvió muy elocuente el director en cuya mirada yo reconocía al estudiante de las artes de Stanislavsky y Lee Strasberg, reducido (o magnificado, según se le mire) a este puesto de creador de un arte donde el arte jamás debe hacerse notar? Estaba bien, me dije. Era un buen compromiso. En manos de un Buñuel, de un Ford, de un Hitchcock, era el mejor compromiso: Decirlo todo con un arte que de tan superior e intenso, no se notaba, fundiéndose con la limpieza de la ejecución técnica. Un arte idéntico a la mirada.
El stuntman lo tomó a broma, se rió y dijo en voz alta:
– Que venga el escritor mexicano a domarlo. Se supone que ellos son grandes jinetes, los mexicanos.
– No -grité de vuelta-, yo no sé montar. Pero tú no sabes escribir un libro.
No me entendió, o era muy lerdo, porque el resto del día se dedicó a hacer cosas prácticas, movió trailers, amarró cables, levantó máquinas, arreó caballos, probó rifles y contó cartuchos de salva en voz alta, todo como si quisiera impresionarme con su habilidad mecánica, a mí que no sé ni manejar un auto ni cambiar una llanta. Su exhibicionismo físico me confortaba, sin embargo. Alguna vez, cuando la peinadora me contó que desde Oregon el stuntman andaba tras de Diana, lo imaginé dentro del trailer con ella mientras yo permanecía en Santiago escribiendo mis cuartillas con desgano, y desengaño, crecientes. Ahora, viendo sus baladronadas machistas, me convencí de que jamás la había tocado. Mostraba demasiado, insistía, no estaba seguro, no era un rival…
De regreso a Santiago, Diana se recostó sobre mi hombro y jugó con mis uñas, excitándome. Cruzamos en el automóvil al lado del niño que fue Juárez y le conté la historia a Diana.
– ¿Qué le dijiste?
– La verdad. Que no sabía nada.
Ella soltó un ruido gutural que sofocó enseguida, llevándose la mano a la boca, soltando mis uñas.
– Qué mal has hecho.