– No te entiendo.
– ¿Cómo vas a entender? Tú eres el hombre que siempre tiene la mesa puesta, tú no sabes lo que es luchar, salir del hoyo…
– Diana…
– Debiste decirle que sí, ¿no te das cuenta?, debiste decirle que lo viste, que estuvo estupendo, que la película es un éxito en todas partes, que pronto vendrá aquí a Santiago y le callará la boca a sus amigos…
– Pero eso es una ilusión…
– ¡El cine es una ilusión! -sus ojos gritaron más que su voz.
– Me niego a darle falsas esperanzas a esta gente. Es peor. Te juro que luego resulta peor. La caída es desastrosa.
– Pues yo creo que hay que darle una mano al que la necesita, todos necesitamos que nos den una mano…
– Una limosna, quieres decir…
– Okey, eso, una limosna…
– Para que nunca salgan de limosneros. Detesto la caridad, la filantropía…
Se apartó de mi contacto, como si la quemara, helada ella misma.
– Mañana mismo voy a buscar a ese niño.
– Vas a hacerlo más desgraciado, te digo.
– Voy a buscar esa película, lo voy a traer aquí, se la voy a mostrar al niño, a su familia, a sus amigos…
– Lo van a odiar más que nunca, lo van a envidiar, Diana, y no habrá secuelas, no hará otra película…
– Qué poca imaginación tienes, te digo que careces por completo de imaginación y de compasión también…
– Para ti todo son pastas de dientes italianas…
Nos dimos las espaldas, mirando atentamente hacia un paisaje sin interés, abolido, borrado.
XVIII
– Dejaste la puerta abierta.
– Te equivocas. Mírala. Está bien cerrada.
– Me refiero a la puerta del baño.
– Sí. Está abierta. ¿Y qué?
– Te he pedido que la tengas siempre cerrada.
– Es que en este momento estoy entrando y saliendo constantemente.
– ¿Por qué?
– Por lo que tú gustes. Porque me dio súbitamente la venganza de Moctezuma, porque…
– Mientes. Eso no les pasa a ustedes. Lo reservan para nosotros.
– La diarrea no conoce fronteras ni culturas, ¿sabes?
– Eres de una vulgaridad espantosa.
– ¿Qué más te da que la puerta del baño esté abierta o cerrada?
– Es un favor que te pido.
– Qué mona. Menos mal que no me das órdenes. Estoy en tu casa.
– No he dicho eso. Sólo te pido que respetes…
– ¿Tu manía?
– Mi inseguridad, estúpido. Soy muy parcial a lo que está abierto o cerrado, tengo miedo, ayúdame, respétame…
– ¿Nuestra relación va a depender de que yo cierre o deje abierta la puerta del baño?
– Es una cosa muy pequeña. Y sí, estás en mi casa…
– Y tú en mi país.
– Comiendo mierda, es verdad.
– Podemos regresar a Iowa a comer fritangas en celofán, hamburguesas de carne de perro, cuando gustes…
– Si no respetas mi vulnerabilidad, puedes tomar para ti otro baño y dejarme este solo para mí…
– También puedo irme a dormir a otra recámara.
– Te estoy pidiendo un favor pequeñísimo. Deja cerrada la puerta del baño. Me dan miedo las puertas de baño abiertas, ¿ya?
– Pero no te importa dormir con las cortinas de la ventana apartadas.
– Eso me gusta.
– Pues a mí no. Entra un sol bárbaro muy temprano y no me deja dormir.
– Te presto un antifaz de American Airlines.
– Tú te levantas al alba, está bien. Pero yo me quedo con una jaqueca de la chingada.
– Ve a la farmacia y cómprate una aspirina.
– ¿Por qué insistes en dormir con las cortinas apartadas?
– Estoy esperando.
– ¿A quién? ¿A Drácula?
– Hay noches muy hermosas en las que la luna invade una recámara, la transforma y te transporta a otro momento de tu vida. Quizás eso ocurra otra vez.
– ¿Otra vez?
– Sí. La luz de la luna dentro de runa recámara, dentro de un auditorio; eso transforma al mundo, en eso sí puedes creer.
– Me has dicho que no crea en tu biografía.
– Sólo en las imágenes que yo te vaya ofreciendo.
– Perdóname. Dejaré la puerta cerrada. Que no se vaya a escapar ni un rayo de luna.
– Gracias.
– Si es que entra una noche.
– Va a entrar. Mi vida depende de ello.
– Me parece que quieres decir: Mi memoria.
– ¿Tú no recuerdas una noche que quisieras recuperar?
– Muchas.
– No, no puede ser "Muchas". Una sola o nada.
– Tendría que pensarlo.
– No. Imaginarlo.
– Dime qué utilería me hace falta, Duse.
– No te rías.
– Duse meduse.
– Hace falta nieve.
– ¿Aquí…?
– Nieve todo el tiempo. Nieve durante las cuatro estaciones del año. No lo imagino sin nieve. Nieve afuera. Un círculo. Un teatro circular. Un auditorio. Una tragaluz. La noche. Yo recostada en el escenario. Solos los dos. Él encima de mí. Buscando con su mano. Levantando mi faldita.
– ¿Así?
– Explorándome con una ternura maravillosa que ningún otro hombre ha sabido darme.
– ¿Así?
– Paciente, explorando, levantándome la faldita, metiendo la mano entre mis calzoncitos, buscando en la oscuridad…
– Así.
– Hasta que pasa la luna y la luz nos inunda, la luz de la luna ilumina mi primera noche de amor, mi amor…
– Así, así…
– Así. Por favor, pronto.
– Pero no hay luna. Lo siento.
– ¿Qué?
– Que la luna no está allí. Vamos a tener que esperarnos. O si quieres, compro una de papel y te la cuelgo sobre la cama.
– No tienes imaginación, ya te lo dije.
– Oye, no llores, no es para tanto.
– Casi. Casi lo lograste. Qué lástima.
– Toma.
– ¿Qué haces? ¿Qué es eso?
– Un regalo. A cambio de la pasta de dientes.
– Has matado mi imaginación. No tienes derecho.
– Ya son las tres de la mañana. Tienes que levantarte muy temprano. ¿Se te ofrece algo más?
– Levántate y cierra la puerta del baño, por favor.
– Buenas noches.
XIX
Las autoridades de Santiago le ofrecieron una cena al equipo de filmación. Un patio del Ayuntamiento colonial fue preparado con mesas, sillas, y decorado con papel picado y faroles chinos. Los funcionarios se distribuyeron equitativamente: el señor gobernador con el director, el presidente municipal con el actor y su novia, Diana y yo con el comandante de la zona militar, un general de aspecto llamativamente oriental. Dicen que el general Francés Máxime Weygand era hijo natural de la emperatriz Carlota y de un tal coronel López, edecán de Maximiliano que lo traicionó dos veces: primero con la emperatriz, en seguida en el sitio republicano de Querétaro, donde López le abrió el camino a los juaristas para que capturaran al emperador austriaco. Para entonces, Carlota ya se había marchado a Europa, a pedirle ayuda a Napoleón III, otro traidor, y al Papa Pío IX. Se volvió loca en el Vaticano y fue la primera mujer (oficialmente) en pasar la noche en las recámaras pontificales. ¿Se volvió loca o éste fue el pretexto para disimular su embarazo y su parto? Ella ya no salió más del encierro de su castillo y al joven cadete "Weygand", nacido en 1867 en Bruselas, el gobierno real de Bélgica le pagó los estudios en St. Cyr y llegó a ser jefe del Estado mayor de Foch en la primera guerra y supremo comandante aliado al iniciarse la segunda. Debió llamar la atención en Francia este militar de rostro manchú, pómulos altos, nariz maya, labios delgados como una navaja y coronados por un bigotillo escaso, muy recortado, apenas una sombra. De estatura baja, de huesos finos y empaque tieso, con el pelo negro rapado en las sienes, describo al general Weygand sólo para describir al general Agustín Cedillo, comandante de la zona militar de Santiago. Lo asocio con el imperio impuesto por Napoleón III a México porque, además, en uno de los balcones del patio subsistían, sin duda por un descuido republicano, las armas del imperio: el águila con la serpiente pero coronada y al pie del nopal el lema: