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– Hubieran evitado esos errores tomando el poder -dije en plan provocador.

– ¿Quiénes?

– Ustedes. Los militares.

Por primera vez, el general Cedillo abrió los ojos y levantó los repliegues de su frente donde debían encontrarse unas inexistentes cejas.

– N'hombre, don Benito Juárez se habría dado dos vueltas en su tumba.

Recordé al niño pastor que figuró en la película inglesa.

– ¿Quiere usted decir que el ejército mexicano no es el ejército argentino, que ustedes respetan a todo trance las instituciones republicanas?

– Quiero decir que somos un ejército emanado de la revolución, un ejército popular…

– Que sin embargo dispara contra el pueblo, si hace falta.

– Si nos lo ordena la autoridad constituida, los civiles -dijo sin parpadear, pero yo sentí que lo había herido, que había, tocado una llaga abierta, que el recuerdo de Tlatelolco era vergonzoso para el ejército, que quería olvidar ese episodio, que de eso no se hablaba, pero que se entendiera lo que Cedillo me estaba diciendo: sólo obedecimos órdenes, nuestro honor está a salvo.

– No debieron hacer labor de policías, o de halcones -le dije y me arrepentí de hacerlo, no por mí, sino por mis amigos norteamericanos, por Diana. Estaba violando mi propia regla, la que le expliqué al estudiante Carlos Ortiz: No tengo derecho a comprometerlos políticamente.

Me arrepentí también porque comparándolos con policías y matones a sueldo, insultaba a los militares, innecesariamente, me dije, por juego, por provocador yo mismo. Pero como siempre me ocurre, mientras más juraba que no me metería en política, más se metía la política en mí.

– Usted fue muy crítico de lo que pasó en el 68, ya lo sé -me dijo limpiándose los labios de la salsa del asiento de puerco.

– Me quedé corto -le contesté, incontrolado, encabronado.

– Dígale a su amiga que se cuide -dijo entonces el samurai mexicano, súbitamente convertido en verdadero señor de la guerra, dueño de las vidas reunidas esta noche en torno a su voluntad, su capricho, su misterio.

No daba crédito a mis orejas. ¿Dígale a su amiga que se cuide, eso dijo el general? Como para disipar cualquier duda, Cedillo hizo entonces lo que yo temía. Miró a Diana. La miró directamente, sin tapujos, sin pudor, con un brillo salvaje en el que yo vi, con pavor, lujuria y muerte, una naturaleza domada durante siglos sólo para saltar mejor sobre la presa, vencida de antemano, en ese momento oportuno al que el general se refirió. La quería, la amenazaba, me detestaba y a ambos, a Diana y a mí, la mirada del comandante nos comunicaba en ese momento un intenso odio social, una implacable oposición de clase, un resentimiento que me llegó en oleadas, comunicado por la intensidad de la mirada, generalmente velada, del militar, a los demás comensales, el alcalde, el gobernador, la sociedad local, los guardaespaldas que al ver a Cedillo, como quien recibe una hostia y se siente lleno del cuerpo y el espíritu del Señor, se movieron, removieron, agruparon, avanzaron un poco, llevándose las manos a los secretos sobacos armados, hasta que la caída de los párpados, la orden de tranquilidad, les llegó desde esos mismos ojos acostumbrados a mandar y ser obedecidos sin el menor respingo, desde lejos, a ciegas de ser preciso.

Fue como una resaca súbita; la marejada se retiró, el instante de tensión no llegó a más, los guaruras volvieron a fumar y a formar círculos masónicos, el gobernador, el muy idiota, se soltó chiflando, el alcalde ordenó que trajeran los cafecitos, pero yo sentí la continuidad de la alarma que el general provocó, dentro de mí; no se disipaba su amenaza, supe que me acompañaría, muy a mi pesar, el resto del tiempo que pasara en Santiago, fastidiando mi amor, mi trabajo, mi tranquilidad…

– No te enredes en México -le dije a Diana cuando en su nombre me excusé, ella tenía llamado a las cinco de la mañana, nos levantamos, caminamos muy despacio fuera del patio-. Nunca saldrás del enredo, una vez que te metes en él.

Ella me miró impávida, como si la insultara al recomendarle cautela.

Me dio gusto, sin embargo, mirar hacia un rincón del patio, ver al grupo de estudiantes y darme cuenta de que los distinguía claramente de los guardaespaldas. No había confusión posible. Carlos Ortiz era alguien muy distinto del general y sus guaruras. Me salvó la noche saberlos distintos, nuevos, acaso salvados ellos mismos… La inquietud hacia Diana, por lo que dijo el general, se impuso, sin embargo, a cualquier motivo de satisfacción. ¿Qué quiso decir? ¿En qué podía una actriz de Hollywood molestar, interferir, provocar a un general del ejército mexicano?

– ¿Sentiste qué pesado ambiente? -le dije a Diana.

– Sí. Pero no entendí las razones. ¿Y tú sí?

– No. Yo tampoco.

– Les damos envidia porque nos queremos – soltó una risa preciosa la mujer.

– Sí. Eso es. Sin duda.

En el cerebro me retumbaban las frases del general Agustín Cedillo.

– Dígale a su amiga que se cuide. Cuando quiera pase a las dos de la tarde a comer conmigo en el Club. Aquí mismo, en la Plaza de Armas.

XX

Para corresponderle el regalo de la pasta de dientes italiana, y hacerme perdonar la actitud hacia el niño pastor, salí una tarde aburrida y caliginosa a buscar algo para Diana. Las calles de Santiago, en la tarde, son abismalmente solitarias; se desbarata en las banquetas un sol plomizo y no abundan en esta ciudad ni los árboles ni los toldos para guarecerse. Me sentía cansado y mareado al cabo de caminar diez cuadras. Me apoyé contra una puerta de batientes de ocote y al hacerlo entreabrí la visión de una cueva llena de tesoros. Era un anticuario que, por razones provincianas que me cuesta descifrar, no se anunciaba. Así hay restoranes en Oaxaca, libreros en Guadalajara, bares en Guanajuato, que no anuncian lo que son. Su convicción, me imagino, es que los verdaderos clientes no necesitan publicidad para llegar allí. Estos lugares secretos de México sienten que la afluencia publicitaria no haría sino rebajar la calidad de lo que se ofrece, dándole gusto al más bajo denominador. La verdad es que en México hay un país secreto, que no se anuncia, que sólo la tradición conoce y reconoce. Allí se gestan, y se continúan, la cocina, las leyendas, las memorias, los diálogos, todo lo que desaparece, evaporado, apenas lo proclama la luz neón.

Había mucho mobiliario de la vuelta de siglo. Las familias, al hacerse modernas, al emigrar de la provincia a la capital, abandonaron estas maravillas finiseculares, los sillones de mimbre, los espejos de cuerpo entero, las cómodas con tapa de mármol, los aguamaniles, las pinturas de género -cacerías, bodegones…-. El dueño de la tienda se acercó a mí. Era un mestizo con ojos achinados y una camisa rayada, sin cuello ni corbata, aunque su chaleco era cruzado por una valiosa leontina de oro. Le sonreí y le pregunté si el negocio iba bien. "Guardo cosas", dijo él. "Impido que las cosas se hagan polvo." "¿Puedo mirar?" "Sírvase nada más."

Encontré un atril lleno de carteles y grabados maltratados. No sé cómo habían llegado hasta aquí afiches del transatlántico francés Normandie, con sus maravillosas líneas art deco, aunque sí me explicaba los de películas de la MGM que yo mismo vi en el cine Iris de México siendo niño, Motín a Bordo, La Madre Tierra, María Antonieta… Mis dedos tocaron un papel rugoso, resistente, que había sufrido mucho menos que los carteles. Olí, sentí algo en su tacto y lo extraje con gran cuidado de ese nido de tintas olvidadas. Era un Posada. Un grabado de José Guadalupe Posada, perdido en esta tienda, bien conservado, con el pie de imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, Calle de Santa Teresa número 1, año de 1906. Lo extraje como si estuviera en el Albertina de Viena y tocase un grabado de Lucas Cranach. No me equivoco en la comparación. Hay un parentesco, lejano pero cierto, entre el pintor alemán del siglo XVI y este artista de la provincia mexicana, muerto apenas en 1913. Los une la larga danza de la muerte, la gallarda que implacablemente va trenzando cuerpos, añadiendo día con día tesoros al peculio más abundante de la humanidad, la muerte.