Despertó alterada, otra noche. Me dijo que se imaginó entrando a un salón que esperaba encontrar lleno de gente. Desde lejos se oían las conversaciones, la risa, la música, hasta el choque de copas. Pero al en
trar al salón, no había nadie. Sólo se oía el crujir de una falda larga, como de tafeta. Empezó a gritar para que la oyesen afuera. Despertó, yo pensé en el grabado que le regalé.
XXII
Los caprichos y sobresaltos nocturnos fueron adormeciendo mi atención. Si la oía moverse de noche, no le hacía caso. Si se levantaba de la cama, la imaginaba, entre sueños, corriendo cortinas y cerrando puertas. Cuando figuraba en mis pesadillas, vestía de negro frente a un balcón y otra mujer vestida idénticamente disparaba contra ella.
La música, sin embargo, no figura en este inventario de caprichos. Todo ocurría en medio de largos silencios punteados por los disparos. Me despertó una noche la voz de Diana, lejana pero inusitada, canturreando algo con una voz que no era la de ella, como si otra voz, lejana, acaso muerta, hubiese regresado a posesionarse de la suya, aprovechando el misterio de la noche para recobrar una presencia perdida en el olvido, la muerte, la usura del tiempo.
La sensación era tan insólita, y tan alarmante, que puse toda mi atención en ella, sacudiéndome la neblina de la mente para escucharla y verla, claramente, en una noche en que la luna llena entraba con un vasto abrazo blanco por la ventana abierta. Diana sentada junto a la ventana, vestida con su babydoll blanco, canturreando una canción que distinguí al poco rato. Era un éxito de la joven Tina Turner y se llamaba Remake me, o Make me Over, Rehazme, Hazme de Vuelta.
Diana tenía algo en las manos, le cantaba a un objeto, claro, al teléfono, admití con dolor y celo súbito, disipando la imagen de una mujer perturbada por la luna llena, una loba desamparada aullándole a la diosa de la noche, Artemisa, su némesis, Diana, su tocaya.
Si una ráfaga de dolor me dijo primero que estaba loca, en seguida una puñalada de celo me advirtió, le canta a alguien… ¿debía interrumpir el melodrama con otra escena, mía, celosa, furibunda? La cautela pudo más que el honor, y la curiosidad más que ambos. Ni Hamlet ni Otelo, fui esa noche un Epimeteo cualquiera, más interesado en saber lo que ocurría que en impedirlo o pasarlo por alto. Si no me medía, no sabría qué estaba ocurriendo… Abrí la caja de Pandora.
Me hice el dormido. Ya no la escuché más. Al rato sentí su cuerpo cálido junto al mío, pero extrañamente apartado, sin buscar, como a veces ocurría, mis pies con los suyos…
¿Hasta cuándo iba a aguantarme las ganas de saber con quién hablaba Diana a las tres de la mañana, a quién le cantaba canciones de Tina Turner por teléfono? Porque a partir de esa noche, ella habló todas las noches, sentada en medio de un charco de luz de luna menguante, con una voz lejana e incomprensible al principio (otra voz, imitada o posesiva, Diana dueña de la voz mimética, o ésta posesionada de Diana, no lo sé) pero que cada noche, a medida que la luna iba agonizando, se hacía más alta, más audible, pasando de la letra de la canción, Remake me, a frases no cantadas sino dichas con esa misma voz honda, aterciopelada, que no era la de Diana. Su voz normal venía de arriba, de la mirada clara, cuando mucho de los preciosos senos suaves y blancos; esta voz nocturna provenía de las tripas, de los ovarios, cuando mucho del plexo, y decía cosas que yo no podía entender sin conocer la pregunta o la respuesta que las atendían del otro lado de la línea, dondequiera que ésta estuviese…
Recordé la pasta del Capitano traída desde Italia e imaginé la comunicación a larga distancia con cualquier punto de la Tierra. Imposible adivinar; yo sólo escuchaba, con inquietud creciente, la voz ajena de Diana, las palabras inexplicables:
– Who takes care of me? ¿Quién se ocupa de mí?
Supe que no era yo. A mí no me pedía eso: Ocúpate de mí. Se lo pedía al otro, a otros. ¿Un amante, sus padres, su marido con quien mantenía una relación de afecto y cercanía (tres de la mañana en México; mediodía en París)? Pero supe que la que hablaba tampoco era ella. Lo dijo claramente. Una noche hablaba diciendo: Soy Tina, otra: Soy Aretha, otra: Soy Billie… Entendí las alusiones, retrospectivamente. Billie Holliday era la más dolorosa de todas las cantantes de jazz, la voz nuestra de cada pena, la voz que no nos atrevemos a escuchar en nosotros mismos pero que ella se echa encima, en nuestro nombre, como un Cristo negro, femenino, Cristo crucificado que carga con todos nuestros pecados:
"got the moon above me
but no one to love me
lover man, where can you be?"
Aretha Franklin era la voz gozosa del alma, la gran ceremonia colectiva de la redención, un bautizo renovado, purificador, que nos despojaba del nombre usado, gastado, y nos daba otro, nuevo, limpio y reluciente.
"A woman's only human you've got to understand"
y Tina Turner era la mujer herida, abusada, víctima de la sociedad, el prejuicio, el machismo, la mujer joven que de todos modos sentía en su sojuzgamiento la promesa de una madurez libre, limpia, que iba a llenar al mundo de alegría porque un día ella supo de grandes penas.
"You might as well face it: you're addicted to love"
Entre canción y canción, escuché las frases que no tenían sentido para mí porque no eran parte de una melodía conocida, grabada y repetida por todos, sino estrofas mutiladas de un diálogo que para mí era el monólogo de Diana a la luz de la luna.
– ¿Cómo? Soy blanca.
¿Qué le dijeron? ¿Qué cosa contestaba, quién se la preguntaba? ¿Qué quería decir Diana cuando le decía a la bocina: Hazme verme como otra? Estas preguntas comenzaron a torturarme, por su misterio intrínseco, por la lejanía que creaba entre mi amante y yo, porque la obsesión de saber qué ocurría, con quién hablaba Diana, interrumpía mis mañanas, me impedía trabajar, me sumía en la depresión literaria. Revisaba con desgano mis cuartillas y las encontraba insulsas, mecánicas, desprovistas de la pasión y el enigma de mi posible vida diaria: Diana era mi enigma, pero me convertía a mí mismo en enigma de mí mismo. Ambos éramos, solamente, posibilidades.
Esperaba con impaciencia la noche y el misterio.
No me atrevía, desde la cama, a interrumpir el diálogo secreto de Diana. Sólo provocaría una escena, acaso una ruptura. Me confesaba cobarde, una vez más, ante la idea de perder a mi adorada amante. No ganaría nada levantándome de la cama, dirigiéndome a ella, arrebatándole la bocina, exigiendo como marido de melodrama, ¿a quién le hablas, con quién me engañas?
Me humillé a mí mismo hurgando, entre las pertenencias de Diana, a ver si descubría un nombre apuntado al azar, un número de teléfono, una carta, cualquier indicio de su misterioso interlocutor nocturno. Me sentí sucio, pequeño, despreciable, abriendo cajones, bolsas de mano, maletas, zippers, metiendo los dedos como oscuros gusanos entre calzoncitos, medias, brassieres, toda esa ropa interior indescriptible, que un día me deslumbró y que ahora manoseaba como si fueran trapos viejos, klinex desechables, kótex sucios…
Ella me tenía que dar la oportunidad. Me la dio una noche. Me invitó, estoy seguro, a compartir su misterio.
XXIII
El viejo actor había estado deprimido esa noche, haciendo recuerdos y añorando, sin embargo, un tiempo pasado que acabó por abandonarlo. Se sentía traicionado por su tiempo. Sentía, también, que él había traicionado algo, la promesa, el optimismo, de los años del Nuevo Trato. En su evocación de nombres, obras, organizaciones de los años treinta, había a la vez una nostalgia y un desdén, sí, una nostalgia desdeñosa. Se decía y nos decía; hubo tantas promesas que no se cumplieron; se decía y nos decía: no merecíamos que se cumplieran.