Esa noche, él hubiese querido canalizar ese sentimiento hacia uno de los juegos de salón con los que intentábamos disimular el tedio de Santiago. Como no obtuvo respuesta ni de Diana ni de mí (ambos encastillados, seguramente ya lo sabía ella de mí como yo de ella, en el enigma de esas llamadas nocturnas, disimuladas, jamás mencionadas a la luz del día), Lew Cooper se embarcó en la explicación no pedida de por qué dio nombres ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes. Fue conciso y contundente:
– Nadie me merecía respeto. Ni los miembros del Comité ni los miembros del Partido Comunista. Ambos me parecían despreciables. Ambos traficaban con la mentira. ¿Por qué iba a sacrificarme yo por unos o por otros? ¿Por salvar mi honor? ¿Muriéndome de hambre?
No fui un cínico, ni se lo imaginen ustedes. Sólo me comporté como todos ellos, los fascistas de derecha que me interrogaban o los fascistas de izquierda que jamás levantaron un dedo por mí. Fui selectivo, eso sí. Jamás di el nombre de alguien débil, alguien que podía ser dañado. Fui selectivo. Sólo di los nombres de aquellos que, en Moscú, se hubieran comportado conmigo igual que éstos en Washington. Se merecían los unos a los otros. ¿Por qué iba a ser yo el chivo expiatorio de sus mutuas canalladas?
– ¿Puedes medir el daño que le pudiste hacer a quienes no querías dañar? -le pregunté.
– Yo no los mencioné. Los mencionaron otros. Si hubo vidas destruidas, no fui yo quien las destruyó. Lo único que hice fue no destruirme a mí mismo. Lo admito.
– Lo malo de los Estados Unidos es que si te denuncian como antipatriota, todo mundo se lo cree. En la URSS, en cambio, nadie se lo creería. Vichinsky no tenía el menor crédito. McCarthy, en cambio, sí.
Esto lo dije yo, pero Diana se apresuró a añadir:
– Mi marido siempre dice que el dilema de los liberales norteamericanos es que tienen un enorme sentido de la injusticia, pero ningún sentido de la justicia. Denuncian, pero no actúan.
– Lo he leído -dije yo-. Añade que se niegan a afrontar las consecuencias de sus actos.
¿Era el momento de preguntarle, tranquilamente, si la persona con quien se comunicaba de noche era, precisamente, su marido? ¿Qué tal si no era así? ¿Qué olla de grillos -can of worms- iba a destapar? Otra vez, me quedé callado. El actor discurría sobre la emoción extraordinaria de los experimentos escénicos del Group Theatre en Nueva York, la comunión de público y actores, en los años treinta, el tiempo y los escenarios de mi juventud…
La frontera se borraba entre el escenario y la platea. Las personas sentadas en las butacas eran actores también y se sentían exaltadas por esas actuaciones extraordinarias, sin darse cuenta de la terrible ilusión que compartían, actores y espectadores. Las tragedias interpretadas en el teatro por aquéllos iban a convertirse, triste, dolorosamente, en las tragedias vividas por éstos. Y los actores, como parte de la sociedad, no iban a escapar al destino que, primero, interpretaron. Francés Farmer, rubia como un trigal, acabó manchada por el alcohol, la prostitución, la locura y el fuego. John Garfield, dueño de toda la rabia urbana acumulada, murió haciendo el amor.
– ¿No lo envidias? -interrumpió Diana.
– J. Edgar Bromberg, Clifford Odets, Gale Sondergaard, todos perseguidos, mutilados, quemados por los cazadores de brujas…
– Odets estuvo casado con una mujer de belleza sublime -recordé-. Luise Rainer. Una vienesa anunciada como "la Duse de nuestro tiempo". ¿Por qué la Duse? ¿Por qué no ella misma: Luise Rainer, la incomprable, frágil, desmayada, exaltada Luise Rainer, herida por el mundo porque quería ser…?
– Otra -dijo Diana-. ¿No lo entiendes? Quería ser otra, Duse, Bernhard, no ella misma…
– Estás hablando por ti misma -me atreví.
– Por toda actriz -dijo Diana con vehemencia y despecho.
– Claro, toda actriz quiere ser otra o no sería actriz -dijo Lew, avuncularmente.
– No -dijo con ojos asustados Diana-. Más que eso. Negarse a asumir los papeles que te asignan, rechazarlos, asumir en cambio los personajes de los que uno sólo ha oído hablar…
A propósito, repetí allí mismo sus palabras, personalizándolas, radicándolas en ella, despojándola de la coartada inglesa del verbo infinitivo ("ser o no ser") o de la urbanidad colectiva ("uno"): -Tú te niegas a asumir los papeles que te dan. Tú interpretas los personajes de los que sólo has oído hablar…
Dijo esto para no hablar de lo que realmente quería: ¿a quién le hablas por teléfono a las tres de la mañana? Mi muina simplemente tomaba caminos torcidos. El actor sintió la tensión entre ella y yo creciendo por encima de la suya propia y continuó evocando:
– Le oí a Luise Rainer decirle algo muy lindo a Clifford Odets. Le dijo que era sietemesina y andaba siempre buscando los dos meses que le faltaban. Ella dijo: Los encontré contigo. Pero él era muy izquierdista y en su obra escribió: La huelga general me dio mis dos meses que me faltaban. No el amor, sino la huelga. La verdad es que todos andamos buscando los meses que nos faltaron. Dos. O nueve. Da igual. Queremos más. Queremos ser otros. Diana tiene razón… Odets sacrificó a su mujer para hacer un lema político.
– Diana quiere disfrazarse y disfrazarnos -me reí sarcástica, ofensivamente-. A ti te invitó para disfrazar nuestro amasiato. Aunque sea cierto y todo el mundo lo sepa, ella tiene que disfrazarlo, sabes, para actuar, para ser otra, para actuar bien en la vida porque no sabe actuar bien en la pantalla… Me joden las putas que quieren ser vistas como amas de casa clasemedieras.
– Buenas noches -dijo Lew levantándose abruptamente y mirándome con desprecio.
– No, no te vayas. ¿No sabes que vivimos con Diana en un monasterio, tú el superior, yo el novato? O será un falansterio artístico, tú el juglar, yo el escriba, Azucena la maritornes. Pero aquí nadie fornica, qué va. Eso cuándo se ha visto, aquí todo el mundo viene a recogerse, no a cogerse. Mugre convento, pinche falansterio…
– Prefiero oír el rock and roll, que detesto, a oír estas estupideces. Buenas noches, Diana.
– Buenas noches, Lew -dijo ella, con ojos inquietos pero resignados.
Yo la imité con voz tipluda:
– Ay, ¿a quiénes he invitado a compartir mi casa?
– Vente a dormir, cariño. Has bebido mucho hoy.
XXIV
Era cierto y me costó conciliar el sueño. Me di cuenta de todo. Esa noche, ella se levantó. Ostentosamente, no volteó a mirarme para saber si estaba dormido. Salió de la recámara. Las cortinas estaban abiertas. La luz de la luna caía libremente sobre el viejo teléfono negro. Oí un ligero click. Me levanté, caminé hasta la piscina lunar. Extendí la mano para tomar el teléfono. Me detuve temeroso. ¿Ella se daría cuenta de que yo sabía? ¿Hablaba ella en ese momento desde otro lugar de la casa? ¿Tenía yo derecho a oír una conversación privada? Había hurgado en las bolsas, los cajones, la ropa interior… Qué más daba una indignidad más.
Levanté la bocina y escuché las dos voces por la extensión telefónica. La de ella era la voz desconocida que aprendí a adivinar de noche, secretamente. Una voz llegada de otra geografía, de otra edad, para apoderarse de la suya… Tal era mi fantasía. No era, en verdad, más que la voz de la actriz Diana Soren interpretando un papel que jamás le darían en la pantalla. La voz de una negra. Hablaba con un negro. Esto era evidente. Aunque fuese un blanco imitando a un negro, como ella imitaba a una negra, era la voz de un negro. Quiero decir, era la voz de alguien que quería ser negro, sólo negro. Esto es lo que me impresionó, disipando las brumas etílicas de mi creciente amargura (tango, bolero…). Ahora entendí lo que escuché las anteriores noches en la recámara, cuando ella decía cosas como "Hazme verme como otra", o "¿Cómo? Soy blanca".