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– ¿Tuvo que exhibirlo en Jeffersontown? Creí que no le importaba el qué dirán de ese mundo.

– Sí. Ella nunca quiso ser juzgada como una personalidad esquizoide, la chica pueblerina dividida entre su hogar, su familia, su paz de espíritu, su estabilidad de clase media, sus Navidades y sus Días de Gracias, y todo lo demás…

– ¿Tuvo que fotografiar el cadáver del niño? Me parece una…

– Necesitaba ser testigo de su propia muerte. Es todo. Quiso ver cómo sería vista si ella misma regresaba muerta a su pueblo, quería ver las caras, oír los comentarios, cuando aún podía hacerlo. Ese bebé fue una Diana sustituta, una niña inocente, Diana pura y vuelta a nacer. Ya ves, la puta murió en su país. Y muere todo el tiempo.

– Perdón. Je suis desolé -dije y recordé a Diana.

Me apretó el brazo. -Quería responder a la opresión con algo más que la política, que no entendía.

Creía que la sexualidad y la vida romántica serían su aportación a un mundo en el que sobraba eso mismo. No se dio cuenta de que una cosa llevaba a la otra, ¿ves?, la rebeldía al exceso sexual y éste al alcohol y al trago a la droga y la droga al terror, a la violencia, a la locura…

– Entonces hay que juzgarla como no quería, como la chica pueblerina que no resistió el mal de un mundo para el cual no estaba preparada…

– No. Yo la quise. Perdón: la quiero.

– Yo ya no.

– Era una ingenua política. Le advertí muchas veces que los gobiernos democráticos saben que la mejor manera de controlar un movimiento revolucionario consiste en crearlo. En vez de encarnarlo, como los regímenes totalitarios, lo inventan, lo controlan y cuentan con un enemigo confiable. Ella nunca entendió esto. Cayó una y otra vez en la trampa. La FBI decidió darle la puntilla con una gran carcajada.

– Creí que la ibas a defender.

– Claro que sí. Diana Soren, querido amigo, fue un ser ideal. Resumió el idealismo de su generación, pero fue incapaz de vencer a una sociedad corrupta y a un gobierno inmoral. Es todo. Piensa así en ella.

Escuchamos la voz alegre de Gabriella buscándonos en el laberinto, reclamándonos para ir a comer…

XXXIII

La versión más terrible del fin de Diana me la dio Azucena, la secretaria catalana. La encontré por casualidad en las ramblas de Barcelona, a mediados de los ochentas. Yo había ido a visitar a mi amiga y agente literaria, Carmen Balcells, con un propósito caritativo. Quería pedirle que apoyara al novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga, injustamente olvidado por todos salvo por José Donoso y por mí. Ocupaba un puesto menor en el Ministerio de Relaciones en Quito, donde la altura lo sofocaba y el empleo le impedía escribir. ¿Qué podíamos hacer por él?

Azucena trajo a mi memoria los días pasados en México y la grata sensación de su presencia siempre tan digna. Mientras caminamos hacia el Paseo de Gracia, donde yo me alojaba, ella habló con la cabeza baja e hizo una exposición severa, objetiva, de los hechos que, por respeto a Diana y a sí misma, Azucena no quería rebajar al sentimentalismo.

Ella la acompañó a los Estados Unidos al entierro del bebé en Jeffersontown. En el vuelo de París a Nueva York y luego a Iowa, Diana estuvo tranquila, con una sonrisa lejana, casi beatífica, imaginando el cadáver en el ataúd blanco que la acompañaba en este viaje que había realizado docenas de veces. Pero en el vuelo de regreso, de JFK a De Gaulle, sucedió algo terrible. Diana se excusó para pasar al baño. Tres minutos más tarde, salió desnuda, gritando y corriendo a lo largo del pasillo. Nadie se atrevió a tocarla, a detenerla, hasta que un negro fortachón lo hizo, la envolvió en un cobertor y la devolvió, súbitamente tranquilizada, pero mirando intensamente a los ojos del pasajero negro, a su sitio al lado de Azucena en la primera clase. La catalana le dio unas pastillas somníferas y le aseguró a las azafatas que de allí en adelante Diana dormiría tranquilamente.

Siguió tranquila en París por algún tiempo, compartiendo el apartamento del Boulevard Raspail con Iván, con quien ya no tenía relaciones. Buscaba, en cambio, chicos jóvenes en los bares y hoteles de París, sobre todo si eran jóvenes y jipis, con un aire de espiritualidad y un culto por la droga, que entonces empezó a tomar en serio, naturalmente, como el siguiente paso de su maduración espiritual y su rebelión. Pero pertenecía al mismo tiempo a la cultura del alcohol y Diana no era una mujer que abandonara una etapa anterior de su vida cuando se zambullía en una nueva.

Entendí, en las palabras de Azucena, una gran verdad sobre mi antigua y pasajera amante. Lo quería todo, pero no de una manera avara o egoísta, sino todo lo contrario, como una forma de generosidad consigo misma pero también con el mundo, los mundos, que iba viviendo. La provincia del Medio Oeste norteamericano, Hollywood, el mundo intelectual que su marido le ofreció en París, la rebelión de los sesenta, las causas liberales, los Panteras Negras, el revolucionario mexicano, todo lo iba acumulando para que todos esos mundos siguieran siendo suyos pero, sobre todo, para que ninguno de ellos la considerara ingrata, o incapaz de responder a su propio pasado. El pasado era una responsabilidad inconclusa que a ella la correspondía cargar, aunque fracasara.

– ¿Por eso no sacrificaba nada? ¿Por eso regresó con el niño muerto a Iowa?

– No sé -contestó sencillamente Azucena-. La verdad es que Diana sufrió mucho. Entraba a un lío y ya nunca salía de él, como no fuera metiéndose a otro lío.

Quería mantenerse delgada para volver a filmar. Las dietas rápidas la debilitaban y enervaban. Aumentaba su dosis de alcohol para acallar sus temores. El alcohol la hinchaba. Aumentaba la droga para adelgazar y dejar de beber. Entró y salió de varias clínicas. En ellas, se dedicaba a repetir una y otra vez los gestos y ocupaciones más sencillos. Azucena la visitaba a diario y la veía levantarse, ir al baño, orinar, evacuar, tomar su desayuno, lavar su ropa en el lavamanos, barrer su cama y volverse a acostar. Pero cada uno de estos actos, cada uno, tomaba entre dos y tres horas, agotándola. Después de barrer el cuarto, volvía a acostarse hasta el día siguiente, cuando se levantaba e iba al baño y la ronda se reiniciaba.

Miraba en estas ocasiones a Azucena con una mezcla de actitudes y emociones. La miraba de reojo, para asegurarse de que la catalana la estaba mirando a ella, dándose cuenta de lo que hacía y, lo que contaba sobre todo, aprobándola, aplaudiendo el esfuerzo y la importancia de cada uno de sus actos…

Estuvo largo tiempo en un asilo cerca de París, sobre el río, desde donde sólo se veían chimeneas de fábricas a través de las rejillas de la ventana. Allí, Diana empezó por dedicarse a redescubrir su propia cara con su mano frente a un espejo, como si intentara recordarse a sí misma. Ese acto se convirtió en un rito diario. La permanencia de sus facciones parecía depender de él. Sin ese ritual, Diana hubiese perdido su propia cara.

Un día, sin embargo, Azucena notó que los dedos de Diana ya no seguían los contornos de su rostro.

Más bien -lo vio acercándose a ella- dibujaban otra cosa sobre él. No quiso alarmarla. La observó varios días, curiosa, preocupada, atando cabos. Siguió la mirada de Diana del espejo a la ventana. La mujer dibujaba con un dedo sobre su cara el paisaje exterior de chimeneas. Quería el mundo. Quería crearlo. Sólo podía reproducirlo como un tatuaje invisible sobre su rostro en un espejo lleno de escarcha.

Estaba muerta por dentro. Su muerte interior precedió a su muerte exterior. Los hombres que la acompañaban eran, en el mejor de los casos, sus guardianes, sus carceleros. La acompañaban en la droga. Los veía como amigos un día, como enemigos al siguiente. Se escapaba de ellos para recoger desconocidos en los vestíbulos de los hoteles frente a las grandes estaciones, Gare de Lyon, Austerlitz, Gare du Nord. Las estaciones de los viajeros mínimos, anónimos, comerciales. ¿Quiénes serían? De eso se trataba: Nadie. El sexo sin bagaje, nada que entrara de verdad a su vida, porque ella no soltaba nada y el exceso de equipaje ya era muy pesado, muy caro…