– Quiso simplificar tanto su vida que al final sólo comía alimentos de perro.
Nadie le daba trabajo. Imaginaba una extraña película -me dijo Azucena esa tarde en Barcelona, sentados al cabo en un café de las ramblas- en la que no pasaba nada pero todo pasaba al mismo tiempo. Eran cuatro escenas simultáneas, sin gente, puro lugar, puro color, pura sensación. Un lugar era un desierto. Era México. Otro lugar era pura piedra. Era París. Otro lugar era luces, muchísimas luces. Era Los Ángeles. Otro lugar era nieve y noche. Era Iowa. Quería juntarlos todos en una película y sólo entonces, cuando todos estuvieran reunidos, ella entraría a la película.
– ¿Sabes una cosa, Azucena? Ahora voy a voltearme para ver por última vez cada uno de los lugares donde viví.
Fue lo último que le dijo.
XXXIV
Me crucé con ella una noche en un restorán de París a finales de los setenta. Me sonrió fijamente pero no me reconoció. Era como una muerta a la que no le cerraron los ojos. Una sonrisa sin destinatario. El desfase de la mirada. Una zombi de carnes hinchadas. Una carne miserable. Una belleza mal nutrida. No pude impedir que me asaltara un sentimiento inútil. ¿Pude haberla ayudado? ¿Era en algo culpable de esto que estaba viendo y que me miraba sin reconocerme? ¿Un solo muchacho del Medio Oeste norteamericano la hubiese hecho feliz para siempre? ¿Hay una parte de la vida que no se deja purificar? No tengo explicación para lo inexplicable. Pero tampoco la tiene el mundo.
XXXV
Tomé unos años más tarde un avión de Los Ángeles a Nueva York, sin escalas. Venía de dar una serie de conferencias en universidades de California y decidí pagarme el lujo de una primera clase en jumbo para descansar a pierna suelta durante el largo trayecto de seis horas y media. Iba muy poca gente en la primera clase. Cuando todos estábamos sentados, un funcionario de la Pan American Airways (que entonces tenía ese servicio de costa a costa) condujo especialmente a la primera fila a una mujer espléndida que pasó con un perfume entre olímpico y selvático, una negra con falda corta y piernas largas, muslos perfectos y senos maravillosos pero con un vientre de madre, de diosa de la tierra sojuzgada de África y América. El cuello tenso juntaba y delataba todos los pesares, miedos y timideces de esta leona, que lo era, coronada por una melena de animal, con colores de tornasol, cobrizos, rojos, rubios, negros, púbicos. Claro que la reconocí. Era Tina Turner y me llamó la atención su dolor, su modestia disipando todo aire de estrella, toda arrogancia inmerecida. Los ojos velados se decían a sí mismos: No tengo derecho a todo esto, pero sí lo merezco. No pedía perdón por su fama, pero prefería que compartiésemos, al menos en su anonimato viajero, el sentido humano de sus canciones. Se acurrucó junto a la ventanilla de la primera fila, se quitó los zapatos, se puso los anteojos negros y una azafata, comedida, la cubrió con una piel de vicuña, suave, infinitamente arropante, maternal, que protegía a la cantante del sonido y la furia, acariciándola con el dulce sueño de la fatiga.
No quise mirarla demasiado, no quise ser curioso ni impertinente. Pensé en la canción que escuchaba tan seguido Diana Soren, Who takes care of me?, quién se ocupa de mí y mirando a la leona dormida, envuelta en su propia piel, admiré con una ternura dolorosa la fuerza de esta mujer humillada, golpeada, burlada, para sobreponerse a sus pesares sin vengarse de sus verdugos. Sin pedir la muerte o la prisión de nadie, ganándose sólo el derecho a ser ella misma y cambiar el mundo con su voz, su cuerpo, su alma, sin sacrificar a ninguno de los tres. Su arte, su raza, su espíritu… Pobre Diana, tan fuerte que no tuvo defensas contra las debilidades del mundo. Maravillosa Tina, tan débil que aprendió a defenderse de todas las fuerzas del mundo…
XXXVI
Sólo fui a Iowa muchos años más tarde, durante una gira de conferencias por el Medio Oeste norteamericano. Cuando ella me pedía, "ayúdame a recrear mi pueblo", yo le decía que no, "yo no tengo nada que ver con eso". "Lo has visto en mil películas", reía ella, conociendo mi afición erudita por el cine. Por eso sabía -le dije- que el pequeño poblado que se ve en las películas es siempre el mismo, existe para siempre en los estudios de la MGM y es donde Mickey Rooney enamoró a todas las chicas del High School y puso obras de teatro en el granero. Calle central y sus signos: barbería, fuente de sodas, Woolworth's, el periódico local, la iglesia y el municipio, sustituyendo a la cárcel, el bar y el prostíbulo de la época heroica. Le dije que todo esto que ella y yo creíamos cierto porque lo vimos con nuestros ojos en la pantalla, era un mito inventado por emigrados judíos de la Europa Central que querían proponer, con gratitud, la imagen ideal de unos Estados Unidos perpetuamente bucólicos, pacíficos, inocentes, donde los niños andaban en bicicleta por las calles repartiendo periódicos, los novios se tomaban de la mano en las mecedoras de los porches y el universo era una inmensa pelusa perfectamente cortada, perfectamente abierta y sólo limitada, acaso, por la misma cerca blanca que un día pintó Tom Sawyer.
Cuando mis amigos de la Universidad de Madison me llevaron a Iowa en 1985, descubrí que el mito era cierto, aunque resultaba imposible saber si el pueblo había imitado a Hollywood, o Hollywood era más realista de lo que uno suponía. El tribunal presidía la vida de Jeffersontown: un edificio neo-helénico con cornisas y estatuas ciegas deteniendo las escalas de la justicia. La Calle Principal era lo perfectamente esperado, edificios bajos de ambos lados de la arteria, zapaterías, farmacias, un Kentucky Fried con el omnipresente Coronel Sanders, un MacDonald's y un bar.
– La secundaria. No dejes de contarme sobre la secundaria -decía ella.
– Pero si nunca he estado, no tengo nada que ver con eso, ¿cómo quieres…?
Los muchachos se siguen reuniendo en el bar a beber cerveza. Son muchachos altos y fuertes. Hablan de lo que hicieron ese sábado que yo estuve en el pueblo natal de Diana. Salieron a cazar mapaches. Era el deporte favorito de los jóvenes del pueblo. Ese animal carnívoro, de origen americano, tiene un difícil nombre algonquin, "arouchgun", y despliega una prodigiosa actividad nocturna. Tiene una piel gris-amarilla, una cola con anillos negros, pequeñas orejitas erectas, y manos casi humanas, delgadas como las de un pianista. Pero su rostro es su máscara negra, veneciana, disfrazándolo para que con más facilidad trepe árboles, se lo coma todo, lave su comida antes de ingerirla y, disfraz sobre disfraz, haga su guarida en los huecos de los árboles. Mapache enmascarado: duerme en invierno, pero no inverna. Entrega sus literas de hasta media docena de mapachitos en sólo sesenta días. De jovencito es simpático y juguetón; de viejo, irascible como un abuelo solitario. Lo come todo, huevos, maíz, melones. Es el azote de los agricultores, que lo persiguen. Los viejos mapaches cascarrabias saben escapar. Caen más fácilmente los jóvenes. Pero, joven o viejo, se vuelve salvaje al ser acorralado. Es temible en el agua; puede ahogar a su adversario.
El mapache abunda en las colinas, montes y praderas de Iowa, que es una tierra negra, feraz, de inmensos pastizales que se han estado pudriendo durante millones de años. Los muchachos pasaron la semana ocupados en cosas a veces placenteras, a veces desagradables. Las matemáticas son demasiado abstractas, la geografía demasiado concreta aunque ajena, ¿a quién le importa dónde está México, Senegal, Manchuria?, ¿quién vive allí?, ¿acaso alguien vive allí?, dagos, chinks, kykes, niggers, spiks, ¿tú has visto alguna vez alguien que venga de allí? En cambio la farmacia era el lugar de citas, los amores se iniciaban compartiendo una coca cola de cereza con un par de popotes, como en las películas de Andy Hardy, y continuaba en la sala de cine los sábados en la noche, las manos sudorosas unidas en el amor y el consumo de palomitas de maíz, en la pantalla ellos viéndose vivir igual que en las butacas, ellos mirando a Mickey Rooney y Ann Rutherford tomados de la mano viendo a dos muchachos imaginarios tomados de la mano viendo a…