Carlos Fuentes
Diana, O La Cazadora Solitaria
O! swear not by the moon, the inconstant moon…
Shakespeare, Romeo and Juliet
Fomication? But that ivas in another country:
and besides, the wench is dead.
Marlowe, The Jeiv of Malta
In my solitude, you 'II haunt me
With memories of days gone by
Biixie holuday, Solitude
I
No hay peor servidumbre que la esperanza de ser feliz. Dios nos promete un valle de lágrimas en la tierra. Pero ese sufrimiento es, al cabo, pasajero. La vida eterna es la eterna felicidad. Le respondemos, a Dios, rebeldes, insatisfechos: ¿No merecemos una parcela de eternidad en nuestro paso por el tiempo? Las mañas de Dios son peores que las de un croupier en Las Vegas. Nos promete felicidad eterna y llanto en la tierra. Nosotros nos convencemos de que conocer la vida y vivirla bien es el supremo desafío a Dios en su valle de lágrimas. Si ganamos el desafío, Dios, de todos modos, se venga de nosotros: nos niega la inmortalidad a su vera, nos condena al dolor eterno. Nos atrevemos, contra toda lógica, a darle lógica a la Divinidad. Nos decimos: No pudo ser Dios el creador de la miseria y el sufrimiento, la crueldad y la barbarie humanas. En todo caso, esto no lo creó un buen Dios, sino el Dios malo, el Dios aparente, el Dios enmascarado al cual sólo podemos vencer agotando las armas del mal que Él mismo creó. Sexo, crimen y sobre todo la imaginación del mal. ¿No son estas dádivas, también, de un Dios maligno? Así nos convencemos de que sólo asesinando al Dios usurpador, llegaremos, limpios de cuerpo, liberados de mente, a ver el rostro del Dios primero, el Buen Dios. Pero el Gran Croupier tiene otro as metido en su manga. Agotados nuestro cuerpo y nuestra alma para llegar a Él, Dios nos revela que Él no es sino lo que No Es. Sólo podemos saber de Dios lo que Dios no es. Saber lo que Dios es no lo saben ni los Santos ni los Místicos ni los Padres de la Iglesia; no lo sabe ni el propio Dios, que caería fulminado por su propia inteligencia si lo supiese. Deslumbrado, San Juan de la Cruz es quien más se ha acercado a la inteligencia de Dios, sólo para comunicarnos esta nueva: "Dios es Nada, la Nada suprema, y para llegar a Él hay que viajar hacia la Nada que no puede ser tocada o vista o comprendida en términos humanos" y para humillar a la esperanza, San Juan no nos deja sino este terrible pasaje: "Todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito ser de Dios, nada es… Toda la hermosura de las criaturas, comparada con la infinita hermosura de Dios, es suma fealdad." Quizás Pascal, santo y cínico francés, es el único cuya apuesta salva, a la vez, nuestra conciencia y nuestra concupicencia: Si apuestas a la existencia de Dios y Dios no existe, no pierdes nada; pero si Dios existe, lo ganas todo.
Entre San Juan y Pascal, le doy a Dios un valor nominal, es decir, sustantivo: Dios es la cómoda taquigrafía que reúne, en un solo abrazo, el origen y el destino. Conciliar ambos es empeño inmemorial de la raza. Optar sólo por el origen puede convertirse en una nostalgia lírica primero, en seguida totalitaria. Casarse sólo con el destino puede ser una forma de la fatalidad o de la quiromancia. Origen y destino deben ser inseparables: memoria y deseo, el paso vivo en el presente, el futuro aquí y ahora… Allí quisiera ubicar a Diana Soren, una mujer perversamente tocada por la divinidad. Entre Pascal y San Juan de la Cruz, yo quisiera crear para ella un mundo mítico, verbal, que se acerque a la pregunta mendicante que tiende su mano entre la tierra y el cielo. ¿Podemos amar en la tierra y merecer un día el cielo? ¿No como penitentes, flagelantes, eremitas o famélicos de la vida, sino participando plenamente de ella, obteniendo y mereciendo sus frutos terrenales, sin sacrificar por ello la vida eterna; sin pedir perdón por haber amado "not wisely but too well” La mitología cristiana, que opone la caridad al juicio implacable del antiguo testamento, no alcanza la hermosa ambigüedad de la mitología pagana. Los protagonistas del cristianismo son ellos mismos, nunca otros. Exigen un acto de fe y la fe, dijo Tertuliano, es el absurdo: "Es cierto porque es increíble." Pero el absurdo no es la ambigüedad. María es virgen aunque conciba. Cristo resucita aunque muera. Pero ¿quién es Prometeo, el que se roba el fuego sagrado? ¿Por qué usa su libertad sólo para perderla? ¿Hubiese sido más libre si no la usa y no la pierde aunque tampoco la gana? ¿Puede la libertad ser conquistada por otro valor que no sea la libertad misma? En esta tierra, ¿sólo podemos amar si sacrificamos al amor, si perdemos al ser querido por nuestra propia acción, por nuestra propia omisión?
¿Es preferible algo a todo o a nada? Eso me pregunté cuando terminaron los amores que aquí voy a relatar. Ella me lo dio todo y me lo quitó todo. A ella le pedí que me diera algo mejor que todo o nada. Le pedí que me diera algo. Ese "algo" sólo puede ser el instante en que fuimos o creímos ser felices. ¿Cuántas veces no me dije: Siempre seré lo que soy ahora? Recuerdo y escribo para recobrar el momento en que ella siempre sería como fue, esa noche, conmigo. Pero toda singularidad, amatoria o literaria, recuerdo o deseo, pronto es abolida por la gran marea que nos rodea siempre como un incendio seco, como un diluvio ardiente. Nos basta salir por un minuto de nuestra propia piel para saber que nos rodea un latido todopoderoso que nos precede y nos sobrevive, sin importarle mi vida o la de ella: nuestras existencias.
Amo y escribo para obtener una victoria pasajera sobre la inmensa y poderosísima reserva de lo que está allí, pero no se manifiesta… Sé que el triunfo es fugitivo. En cambio, me deja mi propia reserva invencible, que es la de hacer algo -en este momento- que no se parezca al resto de nuestras vidas. Imaginación y palabra me indican que para que la imaginación diga y la palabra imagine, la novela no debe ser leída como fue escrita. Esta condición se vuelve extremadamente azarosa en una crónica autobiográfica. El escritor debe prodigar las variaciones sobre el tema escogido, multiplicar las opciones del lector y engañar al estilo con el estilo mismo, mediante alteraciones constantes de género y distancia.
Ésta se convierte en exigencia mayor cuando la protagonista es una actriz de cine. Diana Soren.
Cuentan que Luchino Visconti, para provocar la mezcla de asombro y deleite en la mirada de Burt Lancaster durante la filmación de una escena de El Gatopardo, llenó de medias de seda una bolsa que se suponía llena de oro. Diana era así: una sorpresa para todos por la incomparable suavidad de su piel, pero sobre todo una sorpresa para ella misma, la piel sorprendida de su propio placer, asombrada de ser deseada, tersa, perfumada. ¿No se quería, no se merecía a sí misma, quería ser otra, no se encontraba a gusto dentro de su propia piel? ¿Por qué?
Yo, que sólo viví con ella dos meses, quiero correr ahora a abrazarla de nuevo, sentirla por última vez y asegurarle que podía ser amada, con pasión, pero por sí misma; que la pasión que ella buscaba no la excluía a ella… Pero las ocasiones se pierden. Dejamos a una amante. Regresamos a una desconocida. El erotismo de la representación plástica consiste, precisamente, en la ilusión de permanencia de la carne. Como todo en nuestro tiempo, el erotismo plástico se ha acelerado. Un medallón, un cuadro, debieron suplir durante muchos siglos la ausencia de la amada. La fotografía aceleró la ilusión de la presencia. Pero sólo la imagen cinematográfica nos da, a la vez, la evocación y la inmediatez. Ésta es ella como era entonces, pero también como es ahora, para siempre…
Es su imagen, pero también su voz, su movimiento, su belleza y su juventud imperecederas. La muerte, gran madrina de Eros, es vencida y justificada, a un tiempo, por la reunión con la amada que ya no está a nuestro lado, rompiendo el gran pacto de la pasión: siempre unidos, hasta la muerte, tú y yo, inseparables…