Brindé con ella. -¿Qué quieres ser?
– La locación va a durar dos meses -los ojos grises (¿o eran azules?) desaparecieron detrás de un velo de vidrio ambarino-. Tú mismo dímelo cuando termine.
XI
Sólo algunas noches fuimos a cenar a casa del actor principal, que vivía con su novia y el director. A Diana le repugnaba esta especie de falangsterio que quería reproducir la vida de Hollywood lejos de Hollywood -una versión sublimada, más desdeñosa y notoria, desenfadada y world-weary, de lo que los norteamericanos buscan al salir de los EE.UU., el hogar lejos del hogar, los Holiday Inn idénticos entre sí, las mismas toallas y los mismos jabones en los sitios acostumbrados; la misma información, revistas, filtros de seguridad mental… La diferencia entre el turista vulgar y el artista hollywoodense es que aquél, asustado y todo, vive con la palabra wonderfulen los labios; al cabo, el mundo le parece fascinante, increíble, exótico… con tal de que pueda regresar al hogar fuera del hogar, el Holiday Inn, el mismo menú, todas las noches. El artista de cine, en cambio, ya lo ha visto todo, está cansado, nada le impresiona, la locación es un mal necesario, que pase rápido, matemos el tedio con sexo, alcohol, chisme e inmortalidad. No me sorprendía esta mezcla. El sexo nos decía que estábamos vivos aunque en un sitio muerto. El alcohol suplía la naturaleza excepcional, por fuerza y por física, del sexo, con un estado vagamente ensoñado y flotante que, como decía el actor principal, todo lo hacía actual, ¿se han dado cuenta?, basta un par de martinis para que todo lo que nos ha pasado se vuelva presente…
– ¿Qué quieres decir, azúcar? No te entiendo -le decía su novia.
– ¿Te gustaría ser siempre feliz? -le preguntaba el actor tomándola de la barbilla y mirándola fijamente a los ojos.
– ¿Quién no, oye?
– Pero no lo eres, ¿verdad?
– Oye, ¿quién lo es?
– Pero cuando bebes, eres feliz…
– Sí, aunque lo pago a la mañana siguiente… -se rió como una burrita.
– Ése no es el punto. Bebes y no sólo eres feliz.
– ¿No?
– Juntas todos tus momentos de felicidad, es como si los vivieras todos juntos, al mismo tiempo, aquí, ahora, ¿ves?
– Sí, veo, ves tú por qué me gustas tanto, nadie más me hace entender las cosas…
El actor reía guturalmente y apretaba la rojiza cabeza de su compañera contra su pecho velludo y descubierto por la camisa roja como capote taurino, pero ella se quejaba de la cadena que también lucía sobre el pecho el actor, ay, me hace daño, me raspa las cejas… El galán tenía ojos taxidérmicos y al mirarla ella se desvanecía, diciéndole sólo he visto esos ojos en las cabezas de los venados cuando las colocan de adorno en los clubes campestres…
El sexo, el alcohol y el chisme. Porque si el alcohol nos hacía felices, también nos soltaba la lengua, quién se acostaba con quién, por cuánto, para qué, qué papel le dieron a Lilly, a quién se lo arrebató, quién va de salida, quién sube como la espuma. La inmortalidad. -¿Crees que Lilly va a durar? -No sé. Todo es comparativo. ¿Durar más que qué?
– Bueno, menos que los rostros de Mount Rushmore, por supuesto.
– ¿O más que quién, entonces?
– Garbo duró mucho y se retiró a tiempo. Anna Sten no duró nada, la retiraron a tiempo. Lupe Vélez duró mucho pero no supo retirarse a tiempo. A Valentino, lo retiró la muerte a los treinta años…
– Mira, lo importante no es qué lugar ocupas sino cuánto lugar. Es el espacio lo que cuenta, no el tiempo. Poco tiempo, pero mucho espacio, ya la armaste. Poco espacio, pero mucho tiempo, eres un pobre diablo.
– Depende de la publicidad. Y del talento, claro.
Pero al decir "talento", los ojos de todos se volvían vidriosos, se miraban entre sí como si no estuvieran allí o fueran todos de vidrio, como el licenciado de Cervantes, y entonces había que pensar en el sexo otra vez, para ser, saber que soy, saber que eres, y reiniciar la ronda, alcohol, chisme, inmortalidad, quién va a sobrevivir, quién va a durar, vamos a coger, vamos a beber, vamos a chismear, ¿vamos a durar?
Le dije en voz baja a Diana que todo esto me recordaba una de las instituciones más repulsivas del mundo, el cocktail-party gringo en el que nadie se digna concederle más de dos o tres minutos a nadie, ni al desconocido más fascinante ni al más entrañable y viejo de los amigos. Sí, eres de vidrio, miran a través de ti para ver quién es el siguiente favorecido al que le darán un par de minutos antes de ofrecerle una cara congelada y desdeñosa porque ya espera su turno el siguiente que etc. Todo esto balanceando una copa con una mano y una salchicha vienesa enrollada en tocino grasoso con la otra. Quiere decir que saludan con sólo dos dedos y con la boca más hinchada que los carrillos de Dizzy Gillespie tocando la trompeta.
– ¿Cómo fue tu llegada a Hollywood? -me interrumpí a mí mismo.
Esa noche, Diana no olía a untos perfumados. Olía a jabón y traía puestos overoles y una camiseta blanca. Sólo yo sabía los excitantes primores que se escondían debajo de esta simplicidad.
Contó muchas cosas que yo ya sabía, otras que
desconocía.
La escogieron para hacer el papel de la Santa Juana de Shaw entre dieciocho mil aspirantes. Fue un estréllate por eliminación -todo en los EE.UU. es como una carrera de relevos-: una tras otra, las chicas eran rechazadas porque no daban la medida. Unas tenían la nariz larga o demasiado corta, otras el cuello también demasiado corto o largo, otras se veían muy grandes
en la pantalla.
– La pantalla te agranda. Idealmente tienes que ser pequeña y delgada, o si eres grande, debes ser esbelta y graciosa en tus movimientos, como Ava Gardner, o misteriosa como Garbo, o creíble como Ingrid Bergman. Otras tenían los ojos más bellos del mundo, pero Dios les dio cuellos de cortisona. Otras más tenían cuerpos de Venus, pero caras de luna…
– Tú eres Diana, la cazadora de la luna…
Se rió. -Yo lo oí desde el primer día en el set. Una chica muy pequeña para un papel muy grande, murmuraban. Un gran actor inglés me compadeció. Vas a ser estrella antes de ser actriz me dijo. Esto era lo que me asustaba, la buena intención, la compasión, no la exigencia tiránica del director. Al cabo, éste creía tener una idea clara de lo que Shaw quería. Sólo me pedía estar a la altura del autor, ser Santa Juana, sin importarle si yo era actriz o estrella, o si era chica o grande para el papel. ¿Tú recuerdas lo que dice Shaw de su Santa?
Le dije que sí, era una obra que me gustaba mucho. -Shaw ve a la Edad Media como una piscina de excéntricos y Santa Juana como uno de sus peces más extraños. Irritó a todo el mundo. Era una mujer vestida de hombre: irritaba al machismo feudal. Se decía emisaria de Dios: irritaba a los obispos, a los que ella se sentía superior. Le daba órdenes al Rey de Francia y quiso humillar al de Inglaterra. A los generales los mandaba a la chingada y les demostraba que era mejor estratega que ellos. ¿Cómo no iban a quemar a una mujer así?
Diana colgó la cabeza. -El director me dijo: Si los hubiera tratado políticamente a todos, a los reyes, a los generales, a los obispos y a los señores feudales, habría vivido muy largo tiempo. Era una mujer incapaz de ceder. No sabía hacer compromisos. Era una masoquista. Quería sufrir para llegar al cielo.
Se abrazó de mi cuello, emocionada, casi sollozando, ¿qué debe uno hacer, conceder o ser íntegra, vivir mucho tiempo o morir joven en la hoguera, qué, dime, mi amor?
Quise contestar con humor, porque la emoción también se adueñaba de mí. Pero no me salió nada; el espíritu santo no me visitaba esa noche. Hice una seña de discreción con el dedo para que todos entendieran. Nos miraban con extrañeza. La conduje a la terraza de madera volada sobre una barranca. El aire frío del desierto nocturno nos despabiló. -Ojalá me hubieras dirigido tú -me regaló Diana su sonrisa de hoyuelos.