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– La pasta del Capitano -reí.

A los tres días, Diana me entregó un paquete con diez tubos de la famosa pasta. Los había mandado traer desde Italia. Así nada más, tronando los dedos, de Roma a Los Ángeles a la ciudad de México, a la ciudad provinciana de Santiago. En tres días, mi amante me cumplía un capricho desproporcionado, inesperado. Al mismo tiempo, lo que me parecía una simple boutade de mi parte, ni siquiera una pasión, se instalaba como costumbre en nuestra sala de baño. Yo ya no tenía que desear mi pasta de dientes italiana. Aquí estaba, como si me la hubiese mandado desde el cielo Santa Apolonia, la santa patrona de los dentistas y los dolores de muelas.

Miré a Diana dormida. Vivía en el mundo de la satisfacción instantánea. Yo sabía que ese mundo existía. Los muchachos de París, en mayo del 68, se habían rebelado, vagamente, contra eso que llamaban la tiranía del consumo, la sociedad que trocaba el ser por el parecer, la adquisición como prueba de la existencia. Un mexicano, por más que viaje por el mundo, está anclado siempre en la sociedad de la necesidad, volvemos a la necesidad que nos rodea por todas partes en México, y si tenemos un poquitín de conciencia, nos cuesta imaginar un mundo donde todo lo que se desea se obtiene inmediatamente, así se trate de una pasta de dientes color de rosa. Siempre me he dicho que el vigor del arte en América Latina se debe a ese riesgo enorme de arrojarse al abismo de la necesidad, con la esperanza de caer de pie en la otra orilla, la de la satisfacción. Ésta nos cuesta mucho, si no por nosotros mismos, sí en nombre de cuantos nos rodean.

Una pasta desde Italia en tres días. Una costumbre, ya no un deseo, ni siquiera un capricho. Agité mi cabeza, como para salir o entrar del sueño de Diana. Todo se vuelve costumbre. Diana duerme del lado derecho de la cama, cerca del teléfono. Yo duermo del lado izquierdo, cerca de un par de libros, un cuaderno de notas y dos bolígrafos. Pero esta noche, al acostarme, alargo la mano para tomar un libro, levanto la mirada y me encuentro con la de Clint Eastwood. Dejé caer el libro, asombrado. La costumbre se había roto. Diana había puesto de mi lado de la cama una fotografía de Clint Eastwood, dedicada, con amor, a Diana. Esa inconfundible mirada lacónica, azul y helada, tan intensa como una bala. El hablar lento y parco, como si la parsimonia del diálogo fuese el lubricante de la velocidad del disparo. Un tabaco flaco y apagado entre los dientes apretados. Era la foto de un guerrero que estuvo en Troya, un Aquiles de cuero y piedra, ahora plantado lejos del mar vinoso de Hornero, en medio de una épica sin agua, sin costas, sin velámenes, una épica de la sed, el desierto, y la ausencia de poetas que canten las hazañas del héroe. Ésa era su tristeza: nadie le cantaba. Clint Eastwood. Un héroe amargo me miraba entre pestañas rubias y bajo cejas de arena. La costumbre establecida se había roto. Debí imaginarlo. Siempre debí saber que ninguna costumbre iba a serlo por largo tiempo al lado de Diana. Su llanto, esta noche, era sólo el recuerdo de las veces en que debió llorar y no lo hizo.

Quería preguntárselo un día: -Oye, ¿tú sólo lloras en nombre de las veces que no lo hiciste cuando debías?

La mirada de Clint Eastwood me impidió despertarla en ese instante y preguntarle lo que ya sabía. Ella lloraba hoy porque no lloró cuando debió hacerlo antes. Ella acababa de filmar una película en Oregon con Clint Eastwood. Fue una larga filmación. Duró meses. Fueron amantes. Pero a mí no me correspondía preguntar nada, averiguar nada. A ella tampoco. Ésa sí que era ley no escrita, acuerdo tácito entre los amantes. Los amantes modernos, es decir liberados. No andar averiguando qué pasó antes, con quién, cuándo, cuánto tiempo. La regla civilizada era no preguntar nada. Si ella quería contarme algo, qué bien. Yo no iba a mostrar curiosidad, celo, ni siquiera buen humor. Yo iba a guardar una tranquilidad absoluta mirando de día y de noche la mirada del guerrero del Oeste puesta a mi lado como quien pone al Sagrado Corazón de Jesús en una cabecera, para que nos bendiga y proteja. No iba a darle el gusto de preguntar nada. Si ella quería decir algo sobre Clint Eastwood y su imagen súbitamente aparecida como un exvoto de gracias junto a la cabecera de nuestro lecho erótico, era cuestión de ella. La pasión, el celo, me decían: reclama, haz una escena, mándala al carajo a la puta gringa esta. Mi inteligencia me decía, no le des ese gusto. Eso le encantaría. ¿Y qué? ¿Y qué que se enoje conmigo, rompa conmigo, yo me largue, y qué? Y todo. Ésa era la cuestión, que la verdadera pasión, la que yo sentía entonces por ella, me prohibía hacer nada que pusiera en peligro el hecho de estar al lado de ella, nada más. No me engañaba. Había mucho de indignidad casi perruna en esto. Me ponía la foto de su anterior galán en las narices y yo me aguantaba. Me aguantaba porque no quería separarme de ella. No quería hacer nada que quebrase el encanto de nuestro amor. Pero ella sí. Esa foto era una provocación. ¿O era la manera como ella misma me indicaba que los dos íbamos a tener otros amores, antes o después del nuestro? No quise ver una ruptura anticipada en todo esto. No podía admitirlo. Negaría la intensidad de mi propia pasión, que era estar con ella, coger con ella, siempre, siempre…

Entre el celo y la ruptura, estaba el camino de la tranquilidad, la sofisticación, la reacción civilizada. No darse por enterado. Tomarlo con mucha sans fagon. ¿Quería colgar fotos de Clint Eastwood por toda la casa? Que lo hiciera. Yo la vería como una especie de quinceañera provocadora, bromista, enajenada, cuyo sarampión sería curado por mi paciente, civilizada madurez. Yo le llevaba diez años. ¿Quería Diana sacarme la lengua? Yo se la chuparía.

Pero yo mismo no dormí tranquilo; mi propia explicación no acababa de satisfacerme. Todo era demasiado fácil. Tenía que haber algo más y esa madrugada, cuando ella despertó a las cinco y se acercó dando y ofreciendo su amor cotidiano, mi respuesta fue casi mecánica y al final, levantándose de la cama, envuelta en la sábana, como si las miradas de Clint Eastwood y su servidor fuesen, juntas, algo demasiado, me dijo esto.

– Señor, lleva usted dos semanas de placer. ¿Cuándo piensa dármelo a mí?

XV

Sobra decir que esa mañana no escribí una sola línea. ¿Cómo iba a ocuparme de los amores de Hernán Cortés y la Malinche cuando los míos se complicaban tan misteriosamente? ¿Qué se dieron, qué pudieron darse un rudo soldado extremeño y una princesa cautiva, y tabasqueña por añadidura? ¿Algo más que la alianza política mediante el sexo? ¿Algo más que la unión, verbal y carnal, de las lenguas? En cambio, Diana se fue a filmar un western ridículo a la Sierra Madre y yo me quedé cavilando sobre el placer que por lo visto yo no le había dado a ella, tomándolo sólo para mí.

Por un momento, casi me convencí de que yo era como todos los hombres, sobre todo los latinoamericanos, que buscan su satisfacción inmediata y les importa un puro carajo la de la mujer. Fui mi mejor abogado; me convencí en seguida de que éste no era mi caso, yo le había prodigado calor y atención a Diana Soren, mi paciencia no estaba en duda, mi pasión tampoco. Ella era tan voraz como yo deseoso de complacerla. Si el placer masculino al que ella se refirió esa mañana era el simple, directo de montarla y venirme, jamás lo hice sin todos los preámbulos, el foreplay, que la urbanidad sexual indica para satisfacer a la mujer y llevarla a un punto anterior a la culminación que conduzca, con suerte, al orgasmo compartido, el coito emocionante, hecho por partes idénticas de carne y de espíritu: venirse juntos, viajar al cielo… ¿Fallé en otro capítulo? Los revisé todos. Le pedí felación cuando intuí que ella quería mamar verga, que agarrarla de la nuca y acercarla a mi pene levantado como a una esclava dócil era el placer que queríamos los dos. Pero también entendí cuando lo que quería ella era el cunilingüe lento y asombrado con el que mi lengua iba descubriendo el sexo invisible de Diana, avergonzándome de la obstrusión brutal de mi propia forma masculina, güevona, evidente como una manguera abandonada en un jardín de pasto rubio; en ella, en Diana, el sexo era un lujo escondido, detrás del vello, entre los repliegues que mi lengua exploraba hasta llegar al palpito mínimo, nervioso, azogado y azorado, de su clítoris de mercurio puro. Los sesenta y nueves no faltaron, y ella poseía la infinita sabiduría de las verdaderas amantes que conocen la raíz del sexo del hombre, el nudo de nervios entre las piernas, a distancia igual entre los testículos y el ano, donde se dan cita todos los temblores viriles cuando una mano de mujer nos acaricia allí, amenazando, prometiendo, insinuando uno de los dos caminos, el heterosexual de los testículos o el homosexual del culo. Esa mano nos mantiene en vilo entre nuestras inclinaciones abiertas o secretas, nuestras potencialidades amatorias con el sexo opuesto o con el mismo sexo. Una amante verdadera sabe darnos los dos placeres y darlos, además,, como promesa, es decir, con la máxima intensidad de lo solamente deseado, de lo incumplido. El amor total siempre es andrógino.