Nuestros juegos de salón nocturnos continuaron y uno de ellos era el scrabble, el juego de palabras formadas por fichas sobre un tablero. Gana el que forma más palabras con las letras que le tocan en suerte. La combinación alfabética cambia según las lenguas, pues el castellano abunda en vocales y el inglés, en cambio, prodiga las consonantes. Las W, las SH, y las dobles TT, MM o SS forman en inglés conjunciones inconcebibles en castellano. Nosotros, en cambio, tenemos ese clítoris de la lengua, la Ñ, que vuelve locos a los extranjeros porque les parece una extravagancia hispánica, medieval, comparable a la Santa Inquisición, cuando en realidad es una letra futurista, que abraza y suprime los trabajosos coitos del GN en francés, el NH en portugués o el impronunciable NY inglés. Jugábamos como una familia aburrida y bien establecida los tres, Diana, Lew y yo, con un alfabeto inglés. Aunque conozco bien la lengua inglesa, no me pertenece ni le pertenezco. Nunca he soñado en inglés. Mentalmente, hablo esa lengua traduciendo velozmente del español. Esto se nota porque abundan en mi inglés las paronimias españolas, las locuciones de origen latino y árabe, más que las de raíz sajón y germánico. Mi error, esta noche, fue tener ante mi mirada la palabra wheel (rueda) perfectamente formada y con cinco espacios seguidos para completarla y ganar formidables puntos. Sólo se me ocurría wheelbarrow (carreta) porque a veces tarareaba una linda canción irlandesa, "Molly Mallone", que araba las calles largas y estrechas con su carretilla (she plowed her wheelbarrow through the streets long and narrow), pero esa palabra requería seis espacios, y además yo no tenía las letras necesarias. Tuve que pasar y Lew, en cambio, llenó ese codiciado espacio del juego con sus cinco letras, house, para formar la palabra sajona wheelhouse, timonera. Dije desconocer esa palabra. Diana me miró con sorna. Volteó violentamente las letras que descansaban en mi atril y me demostró que pude haber llenado el espacio con chair, wheel-chair, que significa, simplemente, silla de ruedas. -¿Así que piensas enseñar una universidad de los EE.UU? -me dijo con un tono de ironía insoportable-. Vete con cuidado. Los estudiantes te van a enseñar a ti. -¿Lo saben todo, o sólo creen saberlo? -Saben más que tú, eso tenlo por seguro -dijo Diana y Lew bajó la mirada y pidió que siguiéramos jugando.
Fue el propio Lew Cooper el que sugirió otro juego para nuestras noches de tedio durangueño. Imaginemos, dijo, que somos Rip Van Winkle y nos dormimos veinte años. Al despertar, ¿qué clase de país nos encontramos?
– ¿México o los Estados Unidos? -pregunté para dejar claro que había más de un país en el mundo. Me miraron como si fuera de veras tarado. Cooper cayó en seguida, inevitablemente, en el tema de la pérdida de la inocencia que tanto obsesiona a los gringos. Yo siempre me he preguntado cuándo fueron inocentes, ¿al matar indios, al entregarse al destino manifiesto y desatar sus ambiciones continentales, del Atlántico al Pacífico?, ¿cuándo? En México sentimos devoción por los cadetes que se arrojaron de lo alto del alcázar de Chapultepec antes que rendirse a las tropas invasoras del general Winfield Scott. ¿Fueron unos adolescentes perversos que se negaron a entregarle sus banderas a la inocencia invasora? ¿Cuándo fueron inocentes los Estados Unidos? ¿Cuándo explotaron el trabajo negro esclavizado, cuando se masacraron entre sí durante la guerra de secesión, cuando explotaron el trabajo de niños e inmigrantes y amasaron colosales fortunas habidas, sin duda, de manera inocente? ¿Cuándo pisotearon a países indefensos como Nicaragua, Honduras, Guatemala? ¿Cuándo arrojaron la bomba sobre Hiroshima? ¿Cuándo McCarthy y sus comités destruyeron vidas y carreras por mera insinuación, sospecha, paranoia? ¿Cuándo defoliaron la selva de Indochina con veneno? Reí para mí, guardándome mi posible respuesta a la pregunta del juego Rip-Van-Winkle. Sí; quizás los EE.UU. sólo fueron inocentes en Vietnam, por primera y única vez, creyendo que podían, como dijo el general Curtis Le May, jefe de la fuerza aérea de los Estados Unidos, "bombardear a Viet Nam de regreso a la edad de las cavernas". Qué asombroso debió ser para el país que nunca había perdido una guerra, estarla perdiendo precisamente ante un pueblo pobre, asiático, amarillo, étnicamente inferior en la mente racista que, flagrante o suprimida, vergonzosa o combatida, todo gringo tiene clavada como una cruz en la frente.
Hablaban los dos norteamericanos, y yo, quizás porque ambos eran actores, imaginé que la famosa inocencia era sólo una imagen de autoconsolación promovida, sobre todo, por el cine. En la literatura, desde el principio, desde el torturado puritanismo de Hawthorne, las pesadillas nocturnas de Poe y las diurnas de James, no ha habido inocencia, sino temor a la fuerza oscura que cada ser humano lleva dentro de sí; el yo enemigo es el protagonista de Moby Dick, por ejemplo, no un cetáceo. De acuerdo, esto casi es una definición de la buena literatura, la épica del yo enemigo… No sé si Tom Sawyer y Huck Finn son de veras inocentes o apenas un buen deseo bucólico en el que el contacto con la familia (Tom) o con el río (Huck) los distrae momentáneamente de los deberes de ganar dinero, sujetar al inferior y practicar la arrogancia como derecho divino. En todo caso, Mark Twain no era inocente, era irónico y la ironía, según su inventor moderno, Kierkegaard, es negativa, "un desarrollo anormal que… como los hígados de los gansos de Estrasburgo, acaba por matar al individuo". Pero, al mismo tiempo, es una manera de llegar a la verdad porque limita, define, hace finito, abroga y castiga lo que creemos ser cierto.
En el cine americano sí que se crea el mito de la inocencia, sin ironía alguna. Mis ojos infantiles están llenos de esas figuras del campo, provenientes del pequeño poblado rural, que llegan a las ciudades y se exponen a los peores peligros luchando contra el sexo (Lillian Gish), las locomotoras (Buster Keaton), los rascacielos (Harold Lloyd). Cómo gocé, de niño, las películas sentimentalmente inocentes de Frank Capra, donde el valiente Quijote pueblerino, Mr. Deeds or Mr. Smith, vence con su inocencia a las fuerzas de la corrupción y la mentira. Era un bello mito, consonante con la política moral y humanista de Franklin Roosevelt. Puesto que el Nuevo Trato fue seguido por la guerra mundial y la lucha contra el fascismo, que no sólo no era inocente, sino que era diabólico, los norteamericanos (y nosotros con ellos) se creyeron totalmente el mito de la inocencia. Ellos, gracias a su virtud, salvaron dos veces al mundo, derrotaron las fuerzas del mal, identificaron y aniquilaron a los villanos perfectos, el Kaiser y Hitler. Cuántas veces he oído a norteamericanos de todas las clases decir: "Dos veces fuimos a salvar a Europa este siglo. Debían ser más agradecidos." Para ellos, como en las "novelas internacionales" de Henry James, Europa es corrupta, los Estados Unidos son inocentes. No creo que haya otro país, sobre todo un país tan poderoso, que se sienta inocente o haga alarde de ello. Los hipócritas ingleses, los cínicos franceses, los orgullosos alemanes (los inculpados y autoflagelantes alemanes tan ayunos de ironía), los violentos (o lacrimosos) rusos, ninguno cree que su nación haya sido jamás inocente. Los Estados Unidos, en consecuencia, declaran que su política exterior es totalmente desinteresada, casi un acto de filantropía. Como esto no es ni ha sido nunca cierto para ninguna gran potencia, incluyendo a los Estados Unidos, nadie se los cree pero el autoengaño norteamericano arrastra a todos al desconcierto. Todos saben qué clase de intereses se juegan, pero nadie debe admitirlo. Lo que se persigue, desinteresadamente, es la libertad, la democracia, salvar a los demás de sí mismos.
Imaginé a Diana de niña, oyendo sermones luteranos en una iglesia de Iowa. ¿Qué podía caber en una cabeza infantil cuando un pastor le decía que los hombres son todos culpables, inaceptables, condenados, y sin embargo, Cristo los acepta, a pesar de su inaceptabilidad, porque la muerte de Cristo dio satisfacción sobrante por todos nuestros pecados? Una doctrina de ese tamaño, ¿nos condena a vivir tratando de justificar la fe de Cristo en nosotros?, ¿o nos condena a ser totalmente irresponsables, puesto que nuestros pecados ya han sido redimidos en el Gólgota?