El cine sólo nos da la imagen real de la persona: ella era así, y aunque interprete a la Reina Cristina, es Greta Garbo; aunque pretenda ser Catalina de Rusia, es Marlene Dietrich; ¿la Monja Alférez? Pero si es María Félix. La literatura, en cambio, libera nuestra imaginación gráfica; en la novela de Thomas Mann, Aschenbach muere en Venecia con los mil rostros de nuestra imaginación en movimiento; en la película de Visconti, sólo tiene un rostro, fatal, incanjeable, fijo, el del actor Dirk Bogarde.
Diana, Diana Soren. Su nombre evocaba esa ambigüedad antiquísima. Diosa nocturna, luna que es metamorfosis, llena un día, menguante al que sigue, uña de plata en el cielo pasado mañana, eclipse y muerte dentro de unas semanas… Diana cazadora, hija de Zeus y gemela de Apolo, virgen seguida por una corte de ninfas pero también madre con mil tetas en el templo de Éfeso. Diana corredora que sólo se entrega al hombre que corra más rápido que ella. Diana/Eva detenida en su eterna fuga sólo por la tentación de las tres manzanas caídas. Diana del cruce de caminos, llamada por ello Trivia: Diana adorada en los cruceros de Times Square, Picadilly, los Campos Elíseos…
A la postre, el juego de la creación se derrota a sí mismo. Primero, porque ocurre en el tiempo y el tiempo es cabrón. La novela sucede en 1970, cuando las ilusiones de los sesenta se resistían a morir, asesinadas por la sangre pero vivificadas por la misma. Primera rebelión contra lo que sería nuestra propia, fatal sociedad de fin de siglo, tan breve, tan ilusorio, tan repugnante, los sesentas mataron a sus propios héroes; la saturnalia norteamericana se comió a sus hijos -Martin Luther King, los Kennedy, Jimmy Hendrix, Janis Joplin, Malcolm X- y entronizó a sus crueles padrastros, Nixon y Reagan. Jugábamos con Diana el juego de Rip Van Winkle: ¿qué diría el anciano si despertase después de dormir cien años y encontrase a los Estados Unidos de 1970, con un pie en la luna y el otro en las selvas de Vietnam? Pobre Diana. Se salvó de despertar hoy y ver a un país que perdió su alma en los doce años de ilusiones espúreas, banalidades idiotizantes y avaricia sancionada, de Reagan y Bush. Se salvó de ver la violencia que su patria llevó a Vietnam y Nicaragua instalada como bumerang, en las calles sacrosantas de la suburbia profanada por el crimen. Se salvó de ver las escuelas primarias ahogadas en droga, las secundarias convertidas en campos de combate irracional y gratuito; se salvó de ver la muerte diaria, azarosa, de niños asesinados por pura casualidad al asomarse a una ventana, de clientes de comederos acribillados con la hamburguesa en la boca, de asesinos en serie, de depredadores impunes, de corrupciones sacralizadas porque robar, engañar, matar para obtener el poder y la gloria, también era parte, ¿como no? del Sueño Americano. ¿Qué hubiera dicho Diana, qué hubiera sentido la cazadora solitaria viendo a los niños mutilados de Nicaragua por las armas de los Estados Unidos, a los negros pateados y descalabrados por la policía de Los Ángeles, a la parada de grandes mentirosos de la conspiración Irán-Contra jurando la verdad y autoproclamándose héroes de la libertad? ¿Qué diría, ella que perdió a su hijo, de un país donde se considera seriamente condenar a muerte a los niños criminales? Diría que los sesentas acabaron por blanquearse, desteñidos como Michael Jackson para castigar mejor a todo el que se atreva a tener color. Escribo en 1993. Antes de que termine el siglo, las fosas ardientes, los ríos secos, las barriadas fangosas, se llenaran del color del inmigrante mexicano, africano, sudaca, argelino, del musulmán y el judío, otra vez, otra vez…
Diana la cazadora solitaria. Esta narración lastrada por las pasiones del tiempo se derrota a sí misma porque jamás alcanza la perfección ideal de lo que se puede imaginar. Ni la desea, porque si la palabra y la realidad se identificasen, el mundo se acabaría, el universo ya no sería perfectible simplemente porque sería perfecto. La literatura es una herida por donde mana el indispensable divorcio entre las palabras y las cosas. Toda la sangre se nos puede ir por ese hoyo.
Solos al fin, como solos al principio, recordamos los momentos felices que salvamos de la latencia misteriosa del mundo, reclamamos la esclavitud de la felicidad y sólo escuchamos la voz de la reserva enmascarada, el pulso invisible que al fin se manifiesta para reclamar la verdad más terrible, la condena inapelable del tiempo en la tierra:
No supiste amar. Fuiste incapaz de amar. Ahora cuento esta historia para darle razón al horrible oráculo de la verdad. No supe amar. Fui incapaz de amar.
II
Conocí a Diana Soren una noche de Año Nuevo. Mi amigo el arquitecto Eduardo Terrazas organizó una reunión en su casa que, de paso, celebraba mi reconciliación con mi esposa, Luisa Guzmán. Eduardo y yo habíamos compartido una casita en Cuernavaca durante todo el año 69. Yo escribía de lunes a viernes, cuando él y su novia venían de México a pasar el fin de semana, dedicado a los amigos, las comidas y el alcohol. Pasaban muchas muchachas. Cumplí cuarenta años en el 68 y entré a una crisis de la edad media que me duró todo ese año y culminó en una fiesta que le di a mi amigo el novelista norteamericano William Styron en el Bar La Ópera de la Avenida Cinco de Mayo, un resabio oropelesco de la belle époque mexicana (si es que tal cosa jamás existió). La Ópera estaba muy venida a menos, gracias a demasiadas partidas de dominó y escupitajos fuera de la bacinica.
Invité a todos mis amigos a celebrar a Styron, que acababa de publicar, con gran éxito y escándalo, Las confesiones de Nat Turner. El escándalo se lo regalaron muchos grupos negros que le negaron al autor el derecho de hablar en primera persona por boca de un personaje de color, el esclavo rebelde Nat Turner, que en 1831 encabezó la insurrección de sesenta ilotas, incendiando y matando en nombre de la libertad hasta que, acorralado en un bosque donde sobrevivió solitario durante dos meses, también fue asesinado. Las leyes de la esclavitud, en consecuencia, se volvieron más severas. Pero al volverse más severas, provocaron mayores rebeliones. Styron cuenta la historia de una de las caídas -más de trece- del calvario norteamericano, que
es el racismo.
Cuando Bill se siente muy acosado en su patria, me llama para venirse a México, y yo hago lo mismo cuando México me agobia y sé que puedo refugiarme en la isla de mi amigo junto al Atlántico Norte, Martha's Vineyard. Ahora, los dos vivíamos en una casita que tomé al separarme de Luisa Guzmán. Situada en el barrio empedrado de San Ángel, una ciudad aparte hasta hace poco, a donde las familias de la capital iban de vacaciones en el siglo XIX, y que ahora sobrevive disfrazada con un manto monacal en medio del ruido y el humo del Periférico y de la Avenida Revolución. Mi casa de neosoltero estaba construida con materiales de demolición. Su autor era otro arquitecto mexicano, el Caco Parra, especialista en reunir portones de haciendas expropiadas, estípites de iglesias nacionalizadas, viejas vigas del virreinato desaparecido, columnas sacrílegas y altares profanados: toda una historia de la liberación y entrega de los amparos privilegiados del pasado a los refugios civiles, transitorios, del presente. Con todos estos elementos, Parra construía casas extrañas y atractivas, tan misteriosas que sus moradores podían perderse en sus laberintos y nunca más ser vistos.
Martha's Vineyard, en cambio, es un lugar abierto a los cuatro vientos, calcinado por el sol tres meses al año y luego azotado por los helados bufidos de la gran ballena blanca que es el Atlántico Norte. Recuerdo a Styron refugiado en su isla e imagino que el capitán Ajab de Melville salió a matar no a la ballena, sino al océano, a Neptuno mismo, de la misma manera que los imperialistas belgas del Corazón de Tinieblas de Conrad disparan, no contra un enemigo negro, sino contra todo un continente: África. En la isla de Styron, sin embargo, aun en los meses de calor máximo, la niebla avanza, todas las noches, desde el mar, como recordándole al verano que es sólo un velo transitorio, al cabo rasgado por' la gran capa gris de un largo invierno. Avanza la niebla, desde el mar, sobre las playas, los acantilados de Gay Head, los atracaderos de Vineyard Haven, los céspedes y las casas, hasta llegar a los ombligos de la isla, las melancólicas lagunas internas donde el mar se reconoce y muere ahogado.