Выбрать главу

Le ofrecí una coca y nos fuimos caminando hacia la locación.

– ¿Por qué te atacan?

– Les dio mucha muina que yo fuera Juárez.

– Cuéntame cómo estuvo eso. Me dijo que un año atrás, una compañía de televisión inglesa estuvo aquí filmando una película y le ofrecieron que hiciera el papel del niño Juárez cuidando su rebaño. Todo lo que tuvo que hacer fue pasar con los borregos frente a las cámaras. Le dieron diez dólares. Los demás muchachos nomás lo miraron con coraje, pero él se gastó una parte del dinero invitándoles cocas a todos, aunque la mayor parte se la entregó a su papá. Los muchachos no se calmaron. Le agarraron tirria, lo aislaron. Él le preguntó a los ingleses, ¿cuándo sale la película, la podré ver? Ellos le dijeron que en un año. Seguramente sería anunciada en los periódicos y en las guías de TV. Él les dijo esto a los muchachos y sólo sirvió para que lo agarraran de puerquito. ¿Cuándo te vamos a ver en la tele, Benito; qué, te van a hacer estrella de cine, Benito; qué se me hace que fueron puras papas, Benito?

Me preguntó si yo sabía si la película se había estrenado y cuándo se vería aquí en Santiago, para callarles la boca a todos estos bueyes.

No, le dije, yo no sé nada, nunca he oído hablar de esa película…

El chamaco apretó los labios y dejó la cocacola a medio consumir. Pidió permiso para irse a ocupar del rebaño.

Regresé a la locación. El stuntman estaba haciendo una escena ante las cámaras en la que domaba a un potro salvaje. Usaba la ropa del actor principal, que lo miraba desde su silla plegadiza, bebiendo un bloody-mary. El director ordenaba un disparo para poner nervioso al potro y entonces el stuntman entraba a dominarlo. Buscaba con su mirada a Diana, sentada al lado del actor y el director interrumpía para regañarlo, no tenía por qué mirar a los actores, no se trataba de obtener la aprobación de nadie. ¿No se daba cuenta de que estaba solo en una montaña mexicana domando un potro salvaje, no sabía a estas alturas que hay una ilusión escénica que consiste en negar la cuarta pared del escenario, la que se abre al público, a la ciudad, al mundo, a la magia, se volvió muy elocuente el director en cuya mirada yo reconocía al estudiante de las artes de Stanislavsky y Lee Strasberg, reducido (o magnificado, según se le mire) a este puesto de creador de un arte donde el arte jamás debe hacerse notar? Estaba bien, me dije. Era un buen compromiso. En manos de un Buñuel, de un Ford, de un Hitchcock, era el mejor compromiso: Decirlo todo con un arte que de tan superior e intenso, no se notaba, fundiéndose con la limpieza de la ejecución técnica. Un arte idéntico a la mirada.

El stuntman lo tomó a broma, se rió y dijo en voz alta:

– Que venga el escritor mexicano a domarlo. Se supone que ellos son grandes jinetes, los mexicanos.

– No -grité de vuelta-, yo no sé montar. Pero tú no sabes escribir un libro.

No me entendió, o era muy lerdo, porque el resto del día se dedicó a hacer cosas prácticas, movió trailers, amarró cables, levantó máquinas, arreó caballos, probó rifles y contó cartuchos de salva en voz alta, todo como si quisiera impresionarme con su habilidad mecánica, a mí que no sé ni manejar un auto ni cambiar una llanta. Su exhibicionismo físico me confortaba, sin embargo. Alguna vez, cuando la peinadora me contó que desde Oregon el stuntman andaba tras de Diana, lo imaginé dentro del trailer con ella mientras yo permanecía en Santiago escribiendo mis cuartillas con desgano, y desengaño, crecientes. Ahora, viendo sus baladronadas machistas, me convencí de que jamás la había tocado. Mostraba demasiado, insistía, no estaba seguro, no era un rival…

De regreso a Santiago, Diana se recostó sobre mi hombro y jugó con mis uñas, excitándome. Cruzamos en el automóvil al lado del niño que fue Juárez y le conté la historia a Diana.

– ¿Qué le dijiste?

– La verdad. Que no sabía nada.

Ella soltó un ruido gutural que sofocó enseguida, llevándose la mano a la boca, soltando mis uñas.

– Qué mal has hecho.

– No te entiendo.

– ¿Cómo vas a entender? Tú eres el hombre que siempre tiene la mesa puesta, tú no sabes lo que es luchar, salir del hoyo…

– Diana…

– Debiste decirle que sí, ¿no te das cuenta?, debiste decirle que lo viste, que estuvo estupendo, que la película es un éxito en todas partes, que pronto vendrá aquí a Santiago y le callará la boca a sus amigos…

– Pero eso es una ilusión…

– ¡El cine es una ilusión! -sus ojos gritaron más que su voz.

– Me niego a darle falsas esperanzas a esta gente. Es peor. Te juro que luego resulta peor. La caída es desastrosa.

– Pues yo creo que hay que darle una mano al que la necesita, todos necesitamos que nos den una mano…

– Una limosna, quieres decir…

– Okey, eso, una limosna…

– Para que nunca salgan de limosneros. Detesto la caridad, la filantropía…

Se apartó de mi contacto, como si la quemara, helada ella misma.

– Mañana mismo voy a buscar a ese niño.

– Vas a hacerlo más desgraciado, te digo.

– Voy a buscar esa película, lo voy a traer aquí, se la voy a mostrar al niño, a su familia, a sus amigos…

– Lo van a odiar más que nunca, lo van a envidiar, Diana, y no habrá secuelas, no hará otra película…

– Qué poca imaginación tienes, te digo que careces por completo de imaginación y de compasión también…

– Para ti todo son pastas de dientes italianas…

Nos dimos las espaldas, mirando atentamente hacia un paisaje sin interés, abolido, borrado.

XVIII

– Dejaste la puerta abierta.

– Te equivocas. Mírala. Está bien cerrada.

– Me refiero a la puerta del baño.

– Sí. Está abierta. ¿Y qué?

– Te he pedido que la tengas siempre cerrada.

– Es que en este momento estoy entrando y saliendo constantemente.

– ¿Por qué?

– Por lo que tú gustes. Porque me dio súbitamente la venganza de Moctezuma, porque…

– Mientes. Eso no les pasa a ustedes. Lo reservan para nosotros.

– La diarrea no conoce fronteras ni culturas, ¿sabes?

– Eres de una vulgaridad espantosa.

– ¿Qué más te da que la puerta del baño esté abierta o cerrada?

– Es un favor que te pido.

– Qué mona. Menos mal que no me das órdenes. Estoy en tu casa.

– No he dicho eso. Sólo te pido que respetes…

– ¿Tu manía?

– Mi inseguridad, estúpido. Soy muy parcial a lo que está abierto o cerrado, tengo miedo, ayúdame, respétame…

– ¿Nuestra relación va a depender de que yo cierre o deje abierta la puerta del baño?

– Es una cosa muy pequeña. Y sí, estás en mi casa…

– Y tú en mi país.

– Comiendo mierda, es verdad.

– Podemos regresar a Iowa a comer fritangas en celofán, hamburguesas de carne de perro, cuando gustes…

– Si no respetas mi vulnerabilidad, puedes tomar para ti otro baño y dejarme este solo para mí…

– También puedo irme a dormir a otra recámara.

– Te estoy pidiendo un favor pequeñísimo. Deja cerrada la puerta del baño. Me dan miedo las puertas de baño abiertas, ¿ya?

– Pero no te importa dormir con las cortinas de la ventana apartadas.

– Eso me gusta.

– Pues a mí no. Entra un sol bárbaro muy temprano y no me deja dormir.

– Te presto un antifaz de American Airlines.

– Tú te levantas al alba, está bien. Pero yo me quedo con una jaqueca de la chingada.

– Ve a la farmacia y cómprate una aspirina.