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– ¿Por qué insistes en dormir con las cortinas apartadas?

– Estoy esperando.

– ¿A quién? ¿A Drácula?

– Hay noches muy hermosas en las que la luna invade una recámara, la transforma y te transporta a otro momento de tu vida. Quizás eso ocurra otra vez.

– ¿Otra vez?

– Sí. La luz de la luna dentro de runa recámara, dentro de un auditorio; eso transforma al mundo, en eso sí puedes creer.

– Me has dicho que no crea en tu biografía.

– Sólo en las imágenes que yo te vaya ofreciendo.

– Perdóname. Dejaré la puerta cerrada. Que no se vaya a escapar ni un rayo de luna.

– Gracias.

– Si es que entra una noche.

– Va a entrar. Mi vida depende de ello.

– Me parece que quieres decir: Mi memoria.

– ¿Tú no recuerdas una noche que quisieras recuperar?

– Muchas.

– No, no puede ser "Muchas". Una sola o nada.

– Tendría que pensarlo.

– No. Imaginarlo.

– Dime qué utilería me hace falta, Duse.

– No te rías.

– Duse meduse.

– Hace falta nieve.

– ¿Aquí…?

– Nieve todo el tiempo. Nieve durante las cuatro estaciones del año. No lo imagino sin nieve. Nieve afuera. Un círculo. Un teatro circular. Un auditorio. Una tragaluz. La noche. Yo recostada en el escenario. Solos los dos. Él encima de mí. Buscando con su mano. Levantando mi faldita.

– ¿Así?

– Explorándome con una ternura maravillosa que ningún otro hombre ha sabido darme.

– ¿Así?

– Paciente, explorando, levantándome la faldita, metiendo la mano entre mis calzoncitos, buscando en la oscuridad…

– Así.

– Hasta que pasa la luna y la luz nos inunda, la luz de la luna ilumina mi primera noche de amor, mi amor…

– Así, así…

– Así. Por favor, pronto.

– Pero no hay luna. Lo siento.

– ¿Qué?

– Que la luna no está allí. Vamos a tener que esperarnos. O si quieres, compro una de papel y te la cuelgo sobre la cama.

– No tienes imaginación, ya te lo dije.

– Oye, no llores, no es para tanto.

– Casi. Casi lo lograste. Qué lástima.

– Toma.

– ¿Qué haces? ¿Qué es eso?

– Un regalo. A cambio de la pasta de dientes.

– Has matado mi imaginación. No tienes derecho.

– Ya son las tres de la mañana. Tienes que levantarte muy temprano. ¿Se te ofrece algo más?

– Levántate y cierra la puerta del baño, por favor.

– Buenas noches.

XIX

Las autoridades de Santiago le ofrecieron una cena al equipo de filmación. Un patio del Ayuntamiento colonial fue preparado con mesas, sillas, y decorado con papel picado y faroles chinos. Los funcionarios se distribuyeron equitativamente: el señor gobernador con el director, el presidente municipal con el actor y su novia, Diana y yo con el comandante de la zona militar, un general de aspecto llamativamente oriental. Dicen que el general Francés Máxime Weygand era hijo natural de la emperatriz Carlota y de un tal coronel López, edecán de Maximiliano que lo traicionó dos veces: primero con la emperatriz, en seguida en el sitio republicano de Querétaro, donde López le abrió el camino a los juaristas para que capturaran al emperador austriaco. Para entonces, Carlota ya se había marchado a Europa, a pedirle ayuda a Napoleón III, otro traidor, y al Papa Pío IX. Se volvió loca en el Vaticano y fue la primera mujer (oficialmente) en pasar la noche en las recámaras pontificales. ¿Se volvió loca o éste fue el pretexto para disimular su embarazo y su parto? Ella ya no salió más del encierro de su castillo y al joven cadete "Weygand", nacido en 1867 en Bruselas, el gobierno real de Bélgica le pagó los estudios en St. Cyr y llegó a ser jefe del Estado mayor de Foch en la primera guerra y supremo comandante aliado al iniciarse la segunda. Debió llamar la atención en Francia este militar de rostro manchú, pómulos altos, nariz maya, labios delgados como una navaja y coronados por un bigotillo escaso, muy recortado, apenas una sombra. De estatura baja, de huesos finos y empaque tieso, con el pelo negro rapado en las sienes, describo al general Weygand sólo para describir al general Agustín Cedillo, comandante de la zona militar de Santiago. Lo asocio con el imperio impuesto por Napoleón III a México porque, además, en uno de los balcones del patio subsistían, sin duda por un descuido republicano, las armas del imperio: el águila con la serpiente pero coronada y al pie del nopal el lema:

EQUIDAD EN LA JUSTICIA.

Sentado frente a mí, y al lado de Diana, nos miraba curiosamente, de soslayo a ambos, como si su mirada directa la reservase para las grandes ocasiones. Imaginé que éstas podían ser sólo las del desafío y la muerte. No me cupo duda: este hombre miraría directamente a un pelotón de fusilamiento, para dar la orden de fuego, o para recibirlo, con igual ecuanimidad. Se cuidaría, en cambio, de mirar directamente a nadie en la vida diaria, porque en nuestro país, y entre hombres, una mirada directa es una mirada de desafío y provoca una de dos reacciones. La del cobarde es bajar la mirada, agacharse e irse de lado, como dice la canción. La del valiente es sostenerle la mirada al otro para ver quién la baja primero. La situación se precipita cuando uno de los dos valientes pronuncia las palabras rituales: "¿Qué me mira?" La violencia crece si se usa la forma familiar del tuteo: "¿Qué me miras?", y ya no tiene remedio si se añade un insulto directo: "¿Qué me miras, buey, pendejo, cabrón?"

Conocedor del protocolo de la mirada en México, miré de lado al general Cedillo, igual que él nos miraba a Diana y a mí y paseando la mía por el patio, vi que esta actitud se repetía de mesa en mesa. Todos evitaban verse directamente a los ojos, salvo los inocentes gringos del equipo. El gobernador miraba de reojo al comandante y éste al gobernador; el alcalde trataba de evitar las miradas de ambos y yo vi, en un rincón del patio, a un grupo de jóvenes de pie, entre ellos el muchacho que se me había acercado en la plaza a proponerme un diálogo, el chico de bigotes zapatistas y ojos lánguidos llamado Carlos Ortiz, mi tocayo.

El comandante se fijó en mi mirada y me dijo sin mover la suya:

– ¿Conoce usted a los estudiantes de aquí?

Le dije que no, sólo por casualidad, uno que otro había leído mis libros.

– Aquí no hay librerías.

– Qué pena. Y qué vergüenza.

– Eso mismo digo yo. Los libros hay que traerlos desde México.

– Ah, son importaciones exóticas -dije con mi sonrisa más amable, pero cayendo en el instinto humorístico y travieso que normalmente me provocan las conversaciones con las autoridades-. Subversivas, quizás.

– No. Aquí lo que sabemos, lo sabemos por los periódicos.

– Pues han de saber muy poco, porque los periódicos son muy malos.

– Me refiero a la gente del común.

Esta fórmula arcaica me dio risa y me obligó a pensar en cuál sería el origen social del comandante. Su cifra, lo admití, era un enigma. Las diferencias de clases en México son tan brutales, que es muy fácil clasificar a las personas en casilleros prefabricados: indio, campesino, obrero, baja clase media, etc. Lo interesante son las gentes que no pueden ser ubicadas con facilidad, gentes que no sólo ascienden socialmente, o se refinan, sino gente que al ascender trae consigo otro refinamiento, secreto, antiquísimo, heredado de quién sabe cuántos antepasados perdidos que acaso fueron príncipes, chamanes o guerreros en una de las mil antiquísimas naciones del México antiguo. Si no, ¿de dónde sacan esas reservas de paciencia, estoicismo, dignidad, discreción, que tanto contrastan con las plutocracias ruidosas, vanas, ostentosas y crueles de mi país? En realidad, las dos clases de México las forman quienes se dejan seducir por modelos occidentales que no son los suyos porque carecen de la cultura de la muerte y de lo sagrado, convirtiéndose en clase media vulgar y majadera; y quienes conservan la herencia española e indígena de la reserva aristocrática. Nada hay más patético en México que el clasemediero vulgar situado entre la aristocracia india y la burguesía occidental, ese que pica el ombligo para saludar, o pasa corriendo sin dar la cara y gritando, "ese de la corbatita, ese del sombrerito, ese del bigotito…"