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El general Cedillo parecía (tan parecido a Máxime Weygand) venir de esas mismas profundidades que vieron nacer al general Joaquín Amaro, quien salió de la sierra yaqui de Sonora a unirse al Cuerpo del Noroeste de Alvaro Obregón (un joven rubio y de ojos azules que de niño le llevaba la leche a mi abuelita materna en Álamos) con pañoleta roja en la cabeza y arracada en una oreja, sólo para convertirse, por virtud de su hermosa mujer criolla, en jugador de polo y elegantísima figura marcial y, por obra de su propia inteligencia, en el creador del ejército moderno de México, emanado de la revolución.

De ese mismo molde provenía, a mi parecer, el general Cedillo. Le faltaban las pinceladas coloridas del general Amaro, que era tuerto y hablaba un francés impecable. Pero en 1970, no era difícil evocar la presencia del general Cedillo en las filas de la revolución, muy jovencito, es cierto, cuando se unió a ella, pero muy viejo, también, porque heredaba siglos de refinado mutismo campesino. Diana lo miraba con curiosidad, admitiendo, sin decírmelo, que no lo entendía. Yo, que creía entenderlo, me limitaba a mí mismo dándole al general un margen de misterio impenetrable, pero sintiendo el inevitable cosquilleo del escritor: burlarse de la figura de autoridad.

– ¿Tuvieron dificultades con los estudiantes en el 68? -le dije de repente, buscando provocarlo.

– Igual que en todos lados. Fue un movimiento de descontento que honra a los muchachos -me contestó sorpresivamente.

Me sentí flanqueado por el general y no me gustó nadita.

– Fueron rebeldes -le dije- igual que usted en su juventud, mi general.

– Dejarán de serlo -tomó el pie que involuntariamente le di-. El que no es rebelde de muchacho, lo es de viejo. Y el rebelde viejo es ridículo.

Iba a decir otra palabra más ruda, pero miró de lado a Diana e hizo una ligera reverencia de la cabeza, como un mandarín que entra a una pagoda.

– ¿Fue necesaria la sangre? -le pregunté sin más. Miró hacia la mesa del gobernador con una chispa de sorna en la mirada.

– A la primera manifestación, hubo quienes me pedían que saliera con la tropa a reprimir. Y yo nomás les decía: Señores, aquí va a haber sangre, pero todavía no. Espérense tantito.

– ¿Hay que saber medir el momento de la represión?

– Hay que saber cuándo la gente lo que quiere ya es orden y seguridad, amigo. La gente acaba hartándose de la trifulca. El partido de la estabilidad es el mayoritario.

Esa alusión amistosa era ya un desafío que intentaba colocarme en situación de inferioridad frente al hombre de poder. Y ese poder era el del conocimiento, la información. Me reí para mis adentros: primero habló de libros y periódicos, sólo para darme a entender que la verdadera información, la que cuenta para actuar políticamente, no se obtiene en eso que los españoles llaman "lo negro", es decir, lo impreso.

Nos sirvieron algunos lujosos platos de la región, interrumpiendo el diálogo. Eran asientos de puerco acompañados de enmoladas y me negué el lugar común de ver las caras -asombro, repugnancia, terror, incredulidad- de los norteamericanos. ¿Comer o no comer? Ése era el justificado dilema del gringo en México. Miré con intención a Diana, instándola a probar el plato ardiente, pidiéndole que no sucumbiera al lugar común. Ya se lo había dicho: -Yo como lo que sea en tu país o en el mío y me las arreglo con la enfermedad allá o acá. Ustedes dan una lamentable impresión de desamparo frente a la comida mexicana. ¿Por qué nosotros podemos tener dos culturas y ustedes una sola que esperan encontrar cómodamente a donde quiera que vayan?

Diana probó las enmoladas y al lado, el gobernador se rió como si ladrara, viendo a la estrella de cine probar el platillo del orgullo local.

– Hay gente poco ducha en política que se adelanta a los acontecimientos y lo echa todo a perder -dijo, con menos recato pero con sorna creciente, el general, evitando mirar, pero obligado a escuchar, los extraños ruidos del gobernador. Éstos podrían explicarse por la euforia culinaria o porque en ese momento entraron los inevitables mariachis tocando su inevitable himno, el son de La Negra. "Negrita de mis amores, ojos de papel volando", canturreó el simpático gobernador.

– Hubieran evitado esos errores tomando el poder -dije en plan provocador.

– ¿Quiénes?

– Ustedes. Los militares.

Por primera vez, el general Cedillo abrió los ojos y levantó los repliegues de su frente donde debían encontrarse unas inexistentes cejas.

– N'hombre, don Benito Juárez se habría dado dos vueltas en su tumba.

Recordé al niño pastor que figuró en la película inglesa.

– ¿Quiere usted decir que el ejército mexicano no es el ejército argentino, que ustedes respetan a todo trance las instituciones republicanas?

– Quiero decir que somos un ejército emanado de la revolución, un ejército popular…

– Que sin embargo dispara contra el pueblo, si hace falta.

– Si nos lo ordena la autoridad constituida, los civiles -dijo sin parpadear, pero yo sentí que lo había herido, que había, tocado una llaga abierta, que el recuerdo de Tlatelolco era vergonzoso para el ejército, que quería olvidar ese episodio, que de eso no se hablaba, pero que se entendiera lo que Cedillo me estaba diciendo: sólo obedecimos órdenes, nuestro honor está a salvo.

– No debieron hacer labor de policías, o de halcones -le dije y me arrepentí de hacerlo, no por mí, sino por mis amigos norteamericanos, por Diana. Estaba violando mi propia regla, la que le expliqué al estudiante Carlos Ortiz: No tengo derecho a comprometerlos políticamente.

Me arrepentí también porque comparándolos con policías y matones a sueldo, insultaba a los militares, innecesariamente, me dije, por juego, por provocador yo mismo. Pero como siempre me ocurre, mientras más juraba que no me metería en política, más se metía la política en mí.

– Usted fue muy crítico de lo que pasó en el 68, ya lo sé -me dijo limpiándose los labios de la salsa del asiento de puerco.

– Me quedé corto -le contesté, incontrolado, encabronado.

– Dígale a su amiga que se cuide -dijo entonces el samurai mexicano, súbitamente convertido en verdadero señor de la guerra, dueño de las vidas reunidas esta noche en torno a su voluntad, su capricho, su misterio.

No daba crédito a mis orejas. ¿Dígale a su amiga que se cuide, eso dijo el general? Como para disipar cualquier duda, Cedillo hizo entonces lo que yo temía. Miró a Diana. La miró directamente, sin tapujos, sin pudor, con un brillo salvaje en el que yo vi, con pavor, lujuria y muerte, una naturaleza domada durante siglos sólo para saltar mejor sobre la presa, vencida de antemano, en ese momento oportuno al que el general se refirió. La quería, la amenazaba, me detestaba y a ambos, a Diana y a mí, la mirada del comandante nos comunicaba en ese momento un intenso odio social, una implacable oposición de clase, un resentimiento que me llegó en oleadas, comunicado por la intensidad de la mirada, generalmente velada, del militar, a los demás comensales, el alcalde, el gobernador, la sociedad local, los guardaespaldas que al ver a Cedillo, como quien recibe una hostia y se siente lleno del cuerpo y el espíritu del Señor, se movieron, removieron, agruparon, avanzaron un poco, llevándose las manos a los secretos sobacos armados, hasta que la caída de los párpados, la orden de tranquilidad, les llegó desde esos mismos ojos acostumbrados a mandar y ser obedecidos sin el menor respingo, desde lejos, a ciegas de ser preciso.

Fue como una resaca súbita; la marejada se retiró, el instante de tensión no llegó a más, los guaruras volvieron a fumar y a formar círculos masónicos, el gobernador, el muy idiota, se soltó chiflando, el alcalde ordenó que trajeran los cafecitos, pero yo sentí la continuidad de la alarma que el general provocó, dentro de mí; no se disipaba su amenaza, supe que me acompañaría, muy a mi pesar, el resto del tiempo que pasara en Santiago, fastidiando mi amor, mi trabajo, mi tranquilidad…