Una fez fui a Taxco con una muchacha mexicana rica que se quejó de la habitación en el hotel. Le parecía muy rascuache. La traté de niña bien insoportable, inadaptable, sin fantasía ni espíritu de aventura, pero en realidad le estaba diciendo: Date de santos que te traje conmigo a este weekend. Había decidido que ninguna mexicana adquiriese poder sobre mí mediante el capricho, la vanidad, el orgullo. Me adelantaba a ellas, les daba una sopa de su propio chocolate. Me habían herido demasiado de joven, eran débiles, vanidosas, fáciles de convencer cuando sus padres me borraban de las listas de maridos elegibles por la simple razón de que yo ni tenía dinero y mis rivales sí. Ahora que ellas me buscaban, les devolvía la moneda, a sabiendas de que me dañaba más a mí que a ellas. Al negarle a Diana esa parcela de su imaginación que ella reclamaba, estaba dejándome llevar por la inercia de mis anteriores amores. Ella no era una niña bien mexicana y yo estaba cometiendo un grave error con una mujer excepcional. Quise repararlo cuanto antes, darle a entender que me ceñía a su deseo de cerrar la puerta e imaginar una noche de luna nevada. Ella se extrañaba de mi actitud, se irritaba a veces. Me imploraba que cerrara la puerta. Pero me echaba en cara, con burla violenta, que no la ayudase a recobrar su imaginación perdida. Su segunda actitud me confirmaba en una elemental convicción hispano-árabe de que en el harén no manda el eunuco, sino el sultán. En cambio, Diana se volvía terriblemente débil y dulce cuando suplicaba, deja cerrada la puerta del baño, por favor, y entonces yo me sentía culpable de no darle gusto. No sé si veía en esta súplica algo que siempre me rebeló: alguien dándome órdenes, sobre todo órdenes para el orden. Tuve una buena relación con mi padre, muy buena, salvo en este punto. Me gustaba impacientarlo con mi desorden. Él era hijo de alemana y se ufanaba de su puntual, exquisita devoción al orden. Sus closets, sus papeles, sus horarios, eran un ejemplo de vida ordenada. Yo amontonaba papeles en mi escritorio, dejaba las camisas sucias tiradas en el piso, y un día, frente a él, primero me puse los zapatos y luego, trabajosamente, los pantalones. Esto le horrorizó, lo disgustó y le provocó, sin embargo, una ternura que yo no me esperaba. Vio mi debilidad. La aceptó. Me perdonó. Nunca más me dio una orden. Yo no la volví a aceptar de nadie. Organicé mi vida a partir de mi trabajo, para ser independiente o, en todo caso, escoger mis dependencias con cierta libertad. Y mi desorden físico se me volvió un motivo de orden mental. En el batidillo de mis papeles de trabajo, libros y cartas, yo siempre sé -y sólo yo sé- dónde están las cosas. Como si tuviera radar en la cabeza, mi mano se dirige certeramente a la torre de Pisa de mis papeles y encuentra en seguida, exactamente, el que busca. A veces la torre se derrumba, pero la referencia nunca se pierde. Las emociones, en cambio, se resisten a ser catalogadas en el orden o el desorden. Nos desafían a encontrar su forma, sólo para disiparse en seguida, como el aroma de ciertas flores que nos parece lo más cierto, lo más real del mundo y no tiene, sin embargo, más forma que la de la rosa o el nardo de donde emana. Sabemos, desde luego, que la forma de la rosa no es su aroma; éste, en efecto, es un espectro similar a las emociones que son lo más real, pero lo menos aprensible, del mundo. Me castigué mentalmente por mis equivocaciones en el trato con una mujer como Diana Soren, dejándome deslizar por el pequeño tobogán de mis amores caseros. Me convencí de que ella me daba pasión y ternura, y yo era demasiado afortunado para no darme cuenta del privilegio que era amarla a ella, rindiéndome, si hacía falta, a su capricho y a su imaginación.
Despertó alterada, otra noche. Me dijo que se imaginó entrando a un salón que esperaba encontrar lleno de gente. Desde lejos se oían las conversaciones, la risa, la música, hasta el choque de copas. Pero al en
trar al salón, no había nadie. Sólo se oía el crujir de una falda larga, como de tafeta. Empezó a gritar para que la oyesen afuera. Despertó, yo pensé en el grabado que le regalé.
XXII
Los caprichos y sobresaltos nocturnos fueron adormeciendo mi atención. Si la oía moverse de noche, no le hacía caso. Si se levantaba de la cama, la imaginaba, entre sueños, corriendo cortinas y cerrando puertas. Cuando figuraba en mis pesadillas, vestía de negro frente a un balcón y otra mujer vestida idénticamente disparaba contra ella.
La música, sin embargo, no figura en este inventario de caprichos. Todo ocurría en medio de largos silencios punteados por los disparos. Me despertó una noche la voz de Diana, lejana pero inusitada, canturreando algo con una voz que no era la de ella, como si otra voz, lejana, acaso muerta, hubiese regresado a posesionarse de la suya, aprovechando el misterio de la noche para recobrar una presencia perdida en el olvido, la muerte, la usura del tiempo.
La sensación era tan insólita, y tan alarmante, que puse toda mi atención en ella, sacudiéndome la neblina de la mente para escucharla y verla, claramente, en una noche en que la luna llena entraba con un vasto abrazo blanco por la ventana abierta. Diana sentada junto a la ventana, vestida con su babydoll blanco, canturreando una canción que distinguí al poco rato. Era un éxito de la joven Tina Turner y se llamaba Remake me, o Make me Over, Rehazme, Hazme de Vuelta.
Diana tenía algo en las manos, le cantaba a un objeto, claro, al teléfono, admití con dolor y celo súbito, disipando la imagen de una mujer perturbada por la luna llena, una loba desamparada aullándole a la diosa de la noche, Artemisa, su némesis, Diana, su tocaya.
Si una ráfaga de dolor me dijo primero que estaba loca, en seguida una puñalada de celo me advirtió, le canta a alguien… ¿debía interrumpir el melodrama con otra escena, mía, celosa, furibunda? La cautela pudo más que el honor, y la curiosidad más que ambos. Ni Hamlet ni Otelo, fui esa noche un Epimeteo cualquiera, más interesado en saber lo que ocurría que en impedirlo o pasarlo por alto. Si no me medía, no sabría qué estaba ocurriendo… Abrí la caja de Pandora.
Me hice el dormido. Ya no la escuché más. Al rato sentí su cuerpo cálido junto al mío, pero extrañamente apartado, sin buscar, como a veces ocurría, mis pies con los suyos…
¿Hasta cuándo iba a aguantarme las ganas de saber con quién hablaba Diana a las tres de la mañana, a quién le cantaba canciones de Tina Turner por teléfono? Porque a partir de esa noche, ella habló todas las noches, sentada en medio de un charco de luz de luna menguante, con una voz lejana e incomprensible al principio (otra voz, imitada o posesiva, Diana dueña de la voz mimética, o ésta posesionada de Diana, no lo sé) pero que cada noche, a medida que la luna iba agonizando, se hacía más alta, más audible, pasando de la letra de la canción, Remake me, a frases no cantadas sino dichas con esa misma voz honda, aterciopelada, que no era la de Diana. Su voz normal venía de arriba, de la mirada clara, cuando mucho de los preciosos senos suaves y blancos; esta voz nocturna provenía de las tripas, de los ovarios, cuando mucho del plexo, y decía cosas que yo no podía entender sin conocer la pregunta o la respuesta que las atendían del otro lado de la línea, dondequiera que ésta estuviese…
Recordé la pasta del Capitano traída desde Italia e imaginé la comunicación a larga distancia con cualquier punto de la Tierra. Imposible adivinar; yo sólo escuchaba, con inquietud creciente, la voz ajena de Diana, las palabras inexplicables:
– Who takes care of me? ¿Quién se ocupa de mí?
Supe que no era yo. A mí no me pedía eso: Ocúpate de mí. Se lo pedía al otro, a otros. ¿Un amante, sus padres, su marido con quien mantenía una relación de afecto y cercanía (tres de la mañana en México; mediodía en París)? Pero supe que la que hablaba tampoco era ella. Lo dijo claramente. Una noche hablaba diciendo: Soy Tina, otra: Soy Aretha, otra: Soy Billie… Entendí las alusiones, retrospectivamente. Billie Holliday era la más dolorosa de todas las cantantes de jazz, la voz nuestra de cada pena, la voz que no nos atrevemos a escuchar en nosotros mismos pero que ella se echa encima, en nuestro nombre, como un Cristo negro, femenino, Cristo crucificado que carga con todos nuestros pecados: