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"got the moon above me

but no one to love me

lover man, where can you be?"

Aretha Franklin era la voz gozosa del alma, la gran ceremonia colectiva de la redención, un bautizo renovado, purificador, que nos despojaba del nombre usado, gastado, y nos daba otro, nuevo, limpio y reluciente.

"A woman's only human you've got to understand"

y Tina Turner era la mujer herida, abusada, víctima de la sociedad, el prejuicio, el machismo, la mujer joven que de todos modos sentía en su sojuzgamiento la promesa de una madurez libre, limpia, que iba a llenar al mundo de alegría porque un día ella supo de grandes penas.

"You might as well face it: you're addicted to love"

Entre canción y canción, escuché las frases que no tenían sentido para mí porque no eran parte de una melodía conocida, grabada y repetida por todos, sino estrofas mutiladas de un diálogo que para mí era el monólogo de Diana a la luz de la luna.

– ¿Cómo? Soy blanca.

¿Qué le dijeron? ¿Qué cosa contestaba, quién se la preguntaba? ¿Qué quería decir Diana cuando le decía a la bocina: Hazme verme como otra? Estas preguntas comenzaron a torturarme, por su misterio intrínseco, por la lejanía que creaba entre mi amante y yo, porque la obsesión de saber qué ocurría, con quién hablaba Diana, interrumpía mis mañanas, me impedía trabajar, me sumía en la depresión literaria. Revisaba con desgano mis cuartillas y las encontraba insulsas, mecánicas, desprovistas de la pasión y el enigma de mi posible vida diaria: Diana era mi enigma, pero me convertía a mí mismo en enigma de mí mismo. Ambos éramos, solamente, posibilidades.

Esperaba con impaciencia la noche y el misterio.

No me atrevía, desde la cama, a interrumpir el diálogo secreto de Diana. Sólo provocaría una escena, acaso una ruptura. Me confesaba cobarde, una vez más, ante la idea de perder a mi adorada amante. No ganaría nada levantándome de la cama, dirigiéndome a ella, arrebatándole la bocina, exigiendo como marido de melodrama, ¿a quién le hablas, con quién me engañas?

Me humillé a mí mismo hurgando, entre las pertenencias de Diana, a ver si descubría un nombre apuntado al azar, un número de teléfono, una carta, cualquier indicio de su misterioso interlocutor nocturno. Me sentí sucio, pequeño, despreciable, abriendo cajones, bolsas de mano, maletas, zippers, metiendo los dedos como oscuros gusanos entre calzoncitos, medias, brassieres, toda esa ropa interior indescriptible, que un día me deslumbró y que ahora manoseaba como si fueran trapos viejos, klinex desechables, kótex sucios…

Ella me tenía que dar la oportunidad. Me la dio una noche. Me invitó, estoy seguro, a compartir su misterio.

XXIII

El viejo actor había estado deprimido esa noche, haciendo recuerdos y añorando, sin embargo, un tiempo pasado que acabó por abandonarlo. Se sentía traicionado por su tiempo. Sentía, también, que él había traicionado algo, la promesa, el optimismo, de los años del Nuevo Trato. En su evocación de nombres, obras, organizaciones de los años treinta, había a la vez una nostalgia y un desdén, sí, una nostalgia desdeñosa. Se decía y nos decía; hubo tantas promesas que no se cumplieron; se decía y nos decía: no merecíamos que se cumplieran.

Esa noche, él hubiese querido canalizar ese sentimiento hacia uno de los juegos de salón con los que intentábamos disimular el tedio de Santiago. Como no obtuvo respuesta ni de Diana ni de mí (ambos encastillados, seguramente ya lo sabía ella de mí como yo de ella, en el enigma de esas llamadas nocturnas, disimuladas, jamás mencionadas a la luz del día), Lew Cooper se embarcó en la explicación no pedida de por qué dio nombres ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes. Fue conciso y contundente:

– Nadie me merecía respeto. Ni los miembros del Comité ni los miembros del Partido Comunista. Ambos me parecían despreciables. Ambos traficaban con la mentira. ¿Por qué iba a sacrificarme yo por unos o por otros? ¿Por salvar mi honor? ¿Muriéndome de hambre?

No fui un cínico, ni se lo imaginen ustedes. Sólo me comporté como todos ellos, los fascistas de derecha que me interrogaban o los fascistas de izquierda que jamás levantaron un dedo por mí. Fui selectivo, eso sí. Jamás di el nombre de alguien débil, alguien que podía ser dañado. Fui selectivo. Sólo di los nombres de aquellos que, en Moscú, se hubieran comportado conmigo igual que éstos en Washington. Se merecían los unos a los otros. ¿Por qué iba a ser yo el chivo expiatorio de sus mutuas canalladas?

– ¿Puedes medir el daño que le pudiste hacer a quienes no querías dañar? -le pregunté.

– Yo no los mencioné. Los mencionaron otros. Si hubo vidas destruidas, no fui yo quien las destruyó. Lo único que hice fue no destruirme a mí mismo. Lo admito.

– Lo malo de los Estados Unidos es que si te denuncian como antipatriota, todo mundo se lo cree. En la URSS, en cambio, nadie se lo creería. Vichinsky no tenía el menor crédito. McCarthy, en cambio, sí.

Esto lo dije yo, pero Diana se apresuró a añadir:

– Mi marido siempre dice que el dilema de los liberales norteamericanos es que tienen un enorme sentido de la injusticia, pero ningún sentido de la justicia. Denuncian, pero no actúan.

– Lo he leído -dije yo-. Añade que se niegan a afrontar las consecuencias de sus actos.

¿Era el momento de preguntarle, tranquilamente, si la persona con quien se comunicaba de noche era, precisamente, su marido? ¿Qué tal si no era así? ¿Qué olla de grillos -can of worms- iba a destapar? Otra vez, me quedé callado. El actor discurría sobre la emoción extraordinaria de los experimentos escénicos del Group Theatre en Nueva York, la comunión de público y actores, en los años treinta, el tiempo y los escenarios de mi juventud…

La frontera se borraba entre el escenario y la platea. Las personas sentadas en las butacas eran actores también y se sentían exaltadas por esas actuaciones extraordinarias, sin darse cuenta de la terrible ilusión que compartían, actores y espectadores. Las tragedias interpretadas en el teatro por aquéllos iban a convertirse, triste, dolorosamente, en las tragedias vividas por éstos. Y los actores, como parte de la sociedad, no iban a escapar al destino que, primero, interpretaron. Francés Farmer, rubia como un trigal, acabó manchada por el alcohol, la prostitución, la locura y el fuego. John Garfield, dueño de toda la rabia urbana acumulada, murió haciendo el amor.

– ¿No lo envidias? -interrumpió Diana.

– J. Edgar Bromberg, Clifford Odets, Gale Sondergaard, todos perseguidos, mutilados, quemados por los cazadores de brujas…

– Odets estuvo casado con una mujer de belleza sublime -recordé-. Luise Rainer. Una vienesa anunciada como "la Duse de nuestro tiempo". ¿Por qué la Duse? ¿Por qué no ella misma: Luise Rainer, la incomprable, frágil, desmayada, exaltada Luise Rainer, herida por el mundo porque quería ser…?

– Otra -dijo Diana-. ¿No lo entiendes? Quería ser otra, Duse, Bernhard, no ella misma…

– Estás hablando por ti misma -me atreví.

– Por toda actriz -dijo Diana con vehemencia y despecho.

– Claro, toda actriz quiere ser otra o no sería actriz -dijo Lew, avuncularmente.