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La llamé un par de veces desde México. Me es difícil comunicarme por teléfono. La invisibilidad del interlocutor me llena de impaciencia y angustia. No puedo cotejar las palabras con la expresión facial. No puedo saber si quien me habla está solo o acompañado, vestido o desnudo, maquillado o lavado. La mentira es el precio del progreso. Mientras más se nos adelantan los progresos tecnológicos, más compensamos nuestro retraso moral o imaginativo con el arma disponible: la mentira. Acabo de salir de la ducha. Estoy desnuda. Estoy a punto de salir. Perdóname. Estoy sola. Estoy sola. Estoy sola.

– Te amo, Diana.

– Las palabras son muy bonitas y no cuestan caro.

– Te extraño.

– Y sin embargo no estás aquí, Vaya, vaya.

– Regreso el viernes. Pasaremos juntos el fin de semana.

– Muero de impaciencia. Adiós.

No tuve tiempo de decirle que temía por ella, que se cuidara, que por eso había venido a México, a tratar de saber algo y protegerla. Pero mis relaciones con el gobierno de Díaz Ordaz eran pésimas, sólo tenía un amigo en él, mi compañero de estudios Mario Moya, subsecretario de Gobernación, y él no estaba.

– Vine por ti, Diana, aquí estoy por ti -hubiera querido gritarle, pero estaba inseguro del asunto, no corría prisa, me dije. Me preocupaba más, ahora, saber qué cara tenía la mujer cuando me hablaba con semejante brusquedad. ¿Era ése el siguiente avance técnico: el teléfono con pantalla para mirar la cara del que nos habla? Qué atroz violación de la intimidad, me dije, qué complicación infinita: estar siempre listo, peinado, maquillado, vestido (o desvestido, según la versión). O despeinándonos velozmente para justificar nuestra modorra: "Me despertaste, querido, estaba durmiendo, sola." Y un panzón bigotudo con playera al lado, mirando fútbol por televisión y engullendo un tarro de cerveza.

Empezó a perseguirme la idea de Diana como un objeto de arte que era necesario destruir para poseer. En el sexo como en el arte, el placer interrumpido es un veneno, también asegura una ambigüedad que es el líquido amniótico de la pasión y del arte. ¿Podía yo salir del éxtasis, a costa de destruir el objeto que lo provocaba, Diana? ¿Debía, en otras palabras, adelantarme a ella? ¿Debía asegurar desde ya la continuidad posible del placer en su única atmósfera, la de la ambigüedad, la de un pudo ser o no ser, nada se resolvió, todo permaneció en el maravilloso reino de lo posible, donde las alternativas, de un relato o de una pasión, se multiplican y se abren en abanico, comprometiendo, pero enriqueciendo, nuestra libertad?

Aterrizamos en Santiago a las cinco de la tarde sin que yo pudiese darle contestación a mis propias preguntas.

El trayecto del aeropuerto a la casa de Diana me pareció, esta vez, particularmente largo. El tedio de la ciudad, a medida que se cerraban los comercios y las cortinas iban cayendo como estruendosas cataratas de metal, sólo era roto por el largo mecerse de los árboles y la sombra creciente de la montaña que se apoderaba de la ciudad. Vi guajolotes inquietos y bardas de cactos arañadas, cubiertas con los signos de los amantes, nombres, Agapito loves Cordelia, corazones entrelazados, heridas mortales que dejaban en la savia verde una cicatriz parda.

– ¿Qué pasa? -le pregunté al taxista-. ¿Por qué vamos tan despacio?

– Es una manifestación -dijo el chofer-. Otra protesta de los estudiantes. ¿Por qué mejor no se dedican a estudiar? Bola de vagos.

La plaza central olía a mostaza. Una nube vaga y tediosa la cubría. La gente salía corriendo por las bocacalles, tosiendo, tapándose la nariz con pañuelos, suéteres, periódicos. Imaginé al gobernador ladrando detrás de una ventana. Vi al joven líder Carlos Ortiz pasar corriendo, con sangre corriéndole por la cabeza.

– Cierre sus ventanas, señor, y agárrese bien.

Dio una vuelta en U y se escapó hacia el barrio donde se encontraba mi casa provisional, mis papeles y mis libros. Sentí que el paisaje de Santiago se desmoronaba, que sus habitantes, velozmente, perdían sus facciones…

XXIX

La cara de Azucena me dio mala espina. Ella nunca demostraba nada. Sus emociones me eran desconocidas. Hablábamos a veces, muy cordialmente, como he dicho. Nos unía la lengua. Ciertos versos que todos aprendimos en las escuelas de habla española. "Ayer se fue. Mañana no ha llegado."

Yo la respetaba, como también he dicho, por su dignidad, su orgullo en hacer bien lo que le tocaba hacer bien en este mundo. En el mundillo de Hollywood trasplantado a Santiago, ella era la única, finalmente, que ni se compadecía a sí misma ni vivía devorada por el afán de ascenso. Era superior a su ama. No quería ser otra. Era otra. Era ella.

Ahora me recibió en la casa iluminada a medias, extrañamente silenciosa, con un mohín desacostumbrado, en el que tardé en descubrir una actitud de simpatía, de afecto, de solidaridad con la otra persona hispánica de la casa. Por un minuto, me sentí perfectamente melodramático, como el poeta Rodolfo preguntándole a sus compañeros de la bohemia por qué van y vienen en silencio, por qué lloran. Mimí ha muerto. Azucena disimulaba, sin quererlo, seguramente, algo parecido a un anuncio fúnebre.

– ¿Diana? -pregunté, como lo hubiese hecho en voz alta, sólo que ahora casi en susurro, como si temiese interrumpir una novena a la Virgen.

– Aguárdala aquí. Ya viene -dijo Azucena y me invitó a esperar en la sala.

Caía la noche. Lew Cooper no estaba, como era su costumbre, en la barra preparándose un coctel, autorizado por el rudo trabajo en exteriores. La puerta de la recámara estaba cerrada. Pero allí estaba mi ropa, y en el baño mis pastas de dientes italianas. Me dirigí, impaciente, enojado, al rincón de la galería donde estaba dispuesta mi máquina de escribir, mis papeles y libros. Alguien había introducido el orden en ellos. Todo estaba apilado en montoncitos perfectamente simétricos.

Me volví a buscar a Azucena, para reclamar esta violación de mi creatividad. En vez, allí estaba, dividida por la luz de la galería al caer la noche, mitad luz, mitad sombra, perfectamente partida en dos, como un cuadro femenino de Ingres, mi amada, Diana Soren. Avanzó hacia mí, separada de sí misma por la luz, sin cederle nunca un ápice de su persona luminosa a su persona sombría, ni algo de ésta a aquélla. Era tal el contraste que hasta su pelo rubio, corto, parecía blanco del lado del ventanal y negro del lado de la pared. El encanto era roto por el atuendo. Con una bata acolchada, color de rosa, abotonada hasta la garganta, totalmente doméstica, y un par de zapatillas felpudas, Diana Soren parecía un hongo invertido, una tachuela ambulante…

No fue esto -ni la magia de su aparición entre la luz y la sombra, ni el ridículo con que califiqué, instintivamente, su apariencia- lo que me impidió acercarme a tomarla en mis brazos, a abrazarla y besarla como siempre. No llegó hasta mí. Se detuvo y tomó asiento en un sillón de ratán, el objeto más imperial de esta casa desnuda de pretensiones, y me miró intensamente. Yo tomé asiento en mi silla de paja frente a la mesa de trabajo y me crucé de brazos. Quizás Diana había leído mi pensamiento. Quizás imaginaba, como yo, cómo iba a terminar nuestro amor y qué le iba a seguir. Pensaba comunicarle, antes que nada, la inutilidad de mi viaje a México. No averigüé nada de la supuesta amenaza de la FBI que me insinuó el general Cedillo. Iba a decírselo pero ella se adelantó, precipitada, brutal.