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– Desolé.

Azucena me ayudó a recoger mis cosas. Sacó de la recámara mi ropa. Le pregunté con la mirada si el estudiante estaba allí. Nos entendíamos sin hablar. Negó con la cabeza. No hacía falta que me ayudara. Lo hacía con buena voluntad, para que no me sintiera solo, o corrido, o engañado, o mal visto por ella, en último caso. También ella sabía que no necesitaba su ayuda; le hice sentir que se la agradecía. Cambiamos pocas palabras, mientras guardábamos en mis dos maletas de documentos los libros, los papeles, las plumas, y yo cubría cuidadosamente la máquina de escribir.

– Ella también fue debutante. Le gusta ayudar a los que empiezan.

Me reí.

– La partera de la revolución, ya se lo dije.

– Vive muy angustiada. Tómalo en serio. Se siente perseguida.

– Creo que tiene razón. A ratos creía que era puritita paranoia. Empiezo a creer que tiene razón. El muchacho sólo le va a complicar la vida.

– A Diana le gusta el riesgo. Tú no se lo dabas.

– Ya me lo hizo saber. Dile que se cuide. No pude hacer nada por ella en México. Ojalá que disfrute mucho su nuevo amor.

Azucena suspiró.

– Una mujer bella no busca la belleza en su compañero.

Me pareció un comentario cruel dicho por ella. Imaginé los papeles cambiados. Azucena y un hombre guapo. La ecuación era injusta. Una vez más, el que ganaba era el hombre. Nunca la mujer.

En el pasillo, me crucé con Lew Cooper. No me dijo nada. Sólo gruñó.

Azucena salió corriendo a la calle y me entregó algo.

– Se te olvidaba esto.

Era un tarro de mermelada lleno de pelos.

XXX

Los celos matan el amor, pero no el deseo. Éste es el verdadero castigo de la pasión traicionada. Odias a la mujer que rompió el pacto de amor, pero la sigues deseando porque su traición fue la prueba de su propia pasión. Esto fue cierto con Diana. No acabamos en la indiferencia. Tuvo la inteligencia de insultarme, rebajarme, agredirme salvajemente para que yo no la olvidara resignadamente; para que yo siguiera deseándola con ese nombre pervertido de la voluntad erótica que son los celos.

Vi por última vez la casa de Santiago en la penumbra de un atardecer del mes de febrero, convertida en una fortaleza inexpugnable. Esa casa por donde yo entraba y salía a mis anchas, donde había escrito cotidianamente, me era ahora ajena, repugnante. Quería ponerle sitio, como los romanos a la Numancia ibérica, quemarla y asesinarla como las legiones a la Massadah judía. Con ese deseo la miré de despedida, la rodee con mis últimos pasos, como si en vez de penetrar a Diana pudiese penetrar la casa que compartimos.

El destino me había dado a esta mujer. No me la podía quitar otro hombre. Mucho menos alguien que yo consideraba un correligionario, un estudiante de izquierda, un traidor… El aire fétido del gas lacrimógeno llegaba desde el centro de la ciudad y yo llegué a desear, en ese instante, que el ejército capturara a mi rival, que el general Cedillo en persona le cortara los cojones y si se escapaba, que yo lo encontrara un día y tuviese el coraje de matarlo yo mismo. Una sonriente ironía, sin embargo, se apoderó de mí al pensarlo:

– No le quites ese gusto al gobierno.

Norman Mailer dice que los celos son una galería de retratos en que el celoso es el curador del museo. Repetí la imagen de todos y cada uno de mis momentos con Diana pero ahora con el joven estudiante en mi lugar, en mis posturas, gozando de lo que había sido mío, llenándose la boca de sabor de durazno, gozando la sabiduría sin límite de las caricias de Diana, convertido en el espectador único del lago donde la Cazadora se refleja…

Los celos son como una vida dentro de nuestra vida. Podemos tomar un avión, regresar a la capital, llamar a los amigos, empezar a escribir de nuevo, pero todo el tiempo, estamos viviendo otra vida, aparte aunque dentro de nosotros, con sus propias leyes. Esa vida dentro de la nuestra se manifiesta físicamente. Como dice la expresión popular, nos hace circo en la barriga. Amanecemos con el Atayde desatado en la panza, es la verdad. Una marea salvaje, amarga, biliosa, se agita, sube y baja del corazón a las tripas y de las tripas al sexo baldado, inútil, convertido en herido de guerra. Dan ganas de colgarle una medalla al pobre pene. Y luego una corona fúnebre. Pero la marea no celebra nada ni se detiene por mucho tiempo en ninguna parte del cuerpo. Lo recorre como un líquido venenoso y su objetivo no es destruir el cuerpo, sino asediarlo y exprimirlo para que sus peores jugos asciendan a la cabeza, se fijen verdes y duros como escamas de serpiente en nuestra lengua, en nuestro aliento, en nuestra mirada…

Por un momento, la ruptura me hizo sentirme expulsado de la vida. Igual se siente la muerte de un ser querido. Sólo que este dolor lo podemos manifestar. El dolor de los celos hay que esconderlo, oscuro y envenenado, para evitar la compasión o el ridículo. El celo expuesto nos expone a la risa ajena. Es como volver a la adolescencia, esa edad infausta en la que todo lo que hacemos públicamente -caminar, hablar, mirar- puede ser objeto de la risa del otro. La adolescencia y los celos nos separan de la vida, nos impide vivirla. Lo curioso de esta experiencia mía era que me sentía separado de la vida pero no por el temor adolescente al ridículo, sino por la tristeza fatal de la vejez. Diana me hizo sentirme, por primera vez, viejo. Había cumplido cuarenta años. Mi rival no tenía más de veinticuatro. Diana, treinta y dos. Me reí. Una vez que quise entrar con una chica norteamericana de dieciocho años a una discoteca en Italia, el guardián me impidió el paso, diciéndome:

– Es sólo para jóvenes.

– Soy su papá -dije impávido.

Entonces tenía treinta y cinco años. Ahora, ¿cuántas puertas no se cerrarían, una tras otra? Ella dijo que lo hacía por mi bien. Dentro de diez años, sería una nalgona con celulitis. Sentí no haberle dicho que no, que podía ser otra, ella lo quería, si se entregaba a su profesión, si dejaba de buscar fuera de la actuación los papeles que le dieran sentido a su vida… Pensando esto, quise convencerme de mi propia superioridad. Me bastaba trabajar seriamente en lo mío para no envejecer ni en diez años ni en cien. Éste era el poder de la literatura. Pero la condición es compartir ese poder con otros. Y yo, ya lo dije antes, sentía una pérdida de esa fuerza inicial, en eso me parecía a Diana. Mi unción literaria, como la de su Santa Juana, se había desgastado. El aura del inicio se desvanecía, fatalmente. ¿Cómo reanimar la llama?

Regresé de Santiago con un puñado de papeles inservibles. Me bastó leerlos fríamente, como contrapunto a mi convulsión interior, ardiente, para saber que no servían. Iba a publicarlos de todas maneras. Tenían un propósito político. Aunque si nadie los leía, ¿cuál fin político cumplirían? Me engañaba voluntariamente a mí mismo. Necesitaba mentirme como creador para sobrevivir como hombre. Pero en el centro de mi deseo agitado, una convicción brillaba con fuerza cada día mayor. El otro del escritor no está allí, hecho y derecho, esperando lo que espera que le den. El lector debe ser inventado por el autor, imaginado para que lea lo que el autor necesita escribir, no lo que se espera de él. ¿Dónde está ese lector? ¿Escondido? Hay que buscarlo. ¿Nonato? Hay que esperar pacientemente a que nazca. Escritor, tira la botella al mar, ten confianza, no traiciones tu propia palabra, aunque hoy no la lea nadie, espera, desea, desea aunque no te quieran…

Jamás podría decirle esto a Diana Soren. Saldría algo melodramático, inúticlass="underline" -Hay grandes papeles para las actrices maduras.

Sería inútil porque Diana Soren, a esta altura de su vida, no sabría qué hacer con su propio éxito.

Me di cuenta de esto y la quise más que nunca. Volví a quererla. Pensar esto me salvó de mi propio celo, de mi vivir interrumpido, de mi ruptura y expulsión de la vida, de mi vida dentro de mi vida pero separado de mi vida: es decir, de mis celos. La vi, con la pequeña distancia ganada, como una mujer que sí sabía, finalmente, quién era. Una extranjera en todas partes, condenada a la soledad y al exilio. Una activista política, condenada esta vez a la desesperanza, a la irrelevancia y finalmente, otra vez, a la soledad. Una actriz madura, condenada a la decadencia, el olvido y, para siempre, otra vez, a la soledad. La historia de Diana Soren era la historia de sus soledades. Diana era una cazadora solitaria.