El mapache abunda en las colinas, montes y praderas de Iowa, que es una tierra negra, feraz, de inmensos pastizales que se han estado pudriendo durante millones de años. Los muchachos pasaron la semana ocupados en cosas a veces placenteras, a veces desagradables. Las matemáticas son demasiado abstractas, la geografía demasiado concreta aunque ajena, ¿a quién le importa dónde está México, Senegal, Manchuria?, ¿quién vive allí?, ¿acaso alguien vive allí?, dagos, chinks, kykes, niggers, spiks, ¿tú has visto alguna vez alguien que venga de allí? En cambio la farmacia era el lugar de citas, los amores se iniciaban compartiendo una coca cola de cereza con un par de popotes, como en las películas de Andy Hardy, y continuaba en la sala de cine los sábados en la noche, las manos sudorosas unidas en el amor y el consumo de palomitas de maíz, en la pantalla ellos viéndose vivir igual que en las butacas, ellos mirando a Mickey Rooney y Ann Rutherford tomados de la mano viendo a dos muchachos imaginarios tomados de la mano viendo a…
– Jugaban basquet en el gimnasio. No dejes de ir. Es fácil imaginarlos. Nunca cambian.
La clase de historia era lo más aburrido. Siempre pasaba "antes", en una especie de museo eterno, donde todo estaba muerto, donde no había gente como ellos, salvo cuando se trasladaban a la pantalla y se convertían en Clark Gable y Vivien Leigh, ésa sí era historia, aunque fuera mentira. La realidad podía ser una ilusión, tomar una soda de chocolate con la novia, ir al cine a ver más ilusión cada semana. Todos sabían que se casarían allí mismo, vivirían allí mismo y como casi todos eran buenos chicos, serían buenos maridos, buenos padres, y se conformarían con la madurez de sus antiguas novias, las carnes excesivas o flácidas, la muerte del sexo, la muerte del romance, del romance, del romance, que era como si la luna se apagase para siempre.
En cambio, un grupo de hombres jóvenes a la caza del mapache vibraban juntos con una emoción que no se comparaba a nada. Los fusiles eran obvias prolongaciones de su masculinidad y se los mostraban, los pulían, los cargaban, como si se mostraran entre sí los falos, como si los actos apenas insinuados en los vestidores del campo de fútbol fueran autorizados en la cacería del mapache con esos fusiles tan fáciles de obtener, en un país donde el derecho a adquirir y portar armas era sagrado, eso estaba en la Constitución…
– Regresa al edificio de la secundaria por un momento, por favor…
Los perros eran como ciegos, con grandes orejas caídas, entregados absolutamente a un solo sentido, el olfato. Ciegos, sordos, plagados de garrapatas azules que los muchachos se divertían, después de la caza, bebiendo cervezas junto al fuego, en arrancarles.
– Es un edificio de los años cincuentas, moderno, bajo…
A veces, desprovistos de objeto olfativo, los perros se perdían, ciegos, sordos. Entonces bastaba dejar la chamarra de su dueño en un lugar de la pradera, para que el perro, infalible, regresara. Éste era el mundo real. Éste era el mundo admirable, cierto, concreto, inteligible. Donde un perro regresaba al punto donde quedaba la chamarra de su dueño. Se abrazaban entre sí, riendo y bebiendo, dándose codazos en las costillas, como se daban de toallazos en las duchas y evitaban, escrupulosamente, mirar demasiado bajo. Bastaban los fusiles. Los fusiles se podían mirar sin tapujos. Se podía tocar el fusil del compañero. Juntos podían desollar a los mapaches junto al fuego y regresar al pueblo con sus trofeos sangrientos y sus perros sordos.
– Hay un anfiteatro en un ala del edificio… No dejes de visitarlo…
Uno de ellos era distinto. Le parecía poca cosa cazar mapaches y arrancarles la piel. En otra época, iban al fútbol con abrigos de piel de mapache. Ya no. Antes, los cazadores del Oeste salvaje se hacían gorros con piel de mapache. Ya no. Antes había hombres aquí, hombres de verdad. Se necesitaba ser hombre de verdad para cazar lo que antes había aquí en Iowa. Búfalo, nada menos. Ya no.
– Me regaló una moneda de cinco centavos con un búfalo de un lado y un indio piel roja de la otra. Todavía la tengo. Me dijo que la cuidara, era curioso. Habían desaparecido primero los búfalos y los indios, y después la moneda que los representaban. Ahora se veía de un lado a un distinguido caballero con peluca, que era el intocable, el santo norteamericano Thomas Jefferson, y del otro su maravillosa casa, Monticello, construida para él mismo. Era un hombre de la Ilustración.
¿Quién mató al último búfalo?, le preguntaba a Diana ese muchacho. Esta tierra estaba llena de búfalos. ¿Quién, quién habrá matado al último…?
En todos los Estados Unidos, los postes del teléfono están hechos de metal. Aquí, aún los hacen de madera. Como si los alambres no pudiesen hablar sin las voces del bosque. La noche que pasé en el pueblo de Diana, pensando en ella, fue noche oscura y yo, en mi cuarto de hotel, con la ventana abierta, me sentí como los perros de caza ciegos y cegados por la oscuridad pero yo sin olfato aunque sí con las orejas bien paradas, tratando de escuchar detrás de la oscuridad lo que decía el silencio. ¿Hablarían de ella? ¿Recordarían cómo la llevó un día su padre a tomar un avión a Los Ángeles, una niña de diecisiete años con pelo largo y castaño, y cómo regresó otro día, en un Cadillac abierto, envuelta en un mink pero con el pelo corto como de un recluta, rubio como de una… estrella? Así la pasearon, así la mostraron en la calle principal, entre la farmacia y la zapatería, el tribunal y la escuela secundaria.
– Ven al anfiteatro. Espera que salga la luna. Vamos a esperar un rato. Me vas a levantar la falda. Me vas a acariciar el pubis. Me vas a quitar mis calzoncitos. Cuando salga la luna, me vas a quitar la virginidad.
Era la chica de al lado, igual a todas, salvo por esos ojos grises únicos, incomparables (¿o eran azules?). Yo no sé si esos ojos de Diana podían vivir para siempre mirándose en los ojos de sus padres y parientes y amigos. Yo miré los ojos de los ancianos de Iowa y me sorprendí una vez más de la simplicidad, la bondad, la infancia recuperada y eterna de esas miradas, aunque el pelo fuese ya blanco como la navidad y los rostros más surcados que el mapa de las carreteras por donde un día corrieron los búfalos. ¿Eran estos hombres blancos y suaves como malvaviscos los mismos muchachos crueles e insensitivos que salían los sábados a cazar mapaches? ¿Eran los mismos que, llenos de voluntad de sangre y violencia insatisfecha, salieron a matar el último búfalo?
– Ahora sí, cógeme, cuando la luz de la luna entra por el techo de vidrio del anfiteatro, cógeme, Luke, cógeme como la primera vez, dame el mismo placer, hazme temblar igual, mi amor, mi amor…
Cuando apareció la luna esa noche en Iowa y yo la vi desde la ventana del Howards Johnson's, me quedé convencido de que Luke, dondequiera que estuviera y quienquiera que ahora fuese, la había recortado y mandado colgar en el cielo. En honor de ella. Era su luna de papel.