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Amaneció el domingo en que debía partir y recordé que ella me había pedido, no dejes de visitar la iglesia y oír el sermón.

Entro siempre un poco amedrentado a las iglesias protestantes, que no son las mías, pues la ausencia de todo adorno me hace temer una hipocresía esencial que priva a Dios de su gloria barroca y a los creyentes de compartirla, a cambio de un blanco puritanismo que sólo se pinta de blanco como los sepulcros de los fariseos, para arrojar mejor las culpas del mundo sobre los demás, los distintos, los otros.

Subió al púlpito el pastor y yo quise, estúpidamente, darle ese papel a un actor conocido, Orson Welles en Moby Dick, Spencer Tracy en San Francisco, Bing Crosby en Las campanas de Santa María, Frank Sinatra en El Milagro de las Campanas. Me sorprendí riendo bajo, mientras recordaba la extravagante imaginación de Hollywood para inventar curas boxeadores, cantantes, o de dimensiones falstafianas… No. Este hombrecito de pelo blanco y cara de hacha era casi una hostia humana, sin color, blanco como la harina celestial. Tardé en distinguir el calor carbónico de sus ojos como canicas negras. Y su voz no parecía salir de él; fascinado, empecé a creer que su voz era sólo un conducto para otra voz, lejana, eterna, que describía la fe luterana, tengamos una confianza radical en Dios porque Dios justifica al hombre, Dios acepta al hombre porque el hombre acepta que es aceptado a pesar de su inaceptabilidad. ¿Cómo puede el hombre tener fe en que Dios aceptaría todos los pecados que todo individuo, aun el más limpio, oculta en su fuero interno y excreta al Mundo material? El hombre, en la fe, cree que es recibido por la gracia de Dios y que sus crímenes son perdonados en nombre de Cristo, que con su muerte dio satisfacción de todos nuestros pecados. El precio que la iglesia le pone a semejante fe es el de obedecer por dentro y por fuera la voluntad divina. Eso exige la fe, no la razón, pues la razón conduce a la desesperanza. Cuesta concebir racionalmente que Dios justifique al injusto. El creyente se abraza del Evangelio para entender que Evangelio quiere decir: Dios justifica a los creyentes en nombre de Cristo, no en nombre de sus méritos. Esto es lo que ustedes deben entender perfectamente este domingo. Ustedes piensan que Dios perdona porque Él es justo, no porque ustedes lo sean. Ustedes jamás podrán reunir méritos suficientes para hacerse perdonar ni la tortura a una mosca, ni el pisotón desdeñoso a una hormiga. Ustedes creen erróneamente que Dios es justo. No, la justicia no es lo que Dios es, sino lo que Dios da. Lo que Dios otorga. Lo que ustedes jamás pueden darse a sí mismos o darle a nadie. Aunque ustedes sean justos, no podrán darle justicia a nadie sino a través de Dios. Blasfemos: Imaginen un Dios tan injusto como ustedes lo son, o tan justo como ustedes quisieran llegar a serlo. No importa, no importa nada, nada, nada. Sólo Dios puede dar la justicia, aunque Él mismo sea injusto. Sólo Dios puede impartir el derecho, aunque él mismo lo viole al crearlos a ustedes. Vivan con eso, grey amada, traten de vivir con esa convicción, tengan el coraje pero también la angustia de saber la verdad de Dios: La justicia se recibe, la justicia no se tiene, la justicia no se da, la justicia no se merece, la justicia es algo que Dios nos da cuando Él lo decide, porque tampoco Dios es justo, Dios sólo tiene poder, el poder de perdonar aunque él mismo no merezca perdón alguno. ¿Cómo lo va a merecer, si cometió el error de crear a estos seres concupiscentes, criminales, ingratos, estúpidos, autodestructivos, que somos todos nosotros, las criaturas de un Dios culpable? Vivan con eso, hermanos míos, tengan la fortaleza de vivir con nuestra imposible y exigente fe, piensen en un Dios que no merece perdón pero que tiene el poder de perdonarnos a nosotros, no caigan en la desesperanza, esperen y confien.

Terminó. Sonrió. Lanzó una carcajada; la sofocó con una mano sobre la boca.

Recorrí después de la misa las calles de Jeffersontown donde nació y creció Diana Soren. En los porches se mecían los ancianos de pelo blanco y mirada azul, inocente, siempre inocente, tan lejana de la geografía y de la historia, tan inocentes que no querían saber lo que hacían sus propios gobernantes en esos lugares ignorados llenos de spiks y dagos y niggers y sobre todo comunistas. Los ojos de la inocencia, al caer la noche, miran una luna de papel sobre un pueblecito de Iowa y le dan carta blanca a Thomas Jefferson porque es blanco y es elegante, aunque tenga esclavos, es más inteligente que todos ellos juntos, por algo lo eligieron, sólo tenemos un presidente a la vez, hay que creer en él, pongan su perfil en las montañas y en las monedas, tiren al aire las monedas del indio y del búfalo, a ver a dónde caen, la tierra es inmensa, negra como un esclavo, podrida como un comunista, mojada como un mexicano, la tierra sigue creciendo, fructificando, pudriéndose, porque la tierra se ha estado pudriendo millones de años.

Era su luna de papel, la misma que ella vio ese día mítico para su femineidad, antes de salir al mundo con una sola flecha y un arco, Diana la cazadora solitaria sobre la tierra negra y podrida de Iowa. Era su luna de papel, la misma que iluminó la noche final de los búfalos, mientras los muchachos los cazaban a caballo, de noche, disparando sus fusiles hasta apagar la propia luna. La misma que permitió a los mapaches guiarse, irritados, hacia sus guaridas en los huecos de los árboles, perseguidos por los muchachos que mataron al último bisón de las praderas. Pero ellos cazan en jauría, todos juntos, gritando, alzando victoriosamente sus fusiles fálicos bajo la luna. Sólo ella caza en soledad, esperando que la toquen por igual los rayos de la luna y la compasión del Dios caprichoso y culpable que la creó.

Estoy seguro de que, pensando todo esto, el pastor sonrió y hubiese querido reír y reír, para burlarse, para caer bien, para exonerarse de la angustia de su propio discurso. Pero nada de eso importó. Esa noche, crecieron las aguas del río Mississipi al Este y del Missouri al Oeste, desbordando a todos sus tributarios, ahogando toda la tierra de Iowa, de Osceola a Pottamottomie, de Winnebago a Appanoose, llevándose en sus corrientes lodosas casas y guayines, postes de madera y columnas neohelénicas, agujas eclesiásticas, cosechas de trigo y maíz, papas con ojo de cíclope y gallos con crestas de lábaro, borrando las huellas del búfalo y ahogando a los mapaches desesperados, adormeciendo la pradera inundada para regresar al nombre del país indio, Iowa: país dormido, pero vigilado por el antónimo del país blanco, Iowa: ojo de halcón. País soñoliento por minutos, por minutos alerta, la tierra se hunde, desaparece, y nadie, al correr del tiempo, puede regresar a ella.

XXXVII

Diana Soren ha muerto. La encontraron pudriéndose dentro de un Renault en una callejuela de París. Llevaba dos semanas allí. Estaba envuelta en un sarape de Saltillo. ¿Será el que se compró conmigo en Santiago? La noticia del cable dice que a su lado sólo había una botella vacía de agua mineral y una nota de suicidio. La policía de París tuvo que llamar a la brigada de sanidad para desinfectar el callejón donde encontraron su cuerpo encerrado en compañía de la muerte, después de dos semanas. Lo que quedaba de ella estaba cubierto de quemaduras de cigarrillo. Yo me pregunté, sin embargo, si al fin, en la muerte, ella se sintió a gusto en su piel.

XXXVIII

La FBI rindió un homenaje póstumo a Diana. Admitió que la había calumniado en 1970 como parte de un programa de contrainteligencia llamado COINTELPRO. El entonces director de la agencia, J. Edgar Hoover, aprobó la acción: Diana Soren fue destruida porque era destruible. El director en funciones en 1980, William H. Webster, declaró que habían pasado para siempre los días en que la FBI usaba información derogatoria para combatir a los partidarios de "causas impopulares". La calumnia, dijo, ya no es nuestro negocio. Sólo atendemos a la conducta criminal.